Querido hermano Carlo:
Soy un viejo lector de tus escritos. A raíz de tu muerte pasé por Spello, camino de Asís, y pude orar ante el austero nicho que guarda tus restos. Estos días leo el último libro de tu trilogía póstuma, donde figura la palabra Autobiografía bajo un título que hubiera provocado en ti un indefinible sentimiento de confusión y gratitud: “Enamorado de Dios”. Tu vida (1910-88) fue densa y larga. A los 18 años participas en una misión popular y escuchas una predicación aburrida. Pero —son tus palabras— “cuando me arrodillé ante un anciano misionero, del que recuerdo los ojos claros y sencillos, para hacer mi confesión, advertí en el silencio del alma el paso de Dios”. Luego vino tu desbordada actividad como dirigente de Acción Católica y, a tus 44 años, “la llamada más seria: la llamada a la vida contemplativa”. Los diez años en el desierto del Sahara como Hermanito de Jesús marcan tu historia a fuego lento. Volverás allí muchas veces a renovar la experiencia, porque “el desierto es realmente la patria de mi corazón”.
Un detalle curioso y significativo. Llegas a El Abiod Sidi Seik para el noviciado, y tu maestro, que era francés, te dice con la calma de un hombre que ha vivido veinte años en un mar de arena: “Hermano Carlo: hay que hacer un corte”. Lo habías dejado todo: familia, patria, idioma, cultura. Habías cambiado de continente y estabas en pleno desierto. ¿Hacer un corte? ¡Exactamente!: “Il Faut faire une coupure, Carlo”. “Comprendí qué quería decir aquella frase y decidí hacer el corte, aunque fuera doloroso”. En realidad, aún te quedaba un cuaderno con las direcciones de tus viejos amigos, que eran miles: “Tomé el cuaderno, (…) mi último lazo con el pasado, y fui a quemarlo detrás de una duna, un día de retiro. Veo todavía los negros restos del cuaderno llevados por el viento del Sahara”.
Aquel maestro era un sabio. No resisto a transcribir unas palabras que pones en sus labios acerca de la oración: “Tienes que despojar tu oración. Tienes que simplificar, desintelectualizar. Ponte ante Jesús como un pobre: sin ideas, pero con fe viva. Permanece inmóvil en un acto de amor delante del Padre. No trates de alcanzar a Dios con la inteligencia: no lo conseguirás nunca; alcánzalo con el amor; esto es posible”.
En tus escritos, especialmente en ese breve y delicioso libro que se titula “Cartas del desierto”, vas volcando tu experiencia que, sin duda alguna, muchos agradecen. Confiesas, por ejemplo: “Podríamos decir que somos lo que oramos. El grado de nuestra fe es el grado de nuestra oración; la fuerza de nuestra esperanza es la fuerza de nuestra oración; el calor de nuestra caridad es el calor de nuestra oración”. Y en otro momento: “La oración no viene de la tierra sino del cielo. El grito que me habita el pecho y me hace exclamar: ‘Dios, te amo’; el esfuerzo que hace repetir a Faraggí, el musulmán ciego, cuando camina por a la pista junto a mí: ‘¡Qué grande es Dios!’; el llanto de David: ‘Miserere’; la exaltación de María: ‘¡Magnificat!’; la lágrima que apunta en los ojos de quien se confiesa: ‘Jesús, perdóname’; la suspensión extática, repentina del científico ante las maravillas del universo, son obras del Espíritu Santo”.
Tus últimos 22 años, ya en la fraternidad de los Hermanitos del Evangelio, representan una etapa nueva en tu vida, que, “estoy seguro —dices— me acarreará gracias nuevas de la misericordia de Dios”. Efectivamente, llegas a Spello, cerca de Asís, en la vertiente sur del monte Subasio, donde vas a hermanar tu vida contemplativa y el servicio espiritual a personas y grupos de distintos lugares, culturas y religiones. Recibes la ordenación de diácono “como uno que sirve a los hermanos llevándoles el pan de la palabra y el pan de la eucaristía”. Y lo haces como miembro de una comunidad santa y pecadora por la que sientes verdadera pasión: “¡Cuán criticable eres, Iglesia, y sin embargo, cuánto te amo! ¡Cuánto me has hecho sufrir, y, sin embargo, cuánto te debo… Además, ¿adónde iría?”.
Estás convencido de que “el evangelio es una bomba atómica que puede hacerse escuchar por todos” y pides oraciones para que “quienes se paran en la soledad de esta montaña, vuelvan al llano deseosos de evangelizar a los pobres y de vivir la contemplación en las calles”. Tu plan de vida en ese suave paisaje de la Umbría italiana es tan simple y austero como nutritivo: “No permitimos siquiera el estudio, pueden hacerlo en otra parte… El que llega tiene cuatro horas de trabajo por la mañana y cuatro de oración por la tarde. Hemos desarrollado mucho la oración litúrgica, que es muy sentida por los jóvenes. Pero los acostumbramos especialmente al silencio, a ir más allá de la oración-palabra. Es una preparación para la oración-contemplación. Hoy todos sienten aridez porque no dan espacio suficiente a la oración. Tenemos que encontrar este espacio, de lo contrario, con nuestro trabajo nos convertimos en esclavos, no en hijos de Dios”.
En 1988, tu cuerpo de recio campesino no aguanta más. Son tus misterios dolorosos. El 2 de octubre recibes la Unción de enfermos y Spello se convierte casi en una meta de peregrinación. Dos días después, en la fiesta de S. Francisco de Asís, vuelves al Padre, mientras el hermano Bernard, que imita muy bien el trino de los pájaros, llena la pequeña habitación de reclamos y susurros de primavera.