Yo buscaba a Dios toda la vida por caminos sin cuento, y por mundos sin fin. Creí verlo en las cumbres de las montañas, pero cuando yo llegaba, él ya no estaba allí. Creí sentirlo en la lejanía de las estrellas, pero cuando me acercaba, él ya había partido.
Un día, de repente, me encontré ante un palacio resplandeciente con un gran portal sobre el que había escrito en letras de oro: “La casa de Dios”.
Me llené de alegría y subí sin aliento los escalones que llevaban a la entrada. Pero cuando había levantado ya la mano para llamar a la puerta, me asaltó la duda, y mi mano quedó en el aire sin llamar. Pensé: “Si ésta es en verdad la casa de Dios y me encuentro con él, se acabó todo para mí. Se acabó la alegría de la búsqueda, el motivo del caminar. Una vez que encuentre a Dios, ¿qué voy a hacer?”.
Y quedé paralizado sin llamar.
Alguien, desde dentro, había sentido mis pasos y se oyó una voz que preguntaba: “¿Quién está ahí?”.
Yo eché a correr escalones abajo, y me alejé de aquel lugar con mayor rapidez aún que con la que había venido. Y anoté el lugar en mi mente para no volver a acercarme a él.
Sigo caminando, sigo soñando, sigo buscando. No quiero detenerme en ningún palacio, por esplendoroso que sea, en ninguna imagen por bella que sea. Aquél a quien anhela mi alma está por encima de todo y más allá de todo.
Él es la fuerza de caminar, el aliento de mis pulmones, el motivo de mi existencia. Seguiré viviendo la aventura de mi caminar, en espera de la sorpresa eterna. (R Tagore)