CIENCIA Y FE CRISTIANA

2 de marzo de 2005

. Presentación y enfoque del problema.

No sé si será una cuestión generacional o alguna rareza mía pero, personalmente, nunca he percibido un conflicto entre mi fe religiosa y ninguno de los datos objetivos aportados por la ciencia. Al decir esto no estoy expresando un postulado teórico sino constatando una vivencia personal. Quiero decir, con esto, que, de entrada, tengo que hacer cierto esfuerzo de imaginación, algo así como ponerme en la piel de un cartaginés, para imaginar un conflicto esencial entre mi religión y mi ciencia. Naturalmente, los avatares biográficos de un individuo no son un punto de partida consistente a la hora de abordar con rigor un problema epistemológico, pero no me parece un mal punto de partida cuando se trata, más bien, de aportar elementos para un debate en el que, previsiblemente, a todos los componentes del equipo nos quedan aún muchas cosas que decir y en el que, por otra parte, se aborda un problema filosófico de amplitud casi oceánica.

Es innegable que la interpretación que a menudo se divulga de algunos contenidos de la ciencia contemporánea los presenta como una “refutación” de toda religión, en general, y del cristianismo en concreto. Como católico que tiene como oficio y vocación el ilustrarse para luego ilustrar, en la medida de sus capacidades, es rara la semana que no cae en mis manos algún escrito que apunta en esta dirección. Debo añadir, no obstante, que suele ser mi sensibilidad filosófica, por lo demás bastante curtida en estas lides, más que mi sensibilidad religiosa, la que se conmueve más en estos casos, pues, en efecto, para llegar a tocar a la religión desde la ciencia es inevitable pasar por la filosofía, y son en primera instancia nombres como los de Platón, Kant, Nietzsche, Heidegger o Popper, los primeros en perecer arrollados, y no precisamente en buena lid, cuando alguien blande la cientificidad como una maza para abrirse paso en dos patadas desde la última formula, o hallazgo de algún ámbito particular de nuestro saber hasta el problema mismo de la realidad, que queda resuelto en un abrir y cerrar de ojos, para escarnio de ese incompetente gremio de pensadores-filósofos, con sus inacabables cautelas y sus dos mil años absurdos matices – tanto más absurdos cuanto que, siendo a veces de trabajosa comprensión, ni siquiera utilizan fórmulas matemáticas.

El hecho primordial que trataré de analizar aquí, sin embargo, es el de por qué siempre que se examina a fondo alguna de estas eventuales contradicciones la contradicción acaba por desvanecerse. Quisiera advertir, antes que nada, que esta última afirmación no es un ejercicio de apologética. El que esto ocurra así no es, necesariamente, un tanto a favor del cristianismo e, incluso, podría serlo en contra, desde algunas formas de concebir la religión o la racionalidad. Creo, por otra parte, que la antropología y la historia, podrían, teóricamente, proporcionar datos mucho más comprometedores para una cosmovisión cristiana que los de la propia la ciencia y que, además, es bueno que este riesgo se mantenga abierto. Además, la tarea de imaginar qué clases de datos podría aportar nuestra física para comprometer lo esencial de la fe cristiana, me parece el comienzo de otra discusión, muy interesante y para la que no estoy seguro de tener ahora una respuesta definitiva. No se trata, pues, en ningún caso, de sugerir que mi religión sea tan perfecta que me da resuelto todo y siempre lleva razón. Se trata, más bien, de que mi religión, tal y como yo la entiendo, es, entre otras cosas, un proyecto de revelación que, desde un acervo literario bien consolidado, permanece sin embargo intrínsecamente abierta al progreso científico y cultural de la humanidad como complemento y elucidación natural; y se trata, también de que, usando la feliz expresión de Wittgenstein, el juego de lenguaje llamado ciencia y el juego de lenguaje llamado religión, tal y como yo los entiendo y practico, sin llegar a ser absolutamente ajenos, como también se ha llegado a sugerir, tampoco son inmediatamente traducibles.

