Carta del Papa a los católicos de China.

4 de julio de 2007

CARTA DEL SANTO PADRE

BENEDICTO XVI

A LOS OBISPOS, PRESBÍTEROS
PERSONAS CONSAGRADAS
Y FIELES LAICOS
DE LA IGLESIA CATÓLICA
EN LA REPÚBLICA POPULAR CHINA



Saludo



1.
Venerables hermanos Obispos, queridos presbíteros, personas
consagradas
y fieles laicos de la Iglesia católica en China: «
En nuestras
oraciones damos siempre gracias por vosotros a Dios, Padre de nuestro
Señor Jesucristo, desde que nos enteramos de vuestra fe en
Cristo Jesús
y del amor que tenéis a todo el pueblo santo. Os anima a
esto la
esperanza de lo que Dios os tiene reservado en los cielos […]. Desde
que nos enteramos de vuestra conducta, no dejamos de rezar y de pedir
que consigáis un conocimiento perfecto de su voluntad, con
toda
sabiduría e inteligencia espiritual. De esta manera vuestra
conducta
será digna del Señor, agradándole en
todo; fructificaréis en toda clase
de obras buenas y aumentará vuestro conocimiento de Dios. El
poder de
su gloria os dará fuerza para soportar todo con paciencia y
magnanimidad » (Col 1,3-5.9-11).



Estas palabras del
apóstol Pablo son muy apropiadas para expresar los
sentimientos que
tengo hacia vosotros como Sucesor de Pedro y Pastor universal de la
Iglesia. Sabéis bien lo presentes que estáis en
mi corazón y en mis
oraciones cotidianas, y lo profunda que es la relación de
comunión que
nos une espiritualmente.



Objetivo de esta Carta



2.
Deseo, pues, haceros llegar a todos vosotros las expresiones de mi
fraterna cercanía. Intensa es la alegría por
vuestra fidelidad a Cristo
Señor y a la Iglesia, fidelidad que habéis
manifestado « a veces
también con graves sufrimientos »[1], ya que
Dios « os ha
dado la gracia de creer en Jesucristo y aun de padecer por

él » (Flp 1,29). No obstante,
existe preocupación por algunos aspectos importantes de la
vida eclesial en vuestro País.



Sin
pretender tratar todos los detalles de problemas complejos bien
conocidos por vosotros, quisiera con esta Carta ofrecer algunas
orientaciones sobre la vida de la Iglesia y la obra de
evangelización
en China, para ayudaros a descubrir lo que el Señor y
Maestro,
Jesucristo, « la clave, el centro y el fin de toda la
historia humana »[2],
quiere de
vosotros. 

PRIMERA PARTE

SITUACIÓN DE LA IGLESIA
ASPECTOS TEOLÓGICOS



Globalización, modernidad y ateísmo

3.
Dirigiendo una mirada atenta a vuestro pueblo, que se ha distinguido
entre los demás pueblos de Asia por el esplendor de su
milenaria
civilización, con toda su experiencia sapiencial,
filosófica,
científica y artística, me complace poner de
relieve cómo,
especialmente en los últimos tiempos, ha conseguido alcanzar
también
significativas metas de progreso económico-social, atrayendo
el interés
del mundo entero.



Como ya subrayaba mi venerado Predecesor, el
Papa Juan Pablo II, también « la Iglesia
católica, por su parte,
observa con respeto este sorprendente impulso y esta clarividente
proyección de iniciativas, y brinda con
discreción su propia
contribución a la promoción y a la defensa de la
persona humana, de sus
valores, su espiritualidad y su vocación trascendente. La
Iglesia se
interesa particularmente por valores y objetivos que son de fundamental
importancia también para la China moderna: la solidaridad,
la paz, la
justicia social, el gobierno inteligente del fenómeno de la
globalización »[3].



La
tensión hacia el deseado y necesario desarrollo
económico y social, y
la búsqueda de modernidad coinciden con dos
fenómenos diferentes y
contrapuestos, pero que se han de valorar igualmente con prudencia y
con espíritu apostólico positivo. Por una parte
se advierte,
especialmente entre los jóvenes, un creciente
interés por la dimensión
espiritual y trascendente de la persona humana, con el consiguiente
interés por la religión, particularmente por el
cristianismo. Por otra,
también se ve en China la tendencia al materialismo y al
hedonismo, que
desde las grandes ciudades se están difundiendo dentro del
País[4].



En
este contexto, en el que estáis llamados a actuar, deseo
recordaros lo
que el Papa Juan Pablo II subrayó con voz potente y
vigorosa: la nueva
evangelización exige el anuncio del Evangelio [5]
al hombre moderno, con la conciencia de que, igual que durante el
primer milenio cristiano la Cruz fue plantada en Europa y durante el
segundo en América y en África, así
durante el tercer milenio se
recogerá una gran mies de fe en el vasto y vital continente
asiático[6].



« ¡Duc in altum! (Lc
5,4). Esta palabra resuena también hoy para nosotros y nos
invita a
recordar con gratitud el pasado, a vivir con pasión el
presente y a
abrirnos con confianza al futuro: “Jesucristo es el mismo,
ayer, hoy y
siempre” (Hb 13,8) »[7].
También en China la Iglesia está llamada a ser
testigo de Cristo, a
mirar hacia adelante con esperanza y a tomar conciencia —en
el anuncio
del Evangelio— de los nuevos desafíos que el
pueblo chino tiene que
afrontar.



La Palabra de Dios nos ayuda, una vez más, a descubrir
el sentido misterioso y profundo del camino de la Iglesia en el mundo.
En efecto, « una de las principales visiones del Apocalipsis
tiene por
objeto este Cordero en el momento en que abre un libro, que antes
estaba sellado con siete sellos, y que nadie era capaz de soltar. San
Juan se presenta incluso llorando, porque nadie era digno de abrir el
libro y de leerlo (cf. Ap 5,4). La historia es
indescifrable,
incomprensible. Nadie puede leerla. Quizás este llanto de
san Juan ante
el misterio tan oscuro de la historia expresa el desconcierto de las
Iglesias asiáticas por el silencio de Dios ante las
persecuciones a las
que estaban sometidas en aquel momento. Es un desconcierto en el que
puede reflejarse muy bien nuestra sorpresa ante las graves
dificultades, incomprensiones y hostilidades que también hoy
sufre la
Iglesia en varias partes del mundo. Son sufrimientos que ciertamente la
Iglesia no se merece, como tampoco Jesús se
mereció el suplicio. Ahora
bien, revelan la maldad del hombre, cuando se deja llevar por las
sugestiones del mal, y la dirección superior de los
acontecimientos por
parte de Dios »[8].



