Muy Sr. mío: Con el corazón de pascua, pero algo agitada porque últimamente mis amigos ateos están muy interesados en los “ecos de sociedad” de mi iglesia y también porque, como usted, ando preocupada por la marcha de nuestra familia religiosa, le comparto algunos de mis temores.
Soy de la generación que conocí a un Dios lejano, controlado por los expertos, que manipulaba conciencias, atemorizaba al personal y nos dividía en buenos y malos. Ese Dios que olía a incienso, a confesionario, a reclinatorio, a oscurantismo, a indulgencias, a velo y devocionario , a lejanía, a ojo controlador, a sacrificios para conseguir la santidad y a convertir el cuerpo y al sexo opuesto en enemigo mortal. Más tarde tuve la suerte de descubrir al Dios de Jesús, sencillo, sin oropeles ni distancias, que llamaba a unos a dejarlo todo y a seguirle, en la vida religiosa y a otros a seguirle en la vida familiar, pero que invitaba a todos a la igualdad, a la fraternidad y a la felicidad. Este Dios que nos unía, se volvía cercano, rompía distancias, púlpitos y oropeles democratizaba la vida y nos puso en marcha hacia la construcción del Reino de Dios, es decir, la gran familia humana.
Toda mi juventud estuvo dinamizada por ese Espíritu de Dios que nos invitaba a ser luz del mundo y sal de la tierra y nos impulsaba a ser adultos, maduros y a vivir la pasión por la Vida en abundancia, con una preferencia clara por los pobres y los necesitados. Todo esto lo íbamos descubriendo junto a “curas y monjas” que habían hecho una opción radical por entregar su vida a Dios y nos contagiábamos juntos del estilo de vivir de Jesús, de la vivencia de la oración y la celebración en nuestras vidas, como alimento fundamental para mantenernos coherentes y creyentes. Formábamos comunidades y dinamizábamos las parroquias y los barrios, nos comprometíamos en la vida pastoral y social y aprendimos a tratar a Dios de tú y a sentirnos personas habitadas, en vez de hablarle de vuecencia y de adorarle en los altares. Procurábamos que donde estuviéramos hiciéramos presente a Dios y que en los demás también le viéramos a El.
El Concilio Vaticano II fue el motor de este cambio que veíamos coincidía absolutamente con el mensaje del evangelio, por lo que fueron tiempos de ilusión, de aseguramiento en la fe, de opciones y compromisos fuertes con la iglesia y con la sociedad. En el trabajo, en el ocio y en el entorno procuramos ser levadura en la masa y ayudar a la gente a apasionarse por Jesús y su mensaje y a sentir a Dios como el motor de sus vidas. En nuestras familias se vivió la fe con pasión, siempre acompañados por esos religiosos que caminaban con nosotros al unísono, en igualdad y cercanía, enriqueciéndonos mutuamente social y espiritualmente. Nuestros hijos gozaron el privilegio de una fe fuerte, compartida con la comunidad cristiana, celebrada y orada en la parroquia, con unas catequesis cuidadas, (no recuerdo si eran homologadas o no), vividas de forma que los adultos fuéramos contando a los niños y jóvenes lo que representaba Dios en nuestra vida, como tesoro y como fermento y así han ido pasando los años.
Estos chicos se han ido haciendo mayores y resulta que la iglesia que les queda no les sirve porque han desaparecido los aires frescos de aquel concilio y han resucitado los sagrarios dorados, los barrotes alrededor del altar, las genuflexiones , las exposiciones del Santísimo, las palabras complicadas, la lejanía de los “sacerdotes”, (que vuelven a vestirse distintos y a gustar ser tratados de usted), los PERDONAATUPUEBLOSEÑOR, ese que está eternamente enojado y que nada tiene que ver con el Padre del hijo pródigo…
Y no les sirve, ni nos sirve esta iglesia, porque no coincide con el Jesús del evangelio, ese que se juntaba con todo tipo de gente, que era un hombre normal y corriente, que sólo se diferenciaba en su manera de amar, que se acercaba a los distintos, que celebró una cena con sus amigos, y así les enseñó cómo había que tratarse; porque comer juntos es señal de igualdad y de cercanía. Además, les demostró cómo tenían que servir a los demás, lavándoles los pies, para que quedara bien claro que, el que quiera ser el primero, no tenga que ser el que más títulos tenga, ni más efectos especiales lleve puestos, ni marque más distancias…
Porque Jesús hablaba el lenguaje de los sencillos y le entendía todo el mundo, utilizando parábolas, que es lo que comprenden los niños y los adultos y no hay que tener estudios para acoger su mensaje, pero en cambio cuando en nuestra sociedad se oye hablar a mi iglesia, utiliza palabras frías, doctas, condenatorias, lejanas y sus modos son principescos, con exceso de pompa y glamour y eso le aleja de la gente sencilla, de los que buscan a Dios Padre, ese que nos quiere a todos como somos, que tiene un gran sueño para cada ser humano, sea pecador o no, frecuente su compañía o le desconozca, disfrute de saberse habitado o no haya oído en la vida hablar de El.