Admito, por otra parte, que el cristianismo que algunas personas han profesado y profesan – y por el que, tal vez, introducen mucho más bien en el mundo que yo -, implica una confrontación con la ciencia de sus respectivos contextos históricos, confrontación en la que, por lo demás – la historia nos lo enseña- , la ciencia, que es producto cultural tan humano y frágil como cualquier otro, no tiene siempre las de ganar. No sé si esto es bueno o malo, pero no creo apartarme del sentir más consolidado en la gran tradición de pensamiento cristiano al afirmar que sólo cuando se hace mala teología, o mala ciencia, o ambas cosas a la vez, surgen verdaderos conflictos.

Debe quedar claro, pues, desde aquí, que este escrito no es tanto un ejercicio de apologética, cuanto un ejercicio, y por cierto muy relajado, de filosofía, es decir, de racionalidad en un sentido que trataré de aclarar en breve. Y aunque llevo, como muchos de los aquí presentes, algunos años dedicado al estudio de lo que significa saber, creer, ser ciencia, y cosas por el estilo, voy a tratar de expresarme siempre en el tono de una propuesta provisional a propósito de las preguntas que se formulan en el trabajo de Federico Morán tal y como la podría plantear y desarrollar cualquiera de nuestros invitados.

II. Las tres posibles raíces de un conflicto.

A) Acabo de hablar del desvanecimiento de una serie de contradicciones entre mi fe y mi ciencia – que en la ciencia, cuando lo es de verdad, se debe poner también el posesivo de las cosas en las que fundamos nuestra identidad –, y es obvio que debo explicar un poco más las razones de este desvanecimiento. La primera razón que se debe consignar, es la invasión, por parte del teólogo, de los ámbitos y competencias del científico o del filósofo. No creo necesario ahondar más en un aspecto tan obvio del asunto, un aspecto que ha dejado tan escaldada a la teología cristiana, que la ha llevado incluso, a mi juicio, a abandonar algunas competencias reflexivas que sí son suyas. Volveré sobre esto un poco más adelante. Ahora bien, esta claro que esta invasión, que de hecho se ha producido en a lo largo de nuestra historia, no viene obligada ni refrendada por ningún aspecto esencial de la religión cristiana, ni siquiera de la teología cristiana, y podemos apartar de ella ahora, en principio, nuestra atención.

B) En segundo lugar, hay que referirse a esas ocasiones en las que el carácter “refutador” de un contenido científico se basa, sobre todo, en un grave desconocimiento de la teología cristiana o de la tradición de pensamiento filosófico con que se ha ido configurando a lo largo de la historia. Por ejemplo, por recoger la última de las preguntas de Federico – la única que me atreveré a contestar sin devolver otra pregunta como respuesta -, la posibilidad de vida inteligente extraterrestre es algo perfectamente asumible, aunque no exigido, por toda nuestra tradición de pensamiento, pongamos desde Orígenes hasta Kant. Tengo ahora mismo en la cabeza numerosos pasajes en los que se podría fundamentar esta afirmación, – y casualmente en la mesa uno de ellos, el prólogo de la Fundamentación de la Metafísica de las costumbres de Kant -, pero no creo que sea necesario traer ahora a textos a colación. El caso es que, en toda esa tradición, la noción de persona no se establece desde un criterio biológico sino ontológico, es decir, una persona es un ser capaz de conocer el bien y la verdad y de estar o no estar de acuerdo con ellos; que en el fondo son dos aspectos del uso de una misma facultad llamada genéricamente Razón. Que el ser humano sea, pues, un animal racional no implica que no pueda haber por ahí, ahora o en el futuro, ninguna otra clase – terrestre o extraterrestre -, de animales racionales desconocida; e incluso de seres racionales no animales, en cuya posibilidad, por ejemplo, Santo Tomás no podía “creer” sencillamente porque estaba convencido de conocer positivamente su existencia: eso eran los ángeles. Dejando, pues, a un lado la polémica acerca de la posibilidad o imposibilidad de otros “mundos” – expresión que, a veces, se refería a otros planetas habitados, otras veces a otros universos y otras, en fin, a otras creaciones -, polémica que está presente en toda nuestra historia de la filosofía, al menos hasta el siglo XIX y que daría pie a un magnífico artículo sobre los seres extraterrestes en la historia de nuestro pensamiento, la cuestión de fondo aquí parece bastante clara. Si es usted un ser inteligente y libre, no importa de lo lejos que venga o el aspecto que tenga, entonces es usted una persona. No es precisamente una antropología cristiana de corte tradicional la que tendría más problemas con un marciano. Lo mismo sucedería, por ejemplo, por lo que se refiere a la consideración del tiempo como un ingrediente más del universo, que permitiría, eventualmente, compatibilizar la idea cristiana de creación con la de un universo eterno; o con temas como la consideración del alma como forma del cuerpo a la que me voy a referir a continuación.