Hoy,
como ayer, anunciar el Evangelio significa anunciar y dar testimonio de
Jesucristo crucificado y resucitado, el Hombre nuevo, vencedor del
pecado y de la muerte. Él permite a los seres humanos entrar
en un
nueva dimensión donde la misericordia y el amor, incluso
para con el
enemigo, dan fe de la victoria de la Cruz sobre toda debilidad y
miseria humana. También en vuestro País, el
anuncio de Cristo
crucificado y resucitado será posible en la medida en que
con fidelidad
al Evangelio, en comunión con el Sucesor del
apóstol Pedro y con la
Iglesia universal, sepáis poner en práctica los
signos del amor y de la
unidad (« que os améis unos a otros como yo os he
amado. La señal por
la que conocerán que sois discípulos
míos, será que os amáis unos a
otros […]. Que todos sean uno, como tú, Padre, en
mí y yo en ti, que
ellos también lo sean en nosotros, para que el mundo crea
que tú me has
enviado »: Jn 13,34-35; 17,21).



Disponibilidad para un diálogo respetuoso y constructivo



4.
Como Pastor universal de la Iglesia, deseo manifestar viva gratitud al
Señor por el sufrido testimonio de fidelidad que ha dado la
comunidad
católica china en circunstancias realmente
difíciles. Al mismo tiempo,
siento como mi deber íntimo e irrenunciable y como
expresión de mi amor
de padre, la urgencia de confirmar en la fe a los católicos
chinos y
favorecer su unidad con los medios que son propios de la Iglesia.



Sigo
también con particular interés los
acontecimientos de todo el pueblo
chino, hacia el cual manifiesto un vivo aprecio y sentimientos de
amistad, llegando a formular el deseo « de ver pronto
establecidas vías
concretas de comunicación y colaboración entre la
Santa Sede y la
República Popular China », ya que « la
amistad se alimenta de
contactos, de comunión de sentimientos en las situaciones
alegres y
tristes, de solidaridad y de intercambio de ayuda »[9].
Y en esta perspectiva mi venerado Predecesor
añadía: « No es un
misterio para nadie que la Santa Sede, en nombre de toda la Iglesia
católica y, según creo, en beneficio de toda la
humanidad, desea la
apertura de un espacio de diálogo con las Autoridades de la
República
Popular China, en el cual, superadas las incomprensiones del pasado,
puedan trabajar juntas por el bien del pueblo chino y por la paz en el
mundo »[10].



Soy
consciente de que la normalización de las relaciones con la
República
Popular China requiere tiempo y presupone la buena voluntad de las dos
partes. Por otro lado, la Santa Sede está siempre abierta a
las
negociaciones que sean necesarias para superar el difícil
momento
presente.



En efecto, esta penosa situación de malentendidos e
incomprensiones no favorece ni a las Autoridades chinas ni a la Iglesia
católica en China. Como declaraba el Papa Juan Pablo II
recordando lo
que el padre Matteo Ricci escribió desde Pekín[11],

« tampoco la
Iglesia católica de hoy pide a China y a sus Autoridades
políticas ningún privilegio,
sino únicamente poder reanudar el diálogo, para
llegar a una relación
basada en el respeto recíproco y en el conocimiento profundo
»[12].
Que China lo sepa: la Iglesia católica tiene el vivo
propósito de
ofrecer, una vez más, un servicio humilde y desinteresado,
en lo que le
compete, por el bien de los católicos chinos y por el de
todos los
habitantes del País.



Además, por lo que atañe a las relaciones
entre la comunidad política y la Iglesia en China, es bueno
recordar la
luminosa enseñanza del Concilio Vaticano II que declara:
« La Iglesia,
que en razón de su función y de su competencia no
se confunde de ningún
modo con la comunidad política y no está ligada a
ningún sistema
político, es al mismo tiempo signo y salvaguardia de la
trascendencia
de la persona humana ». Y en este sentido añade:

« La comunidad
política y la Iglesia son entre sí independientes
y autónomas en su
propio campo. Sin embargo, ambas, aunque por diverso título,
están al
servicio de la vocación personal y social de los mismos
hombres. Este
servicio lo realizan tanto más eficazmente en bien de todos
cuanto
procuren mejor una sana cooperación entre ambas, teniendo en
cuenta
también las circunstancias de lugar y tiempo »[13].



Por
tanto, la misión de la Iglesia católica en China
no es la de cambiar la
estructura o la administración del Estado, sino la de
anunciar a
Cristo, Salvador del mundo, a los hombres apoyándose

—para el
cumplimiento de su propio apostolado— en la potencia de Dios.
Como
recordaba en mi Encíclica Deus caritas est,
« La Iglesia no puede ni debe emprender por cuenta propia la
empresa
política de realizar la sociedad más justa
posible. No puede ni debe
sustituir al Estado. Pero tampoco puede ni debe quedarse al margen en
la lucha por la justicia. Debe insertarse en ella a través
de la
argumentación racional y debe despertar las fuerzas
espirituales, sin
las cuales la justicia, que siempre exige también renuncias,
no puede
afirmarse ni prosperar. La sociedad justa no puede ser obra de la
Iglesia, sino de la política. No obstante, le interesa
sobremanera
trabajar por la justicia esforzándose por abrir la
inteligencia y la
voluntad a las exigencias del bien »[14].



A
la luz de estos principios irrenunciables, no puede buscarse la
solución de los problemas existentes a través de
un conflicto
permanente con las Autoridades civiles legítimas; al mismo
tiempo, sin
embargo, no es aceptable una docilidad a las mismas cuando interfieran
indebidamente en materias que conciernen a la fe y la disciplina de la
Iglesia. Las Autoridades civiles son muy conscientes de que la Iglesia,
en su enseñanza, invita a los fieles a ser buenos
ciudadanos,
colaboradores respetuosos y activos del bien común en su
País, pero
también está claro que ella pide al Estado que
garantice a los mismos
ciudadanos católicos el pleno ejercicio de su fe, en el
respeto de una
auténtica libertad religiosa.



Comunión entre las Iglesias particulares en la Iglesia universal



5.
Iglesia católica en China, pequeña grey presente
y operante en la
vastedad de un inmenso Pueblo que camina en la historia,
¡cómo resuenan
alentadoras y provocadoras para ti las palabras de Jesús:
« No temas,
pequeño rebaño; porque vuestro Padre ha tenido a
bien daros el Reino » (Lc
12,32)! « Vosotros sois la sal de la tierra […]. La luz del
mundo ».
Por tanto, « alumbre así vuestra luz a los
hombres, para que vean
vuestras buenas obras y den gloria a vuestro a Padre que
está en el
cielo » (Mt 5,13.14.16).



En la Iglesia católica en China
se hace presente la Iglesia universal, la Iglesia de Cristo, que en el
Credo confesamos una, santa, católica y
apostólica, es decir, la
comunidad universal de los discípulos del Señor.



