Un ejército celestial -es decir, los espíritus que están en la presencia de Dios en el cielo o que entonan la alabanza en el templo- se desplaza a una tierra en la que Dios es el gran ausente. Los pastores, en efecto, eran considerados como gente no honrada, al margen de la Ley. Ser pastor era un oficio poco recomendable, porque, «como la experiencia probaba, eran la mayoría de las veces tramposos y ladrones; conducían sus rebaños a propiedades ajenas y, además, robaban parte de los productos del rebaño. Por eso estaba prohibido comprarles lana, leche o cabritos» (J. Jeremías, Jerusalén en los tiempos de Jesús, Madrid 20004, 387-388). El cántico angélico deleita los oídos de esta gente marginada, por ser pecadora, en vez de resonar en el santo templo de Jerusalén, para fruición de los observantes de la Ley. Se anticipa, de este modo, uno de los motivos del tercer evangelio: Los pecadores son acogidos por Dios. A ellos, precisamente a ellos, se les anuncia la paz.
Desde luego que los pastores no gozaban de prosperidad ni de tranquilidad, compañeras, decía de la Paz. Mal se podía pedir por ellos y para ellos «el bien sea para ti», cuando, ante los ojos ortodoxos, eran gente abyecta, ignorantes de la Ley y conculcadores de la misma. Su misma vida era un fracaso; se hacía tan poco recomendable que ningún padre querría que su hijo fuera pastor. El destino que les esperaba, siempre según la ortodoxia del templo, era la gehenna. La tranquilidad y el bienestar, la calma y la bonanza no eran su patrimonio. Los pastores, sin embargo, son los primeros oyentes del evangelio de la Navidad: La gloria de Dios ha bajado del cielo y ahora proclama en la tierra, «Paz a los hombres que Dios tanto quiere.» «Al oír al coro celeste, el lector se siente inclinado a proclamar, él también, la gloria de Dios, porque el nacimiento de ese niño es la gran efusión de paz sobre todos los predilectos del Señor. Y esa paz es la fuente de una alegría que ha de inundar a todo el pueblo» (J. A. Fitzmyer, El evangelio según Lucas, II: Traducción y comentario; capítulos 1-8-21, Madrid 1987, 204). La paz, en todas las acepciones antes mencionadas, es un don divino, como pueden ver. Incluso, el don de una persona: del Señor, que es «nuestra paz.» Ahora podemos acercarnos a Dios los que estábamos o estamos lejos y también los que están cerca, porque el Señor es nuestra paz: «él, que de los dos pueblos hizo uno y derribó la barrera divisoria, la hostilidad, aboliendo en su vida mortal la Ley de los minuciosos preceptos; así, con los dos, creó en sí mismo una humanidad nueva, estableciendo la paz, y a ambos, hechos un solo cuerpo, los reconcilió con Dios por medio de la cruz, matando en sí mismo la hostilidad» (Ef. 2,14-16). ¡Qué bien suena el anuncio del coro angélico, rotas las barreras divisorias y quebrada toda hostilidad! ¡Paz a los hombres que Dios tanto quiere!