Ya he dicho que no niego que muchos estilos de religiosidad, también dentro de la tradición cristiana, hayan sido o sean incompatibles con una actitud científica rigurosa, pero conviene no perder de vista que sucede exactamente lo mismo con otros tantos estilos de militancia política, de personalidad social, o, incluso de mentalidad científica –repásese cualquier manual serio de historia de cualquier ciencia. Por otra parte, se omite estrepitosamente el dato histórico que lo que chocaba con la física del científico Newton o la zoología del científico Darwin no era tanto una religión, sino la también física del también científico Aristóteles o la también zoología del también zoólogo Cuvier. Cualquier inteligencia medianamente saludable no podrá menos que encontrar digna de una más profunda reflexión esta presuposición del hombre moderno según la cual, mientras los demás ámbitos del saber deben apechugar con sus traspiés, hay algo en el estatuto epistemológico de nuestra biología o nuestra física que legitima que se le imputen sólo los aciertos. A nadie se le ocurre imaginar que el presidente de algo así como una asamblea cósmica de físicos haya de pedir perdón a la humanidad en la prensa por el éter, la reversibilidad del tiempo – si aceptamos las tesis de Prigogine –, la teoría del estado estacionario de hace veinte años, o no haber dado aún con una fusión inocua que suponga una fuente inagotable de energía. Por otra parte, presentar el geocentrismo o el fixismo como disparates perpetrados por la religión o la metafísica, cuando en realidad fueron disparates perpetrados por la propia ciencia – y, por cierto, acaso inevitables en determinados estadios de su desarrollo-, no es sino utilizar la religión, la filosofía o la literatura como vertederos de los productos de desecho que la propia actividad científica ha ido generando a lo largo de su proceso de constitución – y que, a tenor del criterio de falsabilidad, seguirá generando en el futuro. Se ha dicho que, contemplada desde la sucesión de sus paradigmas, la historia de nuestra ciencia no es tanto la de nuestra liberación de cualquier prejuicio – que , desde la dialéctica de Platón, es el ideal de la filosofía, ese ideal del que brota su supremacía epistemológica intrínseca pero que, al mismo tiempo, la paraliza desde la perspectiva del progreso tecnocientífico -, sino la de la adopción de los prejuicios más convenientes para la resolver los problemas que se tienen que resolver. Yo creo que es decir demasiado, pero cuando a lo largo de un solo curso académico como éste, tenemos ocasión de contemplar la consternación de algunos colegas científicos ante la posibilidad de que la luz vaya mucho más deprisa de lo que enseñaba a comienzo del curso, o de que Neandertales y Cromañones se mezclaran genéticamente, además de un amago de indignación solidaria con todos aquellos alumnos suspendidos el año pasado – y acaso hoy repetidores de letras -, por haber sugerido tales cosas en sus ejercicios adelantándose a su tiempo, no puede dejar de esperarse, con verdadero interés, la primera generación de científicos que tenga que asumir sus propios fallos desde su propia metodología, sin podérselos endosar al cura, al filósofo o a esa comunidad académica “tradicionalista” que gobernaba la facultad cuando ella estudió y que no permitía investigar las cosas como es debido.

C) En la mayor parte de los casos, sin embargo, he podido constatar que la disolución del conflicto inicial entre la ciencia y el cristianismo procedía, y esta es, creo yo, la razón más interesante a considerar, de la debilidad o incompletitud argumental que aqueja a las inevitables, insisto, inevitables, adaptaciones metafísicas a las que hay que someter cualquier dato, científico o no, para convertirlo en significativo en un contexto de debate sobre lo que sea real o no y sobre el sentido de lo que el hombre deba pensar, decir o hacer en la realidad y en vistas a ella.