Como vosotros
sabéis, la profunda unidad, que vincula entre sí
a las Iglesias
particulares existentes en China y que las pone también en
íntima
comunión con todas las demás Iglesias
particulares esparcidas por el
mundo, se basa, además de en la misma fe y en el Bautismo
común, sobre
todo en la Eucaristía y en el Episcopado[15].
Y la unidad del Episcopado, del cual « el Romano
Pontífice, como
sucesor de Pedro, es el principio y fundamento perpetuo y visible

»[16],
continúa a lo largo de los siglos a través de la
sucesión apostólica y
es también fundamento de la identidad de la Iglesia de todo
tiempo con
la Iglesia edificada por Cristo sobre Pedro y sobre los otros
Apóstoles[17].



La
doctrina católica enseña que el Obispo es
principio y fundamento
visible de la unidad en la Iglesia particular, confiada a su ministerio
pastoral[18].
Pero en cada Iglesia particular, para que ésta sea
plenamente Iglesia,
tiene que estar presente la suprema autoridad de la Iglesia, es decir,
el Colegio episcopal junto con su Cabeza el Romano
Pontífice, y nunca
sin él. Por tanto, el ministerio del Sucesor de Pedro
pertenece a la
esencia de cada Iglesia particular « desde dentro »[19].
Además, la comunión de todas las Iglesias
particulares en la única
Iglesia católica y, por tanto, la comunión
jerárquica ordenada de todos
los Obispos, sucesores de los Apóstoles, con el Sucesor de
Pedro, son
garantía de la unidad de la fe y de la vida de todos los
católicos.
Para la unidad de la Iglesia en cada nación es
indispensable, pues, que
cada Obispo esté en comunión con los otros
Obispos, y que todos estén
en comunión visible y concreta con el Papa.



Nadie es extranjero
en la Iglesia, sino que todos son ciudadanos del mismo Pueblo, miembros
del mismo Cuerpo Místico de Cristo. La
Eucaristía, garantizada por el
ministerio de los Obispos y de los presbíteros, es
vínculo de comunión
sacramental[20].



Toda
la Iglesia en China está llamada a vivir y manifestar esta
unidad en
una espiritualidad de comunión más rica que,
teniendo en cuenta las
complejas situaciones concretas en que se encuentra la comunidad
católica, crezca también en una
armónica comunión jerárquica. Por
tanto, Pastores y fieles están llamados a defender y
salvaguardar lo
que pertenece a la doctrina y a la tradición de la Iglesia.



Tensiones y divisiones dentro de la Iglesia: perdón y reconciliación

  1. Dirigiéndose a toda la Iglesia con la Carta
    apostólica Novo millennio ineunte,
    mi venerado Predecesor, el Papa Juan Pablo II, afirmaba que un
    «
    aspecto importante en que será necesario poner un decidido
    empeño
    programático, tanto en el ámbito de la Iglesia
    universal como de las
    Iglesias particulares, es el de la comunión (koinonía),
    que encarna y manifiesta la esencia misma del misterio de la Iglesia.
    La comunión es el fruto y la manifestación de
    aquel amor que, surgiendo
    del corazón del eterno Padre, se derrama en nosotros a
    través del
    Espíritu que Jesús nos da (cf. Rm

5,5), para hacer de todos nosotros “un solo
corazón y una sola alma” (Hch
4,32). Realizando esta comunión de amor, la Iglesia se
manifiesta como
“sacramento”, o sea, “signo e instrumento
de la íntima unión con Dios y
de la unidad del género humano”. Las palabras del
Señor a este respecto
son demasiado precisas como para minimizar su alcance. Muchas cosas
serán necesarias para el camino histórico de la
Iglesia también en este
nuevo siglo; pero si faltara la caridad (agapé),
todo sería inútil. Nos lo recuerda el
apóstol Pablo en el himno a la caridad:
aunque habláramos las lenguas de los hombres y los

ángeles, y
tuviéramos una fe “que mueve las
montañas”, si faltamos a la caridad,
todo sería “nada” (cf. 1 Co 13,2).
La caridad es verdaderamente el
“corazón” de la Iglesia »[21].



Estas
indicaciones, que atañen a la naturaleza misma de la Iglesia
universal,
tienen un significado particular para la Iglesia en China. En efecto,
vosotros no ignoráis los problemas que ella está
afrontando para
superar —en su interior y en sus relaciones con la sociedad
civil
china— tensiones, divisiones y recriminaciones.



A este respecto,
ya el año pasado, hablando de la Iglesia naciente,
recordé que « la
comunidad de los discípulos desde el inicio experimenta no
sólo la
alegría del Espíritu Santo, la gracia de la
verdad y del amor, sino
también la prueba, constituida sobre todo por los contrastes
en lo que
atañe a las verdades de fe, con las consiguientes
laceraciones de la
comunión. Del mismo modo que la comunión del amor
existe ya desde el
inicio y existirá hasta al final (cf. 1 Jn 1,1ss),
así por
desgracia desde el inicio existe también la
división. No debe
sorprendernos que exista la división también hoy
[…]. Siempre existe
el peligro de perder la fe y, por tanto, también de perder
el amor y la
fraternidad. Por consiguiente, quien cree en la Iglesia del amor y
quiere vivir en ella tiene el deber preciso de reconocer
también este
peligro »[22].



La
historia de la Iglesia nos enseña, además, que no
se manifiesta una
auténtica comunión sin un fatigoso esfuerzo de
reconciliación[23].
En efecto, la purificación de la memoria, el
perdón de quien ha obrado
mal, el olvido de los daños sufridos y la
pacificación de los corazones
en el amor, que se han de realizar en el nombre de Jesús
crucificado y
resucitado, pueden exigir la superación de actitudes o
visiones
personales, nacidas de experiencias dolorosas o difíciles,
pero son
pasos urgentes que se han de dar para aumentar y manifestar los
vínculos de comunión entre los fieles y los
Pastores de la Iglesia en
China.



Por eso, ya mi venerado Predecesor os había dirigido en
varias ocasiones una apremiante invitación al
perdón y a la
reconciliación. A este respecto, me gusta recordar un
fragmento del
mensaje que él os mandó al aproximarse el
Año Santo del 2000: « Al
prepararos para la celebración del gran jubileo, recordad
que en la
tradición bíblica este momento ha implicado
siempre la obligación de
perdonarse las ofensas unos a otros, reparar las injusticias cometidas
y reconciliarse con los demás. También a vosotros
se ha anunciado la

“gran alegría preparada para todos los
pueblos”: el amor y la
misericordia del Padre, la redención realizada por Cristo.
En la medida
en que vosotros mismos estéis dispuestos a aceptar este
anuncio gozoso,
podréis transmitirlo, con vuestra vida, a todos los hombres
y mujeres
con quienes tenéis contacto. Deseo ardientemente que
secundéis las
sugerencias interiores del Espíritu Santo,
perdonándoos unos a otros
todo lo que debéis perdonaros, acercándoos y
aceptándoos
recíprocamente, y superando las barreras para eliminar todo
lo que
pueda separaros. No olvidéis las palabras de
Jesús durante la última
cena: “En esto conocerán todos que sois
discípulos míos: si os tenéis
amor los unos a los otros” (Jn 13,35). He
sabido con alegría que
queréis ofrecer, como don muy valioso para la
celebración del gran
jubileo, la unidad entre vosotros y con el Sucesor de Pedro. Este
propósito es seguramente fruto del Espíritu, que
guía a su Iglesia por
los difíciles caminos de la reconciliación y la
unidad »[24].