Yo estoy, igual que usted, el pastor del rebaño al que pertenezco, preocupada por las ovejas alejadas , por las que no conocen a Dios, por las que le buscan en todos los sucedáneos y por las que creen que El es alguien que sólo quiere pillarnos en falta, nos infantiliza y nos convierte en borregos que no piensan. Yo también siento dolor por los que creen que a Dios hay que hacerle como a mi Caja de Ahorros, que si le presto dinero, me regala un juego de sartenes… y por eso le repiten rutinariamente palabras para atesorar méritos, sin saber que Dios solo es una gran historia de amor gratuito, pronunciada en individual y en general, un Amor que nos envuelve a todos y nos dinamiza para ser cada uno el mejor ser humano posible y además hermano de todos los demás; simplemente eso, sin tener que adorarle en estatuas, ni comprarle con oraciones prefabricadas que se convierten en beneficios posteriores.
Yo le propongo, como oveja de su rebaño, que nos deje a las 99 , que estamos seguras y salga corriendo a buscar a la que está perdida, a la que anda por ahí creyendo que Dios está en los ídolos del dinero, el trabajo, el poder, el prestigio o el “que siempre se ha hecho así”… También podría organizarnos y darnos pistas a las ovejas para que, con misericordia infinita, sepamos acoger a la perdida, a la preferida de Dios, a la que sufre, de forma que nunca condenemos a los que viven de forma diferente, como los separados, los homosexuales, los “recasados”, los…
No nos conocemos, aunque le nombro a usted con mucha frecuencia, cada vez que pedimos en las eucaristías por nuestro obispo Antonio María, y entonces aprovecho para decirle a Dios que abra sus ojos de buen pastor, para que vea con empatía a sus ovejas del año 2007, como son y como sienten, diferentes a las de generaciones anteriores, para que no les eche la bronca, cual madrastra regañona , sino que le haga brotar ternura y comprensión para hablarles como la madre que acoge a todos sus hijos, pero, de reojo, presta más atención a los más pachuchos.
Sé que andan las altas jerarquías trajinando con el tema de si se comulgó con rosquillas o si se celebró en vaqueros. Yo no sé muy bien cómo iría vestido Jesús en la última cena, pero seguro que El no le dio mucha importancia… se fijaba en otros detalles,… ni siquiera en si el pan era de trigo o no, porque entonces no podía tener amigos celiacos, ya que aún no se había descubierto la alergia al gluten pero, estoy segura de que, si El anduviera camuflado en sus reuniones, minimizaría esas pequeñas cosas que se han producido en un barrio en el que se celebra la fe entre pobres y marginados y pondría más énfasis en frenar el conservadurismo que se ha despertado, la recuperación de oros, pompas y rutinas litúrgicas, la vuelta a canciones obsoletas, que hoy no dicen nada, la rigidez de formas que alejan y aburren a tantas personas. El nos haría ser sensibles a la trágica indiferencia religiosa que estamos provocando y a la huída de los que no encuentran su sitio entre nosotros, para que generosamente saliéramos a su encuentro a llevarles la buena noticia liberadora y plenificante de saberse hijos de Dios, amados hasta el extremo.
Aunque siento pudor al escribirle esta carta, lo hago desde el sentido de la responsabilidad, porque me siento iglesia y porque creo que es algo que vamos construyendo entre todos, con la ayuda de Dios, que va trabajando en lo secreto y ha conseguido que después de dos mil años sigamos sintiéndonos sus hijos. Desde hoy oraré con más cariño por su tarea pastoral, con el deseo de que unos y otros aprovechemos las dificultades para crecer, sin perder energía en resentimientos ni reproches sino dejando fluir la positividad, la bondad y el espíritu conciliador de Jesús que nos impulsa a aportar cada uno lo mejor que tengamos para construir esta familia de los hijos de Dios. Un saludo
Mari Patxi Ayerra, una cristiana de Madrid