En efecto, dejando ahora aparte el problema, bastante técnico, de si el trabajo específico de la ciencia es el de obtener datos o es, más bien, el de interpretarlos según principios y modelos racionales; lo específico de los datos de nuestra ciencia, lo que hace de un dato un dato científico, no es, en absoluto, el hecho de ser verdadero – es verdad que yo estoy escribiendo ahora esta frase y ni yo ni los lectores necesitamos, ni podemos, hacer nada científico para saberlo-, sino el haber sido obtenido de acuerdo con una metodología científica, es decir, de acuerdo con un modus operandi consensuado y en un contexto epistemológico necesariamente artificial y específico que utiliza, igualmente, un lenguaje ad hoc, especializado y, por lo general, de carácter formal- cuantitativo, para regularse. Ahora bien, traducir este lenguaje ad hoc a un lenguaje universalmente significativo es una tarea, seguramente posible y necesaria, pero extraordinariamente compleja y, en cualquier caso, inabarcable por la mencionada metodología científica, sólo asumible desde fuera de ella. Es decir, que no hay interpretaciones más o menos “científicas” de los datos de la ciencia, o que, si queremos hablar así, entonces estamos empleando dos acepciones completamente diferentes del término “científico” en un misma frase: la segunda, relativa a una metodología de producción, predicción y manipulación, y la primera, referida a un ideal de racionalidad objetiva. Todos los que hemos estudiado las polémicas de los filósofos naturales siglos XVII y XVIII, cuando los físicos llevaban todavía muy suelta su melena filosófica, sabemos hasta qué punto la interpretación del contenido de una misma fórmula o experimento podía lugar a cosmologías absolutamente contrapuestas.

Tenemos, pues, que para dirimir controversias que interesan al género humano en su conjunto es preciso utilizar proposiciones no especializadas y no cuantitativas, y que, a su vez, tampoco son nunca transcripciones obvias ni necesarias de proposiciones especializadas y cuantitativas. Así, cuando leo titulares tales como no somos más que materia organizada, presentados como provocativos envites de la ciencia a una religión o una metafísica tradicionales – que a lo mejor tampoco comparto del todo -, además de asombrarme el hecho de que hombres cultos de una vieja civilización cristiana ignoren que, con tales afirmaciones, están reproduciendo, acaso, cabalmente el pensamiento de Aristóteles – lo que nos devuelve al epígrafe anterior -, me asombra mucho más el hecho de que sus autores no se den cuenta de que el sentido de tales afirmaciones procede, en lo esencial, de un acervo común de conceptos, presupuestos y modelos instituidos por esas mismas tradiciones filosóficas y cuya revisión desborda por completo el ámbito de su competencia profesional– aunque no necesariamente, desde luego, el de su competencia intelectual como ser humano que piensa.

No se critica, pues, que el científico acabe haciendo metafísica, no puede dejar de hacerlo, lo que se critica es la negativa a reconocer que eso es ya otro cantar. ¿Qué significa no somos más que materia organizada? ¿Quiere decir potencia organizada, o masa organizada, realidad organizada? ¿ Es esta organización otra realidad distinta de la propia materia que organiza o es también algo de la materia?, en cuyo caso la fórmula parece redundante. ¿Es también materia la información? ¿Puede concebirse información sin materia? ¿Por qué no decir: no somos más que organización materializada?- cosa con la que no solamente Aristóteles sino también Platón estarían básicamente de acuerdo -,o – habida cuenta de lo que cuesta organizar una simple estantería en el cuarto de los niños -, por qué no decir mejor: somos nada menos que materia organizada. Qué número en qué fórmula exige el “nada más” en vez de el “nada menos”, que, lejos de ser un asunto trivial , podría ser incluso, mire usted por dónde, el aspecto más interesante de la cuestión hoy – esa formidable cosmología del siglo XX que construye Zubiri y que Iturrioz nos presenta, por cierto, admirablemente, se vertebra justamente sobre este matiz.