Todos
somos conscientes de que este camino no podrá realizarse de
un día para
otro, pero estad seguros de que la Iglesia entera elevará
una
insistente oración por vosotros con este objetivo.



Además, tened
presente que vuestro camino de reconciliación
está apoyado por el
ejemplo y la oración de muchos « testigos de la fe

» que han sufrido y
han perdonado, ofreciendo su vida por el futuro de la Iglesia
católica
en China. Su misma existencia representa una bendición
permanente para
vosotros ante el Padre celestial y su memoria producirá
abundantes
frutos.



Comunidades eclesiales y organismos estatales:
relaciones que se han de vivir en la verdad y en la caridad




7.
Un análisis atento de la situación dolorosa con
fuertes contrastes ya
mencionada (cf. n. 6), que afecta a fieles laicos y Pastores, pone de
relieve, entre las diversas causas, el papel significativo que han
desempeñado organismos que han sido impuestos como
responsables
principales de la vida de la comunidad católica. En efecto,
todavía hoy
el reconocimiento por parte de dichos organismos es el criterio para
declarar como legales, y por tanto « oficiales »,
una comunidad, una
persona o un lugar religioso. Todo esto ha causado divisiones, tanto
entre el clero como entre los fieles. Es una situación que
depende
sobre todo de factores externos a la Iglesia, pero que ha condicionado
seriamente su camino, dando también lugar a sospechas,
acusaciones
recíprocas y denuncias, y que sigue siendo para ella una de
sus
preocupantes debilidades.



Por lo que concierne a la delicada
cuestión de las relaciones que se han de tener con los
organismos del
Estado, es particularmente iluminadora la invitación del
Concilio
Vaticano II a seguir la palabra y el modo de actuar de Jesucristo. En
efecto, Él, « negándose a ser un
Mesías político y dominador por la
fuerza[25],
prefirió decir
que él era el Hijo del hombre, que ha venido “a
servir y dar su vida para redención de muchos” (Mc

10,45). Se ofreció como el Siervo perfecto de Dios[26], que
“no rompe la
caña cascada y no extingue la mecha humeante” (Mt 12,20).
Reconoció los derechos del poder civil al ordenar dar el
tributo al
César, pero advirtió con claridad que deben
respetarse los derechos
superiores de Dios: “Dad al César lo que es del
César y a Dios lo que
es de Dios” (Mt 22,21). Finalmente,
completando en la cruz la
obra de redención, con la que adquirió la
salvación y la verdadera
libertad para los hombres, concluyó su
revelación. Dio testimonio de la
verdad[27],
pero no quiso imponerla por
la fuerza a los que le contradecían. Pues su Reino no se
defiende a golpes[28],
sino que se establece dando testimonio de la verdad y
oyéndola, y crece
por el amor con que Cristo, exaltado en la cruz, atrae a los hombres
hacia Él (cf. Jn 12,32) »[29].



Verdad
y amor son las dos columnas basilares de la vida de la comunidad
cristiana. Por este motivo recordaba que « la Iglesia del
amor es
también la Iglesia de la verdad, entendida ante todo como
fidelidad al
Evangelio encomendado por el Señor Jesús a los
suyos […]. Pero la
familia de los hijos de Dios, para vivir en la unidad y en la paz,
necesita alguien que la conserve en la verdad y la guíe con
discernimiento sabio y autorizado: es lo que está llamado a
hacer el
ministerio de los Apóstoles. Aquí llegamos a un
punto importante. La
Iglesia es totalmente del Espíritu, pero tiene una
estructura, la
sucesión apostólica, a la que compete la
responsabilidad de garantizar
la permanencia de la Iglesia en la verdad donada por Cristo, de la que
deriva también la capacidad del amor […]. Los
Apóstoles y sus
sucesores son, por consiguiente, los custodios y los testigos
autorizados del depósito de la verdad entregada a la
Iglesia, como son
también los ministros de la caridad; estos dos aspectos van
juntos
[…]. La verdad y el amor son dos caras del mismo don que viene de
Dios y, gracias al ministerio apostólico, es custodiado en
la Iglesia y
llega a nosotros hasta la actualidad »[30].



Por
tanto, el Concilio Vaticano II subraya que « nuestro respeto
y amor
deben extenderse también a aquellos que en materia social,
política e
incluso religiosa sienten y actúan de modo diferente al
nuestro; y
cuanto más íntimamente comprendamos con humanidad
y amor su manera de
pensar, más fácilmente podremos dialogar con
ellos ». Pero, nos
advierte el mismo Concilio, « este amor y esta benignidad no
deben de
ninguna manera hacernos indiferentes ante la verdad y el bien
»[31].



Considerando « el plan originario de Jesús
»[32],
resulta evidente que la pretensión de algunos organismos,
que el Estado
ha querido y que son ajenos a la estructura de la Iglesia, de ponerse
por encima de los Obispos mismos y de dirigir la vida de la comunidad
eclesial, no está de acuerdo con la doctrina
católica, según la cual la
Iglesia es « apostólica », como ha
reiterado también el Concilio
Vaticano II. La Iglesia es apostólica « por su

origen, ya que fue construida sobre el “fundamento
de los Apóstoles” (Ef 2,20);
por su enseñanza, que es la misma de los
Apóstoles; por su estructura,
en cuanto es instruida, santificada y gobernada, hasta la vuelta de
Cristo, por los Apóstoles, gracias a sus sucesores, los
Obispos, en
comunión con el sucesor de Pedro »[33].
Por lo cual, en cada Iglesia particular, sólo « el
Obispo diocesano
apacienta en nombre del Señor el rebaño a

él confiado como Pastor
propio, ordinario e inmediato » [34]
y, a nivel nacional, solamente una Conferencia Episcopal
legítima puede
formular orientaciones pastorales, válidas para toda la
comunidad
católica del País interesado[35].



La
finalidad declarada de los mencionados organismos de poner en
práctica
« los principios de independencia y autonomía,
autogestión y
administración democrática de la Iglesia

»[36],
es también inconciliable con la doctrina católica
que, desde los
antiguos Símbolos de fe, profesa que la Iglesia es
« una, santa,
católica y apostólica ».



A la luz de los principios antedichos,
los Pastores y los fieles laicos recordarán que la
predicación del
Evangelio, la catequesis y las obras caritativas, la acción
litúrgica y
cultual, así como todas las opciones pastorales competen

únicamente a
los Obispos junto con sus sacerdotes en la continuidad permanente de la
fe, transmitida por los Apóstoles en las Sagradas Escrituras
y en la
Tradición, y por tanto no pueden estar sometidas a ninguna
interferencia externa.



