Cada encuentro con el otro es un descubrimiento

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.    El trato con los otros es el catalizador de la vivencia cristiana. Todo lo demás puede ser música celestial. Me parece hermoso el amanecer o el atardecer. 0 esas horas de infinita lentitud que son los atardeceres agosteños en Madrid. En tales horas puedo sentir sospechosas cercanías celestiales. Digo «sospechosas», porque soy el primero en desconfiar. ¿Hasta dónde llega el sentimentalismo puramente estético y dónde empieza la vivencia religiosa? Desconfío. De lo que no desconfío es de la capacidad de vivencia cristiana que significa el trato gratuito, nada paternalista ni condescendiente, con los demás. Ahí está, creo, la clave. Cada encuentro con el otro como descubrimiento, no como enfrentamiento ni condescendencia. Con el otro, con cualquier otro, al margen de simpatías o antipatías, intereses o segundas intenciones. Siempre me ha parecido que un cristiano es, sobre todo, alguien con quien todo el mundo se encuentra a gusto. Es decir, reconocido como persona, valorado, respetado. Sea quien sea, piense como piense y haga lo que haga. Con una sola excepción: los fariseos. Pero, ¿quién puede juzgar donde hay un fariseo o, simplemente, una víctima de su propia historia? Por eso, tratar a la gente con respeto, humildad y alegría me parece la mejor vivencia cristiana. Para la que no hay «momentos» ni más ni menos significativos.

    El mejor cristiano que he conocido fue un profesor que todos los días llegaba a clase de buen humor y todos los días nos trataba con cariño. Esa es la vivencia cristiana en la que creo.