¿Qué diantres hará que organice la materia?, ¿puede concebirse materia desorganizada, o mejor – anticipándonos a los teóricos del caos -, tan desorganizada que no haya manera de hacer carrera de ella por ser absolutamente refractaria a toda forma de racionalización? – eso era la materia en Platón. Además ¿ con qué criterio se organiza esta materia? ¿Hay formas mejores y peores de organizar la materia?, y si es así, en virtud de qué criterio, tal vez por ser más baratas, más redundantes, más originales, más informativas. ¿Podemos organizar también nosotros un poco de materia a nuestro buen criterio o sería de nuevo la materia organizándose a sí misma? en cuyo caso queda un poco en el aire nuestro afán por organizar nada de un modo diferente a como está organizado; a menos, claro está, que la materia también pueda ser capaz de auto-organizarse. Pero, si es así, porque no llamarla, mejor, organiceria o espiriteria, como proponían, por cierto, los platónicos de Cambdrige. Al proponer, además, no sólo que somos materia sino que no somos sino materia, ¿se autoriza el uso de expresiones tales como: ¿Problemas amorosos? Reorganice eficazmente su materia en quince días? ¿Será la organización una vocación última de la materia o es una simple manía que tiene porque sí, o no tiene sentido preguntarse esto, en cuyo caso parece también un poco arbitraria la elección del término organización. Tal vez algunas personas no llamarían organización a un estado del universo que nos puede imponer morir de cáncer a los treinta años, y podrían preferir llamarlo desbarajuste. Me parece claro que, sin abordar todos estos aspectos, una formula del tipo, no somos más que materia organizada viene a ser poco más que un brindis al sol. Claro que puede tener sentidos comunicativos muy específicos, como matar por enésima vez al dragón metafísico del dualismo platónico – que debe ser mucho más poderoso de lo que parece cuando es menester seguir matándolo todas las semanas, y llevamos tres siglos -, o bien quiere decir, la gente sigue yendo a misa es ignorante, o supersticiosa, o neurótica; o bien, dicho por un teólogo cristiano podría sonar a: tenemos que redefinir nuestra noción de cuerpo, o tal vez, para los oídos de algún aborigen: escuchad al hombre listo de la bata blanca que y dejadle hacer, que él os hará felices. Pero es obvio que todas estar interpretaciones significativas dependen sobre todo de la intención del hablante y del contexto comunicativo o mediático en el que se formulan, y que, de ninguna de las fórmulas o experiencias que el científico maneja con incuestionable pericia, ni de sus más eficaces aplicaciones, se puede desprender, sin más, la solución a nuestra lista de interrogantes. Ahora bien, ninguno de estos interrogantes, traídos a colación a modo de ejemplo, es trivial ni tampoco completamente ajeno a la tarea de comprender lo que aquellas fórmulas o a aquellas aplicaciones pueden querer decirnos. Se alumbra aquí así una forma neta de barbarie e irracionalidad totalmente vigente, y expansiva, en nuestra cultura, y que consiste en la legitimación permanente del especialista moderno para llamar palabrería sin sentido a todo aquel lenguaje en el que su especialidad no tiene la última palabra.
III. Ciencia y razón: Una relación complicada.

Estamos pues ya, me parece, en condiciones de poder sistematizar un poco más mi propuesta para este debate, y el punto de partida para esta sistematización lo recoge la afirmación siguiente: creo que nuestro debate no es en realidad un debate sino cuatro. En efecto, si repasamos la lista de interrogantes propuestos por Federico al final de sus dos trabajos nos encontramos con que, al menos, involucran cuatro problemas distintos.

1) El primero es un problema netamente epistemológico y se refiere, de un modo muy general, a las relaciones entre conocimiento y creencia. Problema al que, por cierto, las tradiciones pragmatista y analítica del pensamiento contemporáneo han prestado una atención creciente. Valgan como ejemplo las interesantes aproximaciones pragmatistas a la naturaleza de la creencia humana, que nos la presentan, ya como el como el punto final ineludible en toda investigación, ya como el motor de cualquier praxis, también de la praxis científica. Baste, por ahora, esta indicación de un problema que yo veo aquí involucrado pero que, acaso, discurre por un substrato argumental tan básico que todavía nos pilla un poco lejos. El lo que sigue voy a referirme, tan sólo, a los tres siguientes.

2) El segundo problema es un problema específicamente teológico y se refiere a las relaciones entre fe cristiana y razón.

3) El tercero, en cambio, es un problema de carácter cosmológico, y es el es el que se ha encerrado tradicionalmente en la disputa teleologismo-mecanicismo. Se trata de averiguar o sugerir qué interpretación de le debe otorgar a esa “organización” que nos permite comprender la Naturaleza, y hacerlo precisamente como Naturaleza, o, si se prefiere, de cómo resolver el misterio inicial de la inteligibilidad del cosmos, de que el universo sea comprensible. Esta aquí también en juego la objetividad y alcance de la atribución al cosmos, por parte del hombre, de tales o cuales tendencias o principios que pudieran ser relevantes, de una u otra manera, a la hora de organizar nuestra praxis.