Teniendo en cuenta esta situación
difícil, muchos miembros de la comunidad católica
se preguntan si el
reconocimiento por parte de las Autoridades civiles
—necesario para
actuar públicamente— compromete de
algún modo la comunión con la
Iglesia universal. Sé bien que esta problemática
preocupa dolorosamente
el corazón de los Pastores y fieles. A este respecto
considero, en
primer lugar, que la obligada y valiente salvaguardia del
depósito de
la fe y de la comunión sacramental y jerárquica
no se oponga, de por
sí, al diálogo con las Autoridades sobre aquellos
aspectos de la vida
de la comunidad eclesial que pertenecen al ámbito civil.
Además, no se
ven dificultades particulares para la aceptación del
reconocimiento
concedido por las Autoridades civiles, a menos que ello comporte la
negación de principios irrenunciables de la fe y de la
comunión
eclesiástica. En cambio, en bastantes casos concretos, si no
en casi
todos, en el proceso de reconocimiento intervienen organismos que
obligan a las personas implicadas a asumir actitudes, a realizar gestos
y a adquirir compromisos que son contrarios a los dictámenes
de su
conciencia como católicos. Comprendo, pues, lo
difícil que resulta
determinar en estas diversas condiciones y circunstancias la
opción
correcta para actuar. Por este motivo la Santa Sede, después
de
reafirmar los principios, deja la decisión a cada Obispo
que, después
de escuchar a su presbiterio, está en condiciones de conocer
mejor la
situación local, sopesar las posibilidades concretas de
opción y
valorar las eventuales consecuencias dentro de la comunidad diocesana.
Podría suceder que la decisión final no encuentre
el consenso de todos
los sacerdotes y fieles. Espero, sin embargo, que esta
decisión sea
acogida, aunque fuera con sufrimiento, y que se mantenga la unidad de
la comunidad diocesana con el propio Pastor.



Será conveniente,
además, que Obispos y presbíteros, con verdadero
corazón de pastores,
procuren de todos modos que no se dé lugar a situaciones
escandalosas,
aprovechando los ocasiones que se presenten para formar la conciencia
de los fieles, con particular atención a los más
débiles: todo se ha de
vivir en la comunión y comprensión fraterna,
evitando juicios y
condenas recíprocas. Se debe tener también
presente que en este caso
para valorar la moralidad de un acto, especialmente cuando falta un
verdadero espacio de libertad, hay que poner especial cuidado en
conocer las intenciones reales de la persona interesada, más
allá de su
falta objetiva. Cada caso tendrá que ser, pues, examinado
singularmente, teniendo en cuenta las circunstancias.



El Episcopado chino



8.
En la Iglesia, Pueblo de Dios, ejercer el oficio de «
enseñar,
santificar y gobernar » corresponde sólo a los
ministros sagrados,
ordenados debidamente después de una adecuada
instrucción y formación.
Los fieles laicos pueden, con la misión canónica
por parte del Obispo,
desempeñar un ministerio eclesial útil de
transmisión de la fe.



En
años recientes, por varias causas, vosotros, Hermanos en el
episcopado,
habéis encontrado dificultades, ya que personas no
« ordenadas », y a
veces incluso no bautizadas, controlan y toman decisiones sobre
importantes cuestiones eclesiales en nombre de varios organismos
estatales, incluida la del nombramiento de los Obispos. Como
consecuencia, se ha producido un menoscabo de los ministerios petrino y
episcopal debido a una visión de la Iglesia según
la cual el Sumo
Pontífice, los Obispos y los sacerdotes, corren el riesgo de
convertirse de hecho en personas sin oficio y sin poder. En cambio,
como se decía, los ministerios petrino y episcopal son
elementos
esenciales e integrales de la doctrina católica sobre la
estructura
sacramental de la Iglesia. Esta naturaleza de la Iglesia es un don del
Señor Jesús, porque « él ha
constituido a unos, apóstoles, a otros,
profetas, a otros, evangelizadores, a otros, pastores y maestros, para
el perfeccionamiento de los fieles, en función de su
ministerio, y para
la edificación del cuerpo de Cristo; hasta que lleguemos
todos a la
unidad en la fe y en el conocimiento del Hijo de Dios, al Hombre
perfecto, a la medida de Cristo en su plenitud” (Ef

4,11-13).



La
comunión y la unidad —me sea permitido repetirlo
(cf. n. 5)— son
elementos esenciales e integrales de la Iglesia católica:
por tanto, el
proyecto de una Iglesia « independiente » de la
Santa Sede, en ámbito
religioso, es incompatible con la doctrina católica.

Soy
consciente de las graves dificultades que tenéis que
afrontar en dicha
situación para manteneros fieles a Cristo, a su Iglesia y al
Sucesor de
Pedro. Recordándoos —como ya afirmaba san Pablo
(cf. Rm
8,35-39)— que ninguna dificultad puede separarnos del amor de
Cristo,
espero que sabréis hacer todo lo posible, confiando en la
gracia del
Señor, para salvaguardar la unidad y la comunión
eclesial incluso a
costa de grandes sacrificios.



Muchos miembros del Episcopado
chino, que han regido la Iglesia en estas últimas
décadas, han ofrecido
y ofrecen a las propias comunidades y a la Iglesia universal un
testimonio luminoso. Una vez más, brota del
corazón un himno de
alabanza y agradecimiento al « supremo Pastor » del
rebaño (1 P 5,4).
En efecto, no se puede olvidar que muchos de ellos han padecido
persecución y han sido impedidos en el ejercicio de su
ministerio, y
algunos de ellos han hecho fecunda la Iglesia con la efusión
de su
propia sangre. Los nuevos tiempos y el consiguiente desafío
de la nueva
evangelización ponen de relieve la función del
ministerio episcopal.
Como decía Juan Pablo II a los Pastores de todo el mundo,
congregados
en Roma para la celebración del Jubileo, « el
pastor es el primer
responsable y animador de la comunidad eclesial, tanto en la exigencia
de comunión como en la proyección misionera.
Frente al relativismo y al
subjetivismo que contaminan gran parte de la cultura
contemporánea, los
obispos están llamados a defender y promover la unidad
doctrinal de sus
fieles. Solícitos por las situaciones en las que se pierde o
ignora la
fe, trabajan con todas sus fuerzas en favor de la
evangelización,
preparando para ello a sacerdotes, religiosos y laicos y poniendo a su
disposición los recursos necesarios »[37].



En
la misma ocasión mi venerado Predecesor recordaba que
« para el Obispo,
sucesor de los Apóstoles, Cristo lo es todo. Puede repetir a
diario con
Pablo: “Para mí la vida es Cristo” (Flp
1,21). Esto es lo que él
debe testimoniar con toda su conducta. El Concilio Vaticano II
enseña:
“Los Obispos han de prestar atención a su
misión apostólica como
testigos de Cristo ante todos los hombres” (Christus Dominus, 11)

»[38].



