La fe es como la pantalla de gracia que Dios nos hace, para no ser destruidos por su gloria, antes de que nos capacite para afrontarla, ‘cara a cara’ (Ap 22,4), conociéndolo como es (Jn 3,2).
El que no fundamenta su vida en la fe en el Hijo de Dios, tiene que crear sus falsas seguridades, siempre producto de una mente que no sabe morir en la playa de la oscuridad, cuan- do ya es impotente para penetrar el misterio y resolver la paz del alma. Mientras uno decide dónde quiere encontrar a Dios, sólo conseguirá la reedición de sí mismo.
Esta actitud es una de las razones que incapacitan para la oración profunda; niega, en el fondo, o limita lo que un espiritualista llama la ‘sabiduría de la inseguridad’. Ésta brota del abandono en Dios. En Él nos sentimos seguros, aunque no sabemos por dónde nos va a llevar. Quien se esconde con Cristo Jesús, en Dios (Col 3,3), esconde también su mirada. La fe es el ámbito de la mirada escondida, de la forma más verdadera y profunda de ver y de mirar.
Permaneciendo humildes y fieles a la oscuridad de la fe y a la seguridad de la Palabra podremos recorrer el camino con certidumbre y con rapidez. Cuando nada se busca, ni siquiera experiencia ni explicación, el orante, aquietado en la oscuridad del Amor que actúa, se equilibra y santifica. La fe es factor esencial de ponderación, mesura y armonía; y de sosiego en Dios (Sal 61).
Cuando esa visión interior, que es la fe, se lleva más allá de los momentos especiales de oración, hasta los acontecimientos de la vida cotidiana, lo contagia todo, al mirarlo con la profundidad de unos ojos cristianos: no con ojos sólo ilustrados por dogmas, creencias, discursos teológicos o por bellas formulaciones sobre la fe, sino con los ojos mismos del Maestro (Flp 2,5). También ésta es la plegaria del discípulo: ‘Maestro, que [te] vea… ’. Nicolás Caballero, cmf.