4) El cuarto problema, en fin, es el problema crítico de las relaciones entre la ciencia actual y la razón. A mi modo de ver es este último problema, es decir, no el problema de las relaciones razón-fe, sino el de las relaciones razón-ciencia, el que más directamente se expresa en esa disolución del enfrentamiento ciencia religión a la que he comenzado por referirme, y que todavía está por interpretar. Creo, además, que es el problema al que me toca ahora referirme un poco antes de finalizar.

En efecto, creo que puedo tratar muy de pasada los problemas 2 y 3 porque su abordaje lo han acometido ya, y por cierto con una competencia superior a la mía, otros tres miembros de este equipo. El trabajo de Pablo Largo sobre la encíclica Fides et Ratio, y buena parte del de Ildefonso Murillo: Razón científica y fe cristiana, abordan suficientemente la segunda de nuestras cuestiones y su relectura queda, pues, desde aquí, recomendada al respecto. El Trabajo de Luis Angel Iturrioz: ¿La fe cuestionada por la ciencia? por otra parte, ha traído ya a colación alguna de las ideas que voy a esbozar seguidamente y, sobre todo, nos presenta, de la mano de Zubiri, un magnífico ejemplo de la pertinencia y apertura que hoy sigue teniendo la cosmología filosófica, y de hasta qué punto la alternativa mecanicismo-finalismo continua abierta desde un estricto atenimiento al contenido de la ciencia actual. Otra cosa es que, como señalan algunos autores – entre otros Habermas -, el expediente haya de considerarse como metafísicamente cerrado – opinión bastante discutible -,y no quepan nuevos enfoques e interpretaciones del asunto, como el que sugiero un poco de pasada en el pequeño artículo de Diálogo Filosófico de Abril.[1] Solo añadiré que siempre he visto en la obra de Zubiri y en su “materismo” un magnífico ejemplo de interpretación filosófica coherente y legítima – siempre con un margen inevitable de incertidumbre -, de los datos generales de nuestro saber científico. Me parece también representativo, en este sentido, el hecho de que, tanto en el caso del el Big Bang como en el de la teoría neodarwinista de la evolución, nos encontremos a un sacerdote católico que trabaja de manera relevante en la formulación – Georges Lemaître -, o consolidación – Teillard de Chardin -, de las respectivas teorías. El hecho de que, salvo notables excepciones, la mayor parte de los filósofos contemporáneos hayan renunciado a hacer cosmología, como, con toda justicia nos reprocha Hawking en su popular Historia del tiempo, no significa que la cosmología haya dejado de existir ni que el cosmos haya dejado de estar radicalmente abierto a lecturas metafísicas diversas.

Por lo que al problema número 2 se refiere me gustaría añadir tan solo una breve reflexión. A mi modo de ver, es justamente desde el ámbito de la teología desde donde resulta más sencillo garantizar el acuerdo entre razón y fe. Ello es así porque aquí sí es posible asentar como postulado teológico el de que la ciencia no puede entrar nunca en contradicción con la fe cristiana porque las verdades que la ciencia consigue para la humanidad son, precisamente, un ingrediente esencial en el desarrollo y en la fundamentación de los contenidos de esa fe cristiana. Es decir, la ciencia forma parte de la revelación del ser – revelación natural pero no menos necesaria y asombrosa que la sobrenatural – que Dios tiene previsto para el hombre. No es posible, pues, para el hombre ninguna clase de saber de lo sobrenatural que no se monte sobre un saber de lo natural, y no existe ningún saber de lo natural que resulte trivial de cara a un esclarecimiento más pleno de la revelación cristiana.