Respecto
al servicio episcopal, aprovecho la ocasión para recordar lo
que dije
recientemente: « Los Obispos tienen la primera
responsabilidad de
edificar la Iglesia como familia de Dios y como lugar de ayuda
recíproca y de disponibilidad. Para poder cumplir esta
misión habéis
recibido, con la consagración episcopal, tres oficios
peculiares: el munus docendi, el munus sanctificandi y el munus regendi, que en
conjunto constituyen el munus pascendi. En
particular, el munus regendi

tiene como finalidad el crecimiento en la comunión eclesial,
es decir,
la construcción de una comunidad concorde en la escucha de
la enseñanza
de los Apóstoles, en la fracción del pan, en la
oración y en la unión
fraterna. Íntimamente unido a los oficios de
enseñar y santificar, el
de gobernar —es decir, el munus regendi
constituye para el Obispo un auténtico acto de amor a Dios y
al prójimo, que se manifiesta en la caridad pastoral

»[39].



Como
ocurre en el resto del mundo, también en China la Iglesia es
gobernada
por Obispos que, por medio de la ordenación episcopal
recibida de manos
de por otros Obispos ordenados válidamente, han recibido,
junto con el
oficio de santificar, también los oficios de
enseñar y de gobernar el
pueblo que se les ha confiado en las respectivas Iglesias particulares,
con una potestad que es otorgada por Dios mediante la gracia del
sacramento del Orden. Los oficios de enseñar y de gobernar
sin embargo,
« por su propia naturaleza, no pueden ejercerse sino en
comunión
jerárquica con la Cabeza y con los miembros del Colegio
» de los Obispos[40].
En efecto —precisa el mismo Concilio Vaticano II—

« uno queda
constituido miembro del Colegio episcopal en virtud de la
consagración
episcopal y por la comunión jerárquica con la
Cabeza y con los miembros
del Colegio »[41].



Actualmente,
todos los Obispos de la Iglesia católica en China son hijos
del Pueblo
chino. No obstante las muchas y graves dificultades, la Iglesia
católica en China, por una particular gracia del
Espíritu Santo, nunca
ha estado privada del ministerio de legítimos Pastores que
han
conservado intacta la sucesión apostólica.
Debemos dar gracias al Señor
por esta presencia constante y sufrida de Obispos, que han recibido la
ordenación episcopal de acuerdo con la tradición
católica, es decir, en
comunión con el Obispo de Roma, Sucesor de Pedro, y de manos
de
Obispos, ordenados válida y legítimamente,
observando el rito de la
Iglesia católica.



Algunos de ellos, no queriendo someterse a un
control indebido ejercido sobre la vida de la Iglesia, y deseosos de
mantener su plena fidelidad al Sucesor de Pedro y a la doctrina
católica, se han visto obligados a recibir la
consagración
clandestinamente. La clandestinidad no está contemplada en
la
normalidad de la vida de la Iglesia, y la historia enseña
que Pastores
y fieles han recurrido a ella sólo con el doloroso deseo de
mantener
íntegra la propia fe y de no aceptar injerencias de
organismos
estatales en lo que atañe a la intimidad de la vida de la
Iglesia. Por
este motivo, la Santa Sede desea que estos legítimos
Pastores puedan
ser reconocidos como tales por las Autoridades gubernativas, incluso
para los efectos civiles —en la medida en que sean
necesarios— y que
todos los fieles puedan expresar libremente la propia fe en el contexto
social en el que viven.



Otros Pastores, en cambio, impulsados
por circunstancias particulares han consentido en recibir la
ordenación
episcopal sin el mandato pontificio, pero después han
solicitado que se
les acoja en la comunión con el Sucesor de Pedro y con los
otros
Hermanos en el episcopado. El Papa, considerando la sinceridad de sus
sentimientos y la complejidad de la situación, y teniendo
presente el
parecer de los Obispos más cercanos, en virtud de la propia
responsabilidad de Pastor universal de la Iglesia, les ha concedido el
pleno y legítimo ejercicio de la jurisdicción
episcopal. Esta
iniciativa del Papa nació del conocimiento de las
circunstancias
particulares de su ordenación, así como de su
profunda preocupación
pastoral por favorecer el restablecimiento de una comunión
plena. Por
desgracia, en la mayoría de los casos, los sacerdotes y los
fieles no
han sido informados adecuadamente de la legitimación
concedida a su
Obispo, y eso ha dado lugar a no pocos y graves problemas de
conciencia. Más aún, algunos Obispos legitimados
no han manifestado
gestos que comprobaran claramente el hecho de su
legitimación. Por este
motivo es indispensable que, para el bien espiritual de las comunidades
diocesanas correspondientes, esta legitimación se haga de
dominio
público en breve tiempo y que estos Prelados legitimados
expresen cada
vez más gestos inequívocos de plena
comunión con el Sucesor de Pedro.



Finalmente,
no faltan algunos Obispos —en número muy
reducido— que han sido
ordenados sin el mandato pontificio y no han pedido, o no la han
conseguido todavía, la legitimación necesaria.
Según la doctrina de la
Iglesia católica éstos han de considerarse
ilegítimos, pero ordenados
válidamente, cuando exista la certeza de que han recibido la
ordenación
de Obispos ordenados válidamente y que han respetado el rito
católico
de la ordenación episcopal. Ellos, por tanto, aunque no
estén en
comunión con el Papa, ejercen válidamente su
ministerio en la
administración de los sacramentos, si bien de modo
ilegítimo. ¡Qué gran
riqueza espiritual sería para la Iglesia en China si,
dándose las
condiciones necesarias, estos Pastores llegaran también a la
comunión
con el Sucesor de Pedro y con todo el Episcopado católico!
No sólo
sería legitimado su ministerio episcopal, sino
también sería más rica
su comunión con los sacerdotes y con los fieles que
consideran a la
Iglesia en China parte de la Iglesia católica, unida con el
Obispo de
Roma y con todas las otras Iglesias particulares esparcidas por el
mundo.



En cada nación todos los Obispos legítimos
constituyen
una Conferencia Episcopal, regida por un estatuto propio que,
según el
Derecho Canónico, debe ser aprobado por la Sede
Apostólica. La
Conferencia Episcopal expresa la comunión fraterna de todos
los Obispos
de una nación y trata las cuestiones doctrinales y
pastorales que son
importantes para toda la comunidad católica en su
País, pero sin
interferir en el ejercicio de la potestad ordinaria e inmediata de cada
Obispo en su propia diócesis. Además, cada
Conferencia Episcopal
mantiene oportunos y útiles contactos con las Autoridades
civiles del
lugar, para favorecer también la colaboración
entre la Iglesia y el
Estado. Pero es obvio que una Conferencia Episcopal no puede estar
sometida a ninguna Autoridad civil en las cuestiones de fe y de vida
según la fe (fides et mores, vida
sacramental), que son competencia exclusiva de la Iglesia.



