CUANDO hace dos años nuestra hija nos comunicó su deseo de casarse, algo que podría haber sido motivo de gozo, alegría y satisfacción se trocó en motivo de tristeza, desencanto, decepción y disgusto. En resumen, una experiencia dolorosa. Se casaba, pero tan sólo civilmente.
PARA otros puede que sea algo sin importancia. Para nosotros, que creemos en el matrimonio sacramento, que tratamos de vivir, dando cada instante la importancia y el valor que tiene, y que además trabajamos por hacer llegar ese mensaje a los demás, supuso un duro golpe el que ella, nuestra hija mayor y la primera que se casaba, nos planteara esta decisión.
Mi reacción de madre
Yo, Juani, según la escuchaba iba sintiendo cómo todo dentro de mí se derrumbaba. Las ilusiones, esperanzas, deseos de felicidad para ellos, nuestros hijos, por los que durante años habíamos trabajado, esperando la llegada de ese día, en que emprendieron la marcha -hoy uno, mañana otro- pero con alegría, celebrando el momento… No era así: ni alegría, ni celebración. Amargura y vacío era lo que encontraba en mi interior y en el fondo preguntas : ¿qué había hecho mal? ¿dónde me había equivocado? Por el dolor y la frustración que sentía, mi reacción fue reprocharle y criticar su decisión. Fue Ramón quien con serenidad trató de salvar la situación, que estaba llegando a ser violenta.
En los primeros momentos, e incluso en los primeros días, el diálogo entre nosotros dos no era otra cosa que buscar los porqués de aquello. Incluso nos heríamos, sin darnos cuenta, al pretender encontrar un culpable. Llegamos a dejar de hablar de ello, actuando cada uno como mejor podíamos, cayendo en el error del silencio, que nos hacía estar y sentirnos distantes el uno del otro. Sufrí, lloré, le pedí al Padre que hiciera reflexionar a mi hija, que me ayudara. También le reproché por qué a nosotros. Traté de hablar con mi hija para conocer las razones de su decisión, pero lo único que conseguí fue que la relación entre las dos empeorara. Fue entonces cuando Ramón me dijo que con mi actitud lo único que podía conseguir era perder a nuestra hija. Que ella también lo estaba pasando mal y le dolía vernos así. Que ella también nos quería y sólo nos pedía que respetáramos lo que había decidido. Que eso era mejor que el que se fuera y no quisiera saber nada de nosotros.
Mi reacción de padre
Como ha dicho Juani, cuando nuestra hija nos comunicó que se casaba y cómo lo quería hacer, el dolor y el desencanto dieron paso en mí a no entender el porqué de esa decisión. Me preguntaba en silencio dónde había fallado, cómo no había sido capaz de inculcar en mi hija la ilusión por el sacramento, que su madre y yo intentábamos llevar a otras parejas. Me costaba mucho dejar a un lado lo que creo y el significado que tiene para nosotros el matrimonio. A pesar de ello, traté de estar lo más calmado posible para intentar comprender la postura de mi hija. Escuchaba sus razones y los reproches de su madre a su postura. Comprendía el dolor de Juani pues era parecido al que yo sentía y al mismo tiempo trataba de comprender lo que mi hija decía sin conseguirlo. Un día decidí hablar con nuestra hija. Quería acercarme a ella y saber cómo estaba viviendo esa situación. Vi que ella sufría porque nosotros sufríamos. Me reprochó el que no intentáramos ponernos en su lugar y comprender que ella quería a su novio y los dos lo habían decidido así. Le dije que nos comprendiera, que no queríamos hacerla sufrir, pero nos costaba entender su postura. Al término de aquella conversación me sentí más cerca de ella. Comprendí que su cariño hacia nosotros era tan grande como el que nosotros sentíamos por ella, aunque no estuviéramos de acuerdo con su manera de actuar en el tema de su boda. Después de aquello, le dije a Juani que tratara de calmarse e intentara aceptar a nuestra hija puesto que ella estaba decidida a seguir adelante con su decisión y que, si nuestra postura seguía siendo de intolerancia y enfrentamiento, lo único que íbamos a conseguir, además del disgusto, sería el distanciamiento de nuestra hija y la posible ruptura con relación a nosotros. Pensar en esto, para mí, era tremendamente doloroso. Así se lo dije a Juani. Ella comprendió que por encima de todo y a pesar de nuestro dolor, el cariño de nuestra hija era lo más importante.
Cuidar la relación
Después de esto y con la ayuda de un amigo sacerdote, Ramón y yo nos pusimos un día a hablar para contarnos lo que estábamos sintiendo y cómo lo vivíamos cada uno. Descubrimos que nuestro silencio estaba motivado por el miedo a causarnos dolor al transmitir lo que cada uno sentía sin pensar que al compartirlo podíamos llevarlo mejor. Nos propusimos que el día de la boda fuera, al menos, un día en el que se notara que había algo especial, aunque la tristeza se reflejara en los rostros de todos nosotros, incluso en el de la novia. A mí me ha costado mucho reconocer que mi hija está casada. Aún no lo he terminado de aceptar. Mis actitudes al principio eran las de tratar de pasar. Ha sido después de casarse la segunda -ésta lo ha hecho por la iglesia- cuando me ha sido más fácil ver que los dos son matrimonio, que las muestras de cariño y de entrega las hay lo mismo en uno que en otro, que nuestra hija es feliz, que viene a casa y está contenta, que actúa conmigo mostrando que me quiere, que están contentos y felices, cuando todos juntos pasamos algunos días en la casa del pueblo; que se preocupan de nuestras cosas; que los dos matrimonios planifican salir juntos… Esto nos hace sentir contentos y nos esforzamos porque esos ratos que pasamos juntos sean agradables y que vean en nosotros todo el cariño que les tenemos, que nos vean como alguien a quienes pueden acudir en cualquier momento. Que vean que no hay diferencias en nuestro modo de hacer con uno u otro y que todos son iguales.
Hoy, después de dos años, seguimos sin comprender el porqué de aquella decisión. Nos hemos dado cuenta de que cada uno tiene el privilegio de escoger aquello que cree como mejor y que nadie debe juzgar o condenar. Creemos que nuestra misión es actuar como si todo fuera normal lograr que ellos se sientan felices. Nosotros hemos recobrado la serenidad y esto ha hecho que estemos más abiertos para aceptarlo, y aunque en nuestro interior sigue existiendo tristeza y decepción, hay también una buena dosis de esperanza de que algún día cambie.
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