En una novela autobiográfica titulada "Mis Primeros Amores", el escritor checo Ivan Klima comparte cómo cuando joven lidió con una particular ambivalencia.
Por una parte, quería ser tan libre como sus amigos para actuar sexualmente, pero por otra algo de sí mismo le impelía a ser reticente para hacerlo. Esto suscitó en él la pregunta: ¿Se basaba su vacilación en una timidez enfermiza o en un noble deseo, un deseo de llevar su soledad a un alto nivel? Al fin, él mismo clarificó que se trataba de la segunda opción.
Llevar la propia soledad a un alto nivel no es fácil, especialmente en una cultura en que casi todo nos invita a tomar un camino de menor riesgo y resistencia. Nuestra sociedad, como aquella en la que se educó Klima, normalmente nos invita en la dirección opuesta, a tomar el camino más trillado. Incluso entre gente con fe, prevalece la idea de que, si el costo es elevado, no vale la pena mantenerse a alto nivel, retener un alto ideal. Nuestra cultura propone más bien: Es preferible rebajar tus estándares que vivir penosamente. Es preferible permitir que tu alma aguante una indignidad que acabar en soledad. Es mejor venderte barato a ti mismo que vivir solo.
Recibí yo recientemente una carta de una mujer que expresaba su frustración por no encontrar apoyo, incluso entre sus amigos de iglesia, para llevar a cabo un alto ideal. Veamos cómo lo expresa: "Hace ahora ya siete años que vivo como viuda. Esto me ha llevado a mucha desolación y soledad. Recuerdo comentarios que se me hicieron inmediatamente después de la muerte de mi esposo, provenientes de buenos amigos cristianos: ‘¿Te casarás de nuevo’? ‘Para qué casarte, júntate con alguien, sin más!’ ‘¿Para qué vivir con alguien?, duerme con él ocasionalmente, como el sábado por la noche". Esta actitud prevalece fuertemente en el grupo de mi edad. Y sin embargo, nunca observo a los escritores espirituales comentar sobre ello. Tú tienes una audiencia muy amplia. ¿Podrías escribir tú?"
Su carta sigue intentando explicar con detalle cuál es ese ideal: "Hay algo asombroso y maravilloso que los viudos -ellos y ellas- pueden ofrecer al mundo, pero que de momento no está ocurriendo. Todo el mundo está promoviendo realización personal, rendimiento y buen parecer: desde intervención médica por disfunción sexual hasta viajar con estilos de vida atractivos, vivir en bellas mansiones (siempre jóvenes, bien parecidos, siempre en pareja), fomentar intervenciones de todo tipo contra el envejecimiento: como estiramientos faciales, reducción de celulitis, etc. ¡Necesitamos una voz diferente! ¿Dónde puedes oír algo sobre las alegrías de entregarse a una vida más amplia que la nuestra, de entrar en el paisaje estéril de cuerpos y mentes que se quiebran, donde por fin el espíritu puede volar libre, sin estorbo, a través de grietas y de arrugas?"
Quizás no se trate tanto de que hayamos perdido el ideal, como de que personalmente nos hemos desesperado de poder alcanzarlo. Al fin, todos queremos todavía guardar la dignidad de nuestras almas y todos buscamos todavía a alguien que nos encuentre y nos honre aquí, con pleno respeto por lo que realmente somos. Pero, como un periodista afirmó hace poco al hacer la reseña de un libro sobre la castidad, ese ideal cobra más sentido cuando eres joven, y tienes todavía sueños sobre lo que esperas, que cuando vives en los cuarenta y hace ya mucho que has perdido la esperanza de que lo mejor te suceda algún día. Habla ella por nuestra cultura. Esta cultura que cree, como lo muestra la canción popular, que incluso un mal amor es mejor que (lo que parece ser) falta total de amor. Pero, como Doris Lessing escribió una vez: "Solamente hay un pecado real y es llamar al segundo-mejor de otra manera que como realmente es, segundo- mejor".
Cantidad de gente lidia con esto. He aquí lo que otra mujer, también viuda, escribe: "Y con el mayor respeto y honor tenemos que apelar a nuestro coraje para salir ilesos de todo lo que no sintoniza con la verdad de nuestra alma, mientras nos esforzamos por conocernos a nosotros mismos de la forma más profunda. Y si al fin nos quedamos solos con la presencia de Dios, quizás sea esa la forma que siempre tenía que ser. Con otras palabras, estoy marcando mis límites y eso me resulta muy solitario!"
Y esa puede ser una descripción bastante exacta de Jesús en el Huerto de Getsemaní. Los evangelios, al describir la pasión de Jesús, nunca se detienen demasiado en el dolor físico (la flagelación y los clavos), sino que se centran, en cambio, en su soledad moral, su soledad radical, en lo que parecía ser como "unanimidad-menos-uno". Y esto, su rechazo a hacer componendas o a transigir, fue su gran regalo para nosotros. Él pagó el precio, con sangre y soledad, para entrar en aquel paisaje estéril de cuerpos y mentes quebradas y así cargar con la soledad a un elevado nivel. A pesar de todo tipo de dolor, humillación, y soledad, rehusó ser transigente en sus ideales. Y esto le dejó muy solo.
En el interior de todo lo mejor que hay en nosotros, oímos una invitación a unirnos a Él allí justamente: Viviendo dificultosamente antes que rebajar nuestros estándares, arriesgándonos a vivir solos antes que condescender en lo que realmente somos, y quedándonos solos, hasta enormemente solos, antes que vendernos a bajo precio.