A la luz de los principios antes expuestos, el actual Colegio de los
Obispos Católicos de China [42]
no puede ser reconocido como Conferencia Episcopal por la Sede
Apostólica: no forman parte de ella los Obispos
“clandestinos”, es
decir, no reconocidos por el Gobierno, y que están en
comunión con el
Papa; incluye Prelados que son todavía ilegítimos
y está regida por
Estatutos que contienen elementos inconciliables con la doctrina
católica.



Nombramiento de los Obispos



9.
Como todos sabéis, uno de los problemas más
delicados en las relaciones
de la Santa Sede con las Autoridades de vuestro País es la
cuestión de
los nombramientos episcopales. Por un lado, se puede comprender que las
Autoridades gubernativas estén atentas a la
selección de los que
desempeñarán el importante papel de
guías y pastores de las comunidades
católicas locales, dadas las repercusiones sociales que
—tanto en China
como en el resto del mundo— dicha función tiene
también en el campo
civil. Por otro lado, la Santa Sede sigue con suma atención
el
nombramiento de los Obispos, puesto que esto afecta al
corazón mismo de
la vida de la Iglesia, ya que el nombramiento de los Obispos por parte
del Papa es garantía de la unidad de la Iglesia y de la
comunión
jerárquica. Por este motivo el Código de Derecho
Canónico (cf. canon 1382)
establece graves sanciones tanto para el Obispo que confiere libremente
la ordenación sin mandato apostólico como para
quien la recibe; en
efecto, dicha ordenación representa una dolorosa herida para
la
comunión eclesial y una grave violación de la
disciplina canónica.



El
Papa, cuando concede el mandato apostólico para la
ordenación de un
Obispo, ejerce su autoridad espiritual suprema: autoridad e
intervención que quedan en el ámbito
estrictamente religioso. No se
trata por tanto de una autoridad política que se entromete
indebidamente en los asuntos interiores de un Estado y vulnera su
soberanía.



El nombramiento de Pastores para una determinada
comunidad religiosa está previsto también en
documentos internacionales
como un elemento constitutivo del pleno ejercicio del derecho a la
libertad religiosa[43].
La Santa Sede
desearía ser completamente libre en el nombramiento de los
Obispos[44];
por tanto, considerando el reciente y peculiar camino de la Iglesia en
China, deseo que se llegue a un acuerdo con el Gobierno para solucionar
algunas cuestiones referentes tanto a la selección de los
candidatos al
episcopado como a la publicación del nombramiento de los
Obispos y el
reconocimiento —en lo que sea necesario a efectos
civiles— del nuevo
Obispo por parte de las Autoridades civiles.



En fin, por lo que
concierne a la selección de los candidatos al episcopado,
aun
conociendo vuestras dificultades al respecto, deseo recordar la
necesidad de que los candidatos sean sacerdotes dignos, respetados y
queridos por los fieles, modelos de vida en la fe y que tengan cierta
experiencia en el ministerio pastoral, de modo que sean más
idóneos
para afrontar la pesada responsabilidad de Pastor de la Iglesia[45].
En el caso en que en una diócesis fuera imposible encontrar
candidatos
aptos para la provisión de la sede episcopal, la
colaboración con los
Obispos de las diócesis colindantes puede ayudar a encontrar
candidatos
idóneos.

SEGUNDA PARTE

ORIENTACIONES DE VIDA PASTORAL



Sacramentos, gobierno de las diócesis, parroquias



10.
En los últimos tiempos han surgido dificultades relacionadas
con
iniciativas individuales de Pastores, sacerdotes y fieles laicos que,
movidos por un generoso celo pastoral, no siempre han respetado los
cometidos o la responsabilidad de otros.



A este propósito, el
Concilio Vaticano II nos recuerda que, si por un lado el Obispo,
« como
miembro del Colegio episcopal y legítimo sucesor de los
Apóstoles, cada
uno tiene el deber, por voluntad y mandato de Cristo, de preocuparse de
toda la Iglesia », por otro, cada Obispo « ejerce
su gobierno pastoral
sobre la porción del Pueblo de Dios que le ha sido confiada,
no sobre
otras Iglesias ni sobre la Iglesia universal »[46].



Además,
ante ciertos problemas surgidos en varias comunidades diocesanas
durante los últimos años, me parece preciso
recordar la norma canónica
según la cual todo clérigo debe estar incardinado
en una Iglesia
particular o en un Instituto de vida consagrada, y debe ejercer el
propio ministerio en comunión con el Obispo diocesano. Un
clérigo puede
ejercer el ministerio en otra diócesis sólo por
justos motivos, pero
siempre con el acuerdo previo de los dos Obispos diocesanos, es decir,
el de la Iglesia particular en que está incardinado y el de
la Iglesia
particular a cuyo servicio se le destina[47].



Además,
en bastantes ocasiones os habéis planteado el problema de la
concelebración de la Eucaristía. A este respecto,
recuerdo que ésta
presupone, como condición, la profesión de la
misma fe y la comunión
jerárquica con el Papa y con la Iglesia universal. Por
tanto, es lícito
concelebrar con Obispos y con sacerdotes que están en
comunión con el
Papa, aunque sean reconocidos por las Autoridades civiles y mantengan
una relación con organismos que el Estado ha querido y que
son ajenos a
la estructura de la Iglesia, a condición —como se
ha dicho antes (cf.
n. 7, párr. 8º)— de que tal
reconocimiento y relación no comporten la
negación de principios irrenunciables de la fe y de la
comunión
eclesiástica.



Los fieles laicos que están animados por un amor
sincero a Cristo y a la Iglesia tampoco tienen por qué dudar
en
participar en la Eucaristía celebrada por Obispos y
sacerdotes que
están en plena comunión con el Sucesor de Pedro y
son reconocidos por
las Autoridades civiles. Lo mismo vale para todos los demás
sacramentos.



De
igual modo, los problemas que surgen con aquellos Obispos que han sido
consagrados sin el mandato pontificio, aunque se haya respetado el rito
católico de la ordenación episcopal, han de ser
resueltos a la luz de
los principios de la doctrina católica. Su
ordenación —como ya he dicho
(cf. n. 8, párr. 12º)— es
ilegítima pero válida, como son
válidas las
ordenaciones sacerdotales conferidas por ellos y son también
válidos
los sacramentos administrados por dichos Obispos y sacerdotes. Los
fieles, por tanto, teniendo presente esto, han de buscar en la medida
de lo posible Obispos y sacerdotes que estén en
comunión con el Papa
para la celebración eucarística y los
demás sacramentos; no obstante,
cuando esto no es factible sin una grave dificultad, pueden dirigirse
también, por exigencia de su bien espiritual, a los que no
están en
comunión con el Papa.



Estimo por fin oportuno llamar vuestra
atención sobre lo que la legislación
canónica prevé para ayudar a los
Obispos diocesanos a desempeñar su propia función
pastoral. Se invita a
cada Obispo Diocesano a servirse de los instrumentos indispensables de
comunión y colaboración dentro de la comunidad
católica diocesana: la
curia diocesana, el consejo presbiteral, el colegio de los consultores,
el consejo pastoral diocesano y el consejo diocesano para los asuntos
económicos. Estos organismos expresan la
comunión, favorecen la
participación en las responsabilidades comunes y son una
gran ayuda
para los Pastores, que pueden contar de este modo con la
colaboración
fraterna de sacerdotes, de personas consagradas y de fieles laicos.



Lo
mismo vale para los diversos consejos que el Derecho
Canónico prevé
para las parroquias: el consejo pastoral parroquial y el consejo
parroquial para los asuntos económicos.



Tanto en las diócesis
como en las parroquias se debe poner especial atención en lo
que se
refiere a los bienes temporales de la Iglesia, muebles e inmuebles, que
deben ser registrados legalmente en él ámbito
civil a nombre de la
diócesis o de la parroquia y nunca a nombre de personas
individuales
(es decir, Obispo, párroco o grupo de fieles). Al mismo
tiempo,
mantiene toda su validez la tradicional orientación pastoral
y
misionera, que se resume en el principio: « nihil sine Episcopo ».



Del
análisis de los problemas mencionados se desprende
claramente que la
raíz de su verdadera solución se encuentra en la
promoción de la
comunión, que, como de un manantial, recibe su vigor e
impulso de
Cristo, icono del amor del Padre. La caridad, que siempre
está por
encima de todo (cf. 1 Co 13,1-12), será
la fuerza y el criterio
en el trabajo pastoral para la construcción de una comunidad
eclesial
que haga presente a Cristo resucitado al hombre de hoy.

Provincias eclesiásticas



11.
Durante los últimos cincuenta años se han
producido numerosos cambios
administrativos en campo civil. Esto ha afectado también a
muchas
circunscripciones eclesiásticas, que han sido eliminadas o
reagrupadas,
o bien modificadas en su configuración territorial tomando
como base
las circunscripciones administrativas civiles. A este respecto, deseo
confirmar que la Santa Sede está disponible para afrontar
toda esta
cuestión de las circunscripciones y provincias
eclesiásticas en un
diálogo abierto y constructivo con el Episcopado chino y
—en lo que sea
útil y oportuno— con las Autoridades gubernativas.



Comunidades católicas



12.
Sé bien que las comunidades diocesanas y parroquiales,
diseminadas en
el vasto territorio chino, manifiestan una particular vivacidad de vida
cristiana, de testimonio de fe y de iniciativas pastorales. Me consuela
comprobar que, no obstante las dificultades pasadas y presentes, los
Obispos, los sacerdotes, las personas consagradas y los fieles laicos
han mantenido una profunda conciencia de ser miembros vivos de la
Iglesia universal, en comunión de fe y vida con todas las
comunidades
católicas esparcidas por el mundo. En su corazón,
ellos saben qué
quiere decir ser católicos. Y es precisamente de este
corazón católico
del que tiene que nacer también el compromiso de hacer
efectivo y
manifiesto, tanto dentro de cada comunidad como en las relaciones entre
las diversas comunidades, ese espíritu de
comunión, comprensión y
perdón que —como se ha dicho antes (cf. n. 5,
párr. 4º, y n. 6)— es el
sello visible de una auténtica existencia cristiana. Estoy
seguro de
que el Espíritu de Cristo, así como ha ayudado a
las comunidades a
mantener viva la fe en tiempos de persecución,
ayudará también hoy a
todos los católicos a crecer en la unidad.



Como ya hice presente
(cf. n. 2, párr. 1º, y n. 4, párr.
1º), los miembros de las comunidades
católicas en vuestro País
—especialmente los Obispos, presbíteros y
personas consagradas— no pueden aún,
lamentablemente, vivir y expresar
en plenitud, y de manera también visible, ciertos aspectos
de su
pertenencia a la Iglesia y de su comunión
jerárquica con el Papa, al
tener normalmente impedidos unos contactos libres con la Santa Sede y
con las otras comunidades católicas en los diversos
Países. Es verdad
que en los últimos años la Iglesia goza, respecto
al pasado, de una
mayor libertad religiosa. Sin embargo, no se puede negar que sigue
habiendo graves limitaciones que afectan al corazón de la fe
y que, en
cierta medida, ahogan la actividad pastoral. A este
propósito renuevo
el deseo (cf. n. 4, párr. 2º- 4º) de que
mediante un diálogo respetuoso
y abierto entre la Santa Sede y los Obispos chinos, por un lado, y las
Autoridades gubernativas, por otro, se puedan superar las dificultades
mencionadas y se llegue así a un acuerdo provechoso en favor
de la
comunidad católica y de la convivencia social.



Sacerdotes



13.
Quisiera dirigir además unas palabras especiales y una
invitación a los
sacerdotes —de modo particular a los ordenados en los
últimos años— que
han emprendido el camino del ministerio pastoral con mucha generosidad.
Considero que la situación eclesial y
socio-política actual hace cada
vez más apremiante la exigencia de sacar luz y fuerza de las
fuentes de
la espiritualidad sacerdotal, que son el amor de Dios, el seguimiento
incondicional de Cristo, la pasión por el anuncio del
Evangelio, la
fidelidad a la Iglesia y el servicio generoso al prójimo[48].

¿Cómo no recordar a este respecto, como
estímulo para todos, las
figuras luminosas de Obispos y sacerdotes que en los años
difíciles del
pasado reciente han testimoniado un amor indefectible a la Iglesia,
incluso con la entrega de su propia vida por ella y por Cristo?



¡Queridos sacerdotes! Vosotros que soportáis
« el peso del día y el bochorno » (Mt
20,12), que habéis puesto la mano en el arado y no
habéis vuelto la vista atrás (cf. Lc 9,62),
pensad en aquellos lugares en los que los fieles esperan con ansiedad
un sacerdote y donde desde hace muchos años, sintiendo su
falta, desean
incesantemente su presencia. Sé bien que entre vosotros hay
sacerdotes
que han debido afrontar tiempos y situaciones difíciles,
asumiendo
posiciones no siempre aceptables desde un punto de vista eclesial y
que, a pesar de todo, desean volver a la plena comunión con
la Iglesia.
En el espíritu de esa profunda reconciliación a
la que mi venerado
Predecesor ha invitado repetidamente a la Iglesia en China[49],
me dirijo a los Obispos que están en comunión con
el Sucesor de Pedro,
para que valoren con espíritu paternal caso por caso y den
una justa
respuesta a dicho deseo, recurriendo —si fuera
necesario— a la Sede
Apostólica. Y, como signo de esta deseada
reconciliación, pienso que no
hay gesto más significativo que el de renovar
comunitariamente —con
ocasión de la jornada sacerdotal del Jueves Santo, como
ocurre en la
Iglesia universal, o bien en otra circunsta