Es conocida la anécdota de la mujer de cierto pastor anglicano que, al ser puesta al corriente de las tesis de Darwin exclamó, espero que no sea verdad, pero si lo es, espero que no trascienda. Pues bien, creo que pensar así es una enorme herejía y que la actitud cristiana más genuina es, justamente, la de esperar – y trabajar – por que se conozca cuanta más verdad mejor en todos los ámbitos, y por que esa verdad trascienda, también cuanto más mejor. Al fin y al cabo, creemos realmente que toda verdad procede del Espíritu Santo. Así pues, y sin caer en cientificismos declarados o encubiertos, debemos apostar siempre porque el progreso objetivo en nuestro conocimiento de la realidad natural, incluso y sobre todo cuando nos obliga a cambiar nuestra idea de Dios, nos está enriqueciendo y nos está acercando a El. Por eso me parece tan oportuno recordar que la fe en la religión cristiana implica, fe en el hombre y fe en la capacidad del hombre para conocer progresivamente la verdad de un universo que es racional y que puede ser un magnífico hogar para nuestras aspiraciones de perfeccionamiento humano; es decir fe en la historia y en la ciencia. Me parece en este sentido, muy digno de meditar el hecho de que a finales del milenio haya sido precisa una encíclica para recordárselo a muchos teólogos católicos, así como también el de que la mitad del gremio teológico postmoderno se haya sentido tan incómodo con este recordatorio. Claro está que el especimen aquí denominado teólogo postmoderno no reacciona exactamente igual que la mencionada esposa del mencionado pastor, pero las tajantes distinciones que se estilan entre ciertas nociones de verdad – como algo que hace la ciencia – y ciertas nociones de sentido, como otra cosa donde, según parece, nos jugamos todo, pero que no tienen nada que ver con lo anterior, guardan, en el fondo, un cierto aire de familia con la espontánea reacción de nuestra buena señora: me da lo mismo que lo que pueda decir el biólogo sobre el hombre porque esa clase de cuestiones, en el fondo, no son en absoluto pertinentes para saber qué es el hombre.

IV. Las cuatro fronteras del discurso científico.

Pero es, como he dicho, en el cuarto de nuestros problemas, el de las relaciones entre ciencia moderna y razón, donde quisiera hacer un poco más de hincapié para finalizar. Si hay dos tópicos fundamentales en nuestra cultura mediática, esos tópicos son: que las ciencias naturales tienen el monopolio del saber racional y objetivo y que con el tiempo suficiente, y sin las rémoras y los prejuicios de la tradición, la técnica podrá solucionar todos nuestros problemas. En ambos casos se concluye que debemos hacer y pensar lo que digan los especialistas. Pero sucede, precisamente, que no hay especialistas en la realidad y que lo que se debe o no se debe hacer y pensar por parte del ciudadano no forma parte, en ningún caso, del reino de la naturaleza. En consecuencia, que nuestra ciencia no tiene ni el monopolio ni la última palabra acerca de lo que debe considerarse un buen argumento o un argumento racionalmente legítimo es, posiblemente, el punto más ampliamente consensuado de todo el pensamiento contemporáneo. De ello se sigue, también, que desarrollar este asunto con verdadero rigor y sistematicidad implique una relectura de toda la filosofía de los siglos XIX y XX, lo cual, huelga decirlo, es imposible aquí. Así que me voy a limitar a proponer una brevísima sistematización de todos estos argumentos con vistas, sobre todo, a articular mejor nuestro debate y, en modo alguno, a zanjarlo.

En realidad nos hallamos ante la vieja y venerable observación de que para ensayar comprensiones últimas de la realidad hay que habérselas con la totalidad de lo que hay, y hay que hacerlo, además, desde una revisión sistemática y radical de todos presupuestos que nuestro lenguaje pueda incorporar. La renuncia explícita y decidida a estos dos condicionantes es, justamente, el acto fundacional de la ciencia moderna que, en aras de una legítima apreciación de la eficacia y el progreso como valores supremos, delega, de antemano, la custodia de estas dos dimensiones de la racionalidad que podemos llamar pantonomía y autonomía, según la célebre terminología orteguiana. La jugada es legítima y provechosa para todas, pero surgen de aquí, a mi juicio, cuatro limitaciones intrínsecas de todo lenguaje científico que paso a enumerar como otras tantas fronteras de nuestra ciencia.

La Primera Frontera
La primera de ellas es la frontera categorial. Una frontera de la que se va cobrando conciencia a lo largo del siglo XVII – podemos pensar en el laberinto de lo continuo de Leibniz o en el análisis humeano de la noción de causalidad –, y que encuentra su primera formulación clásica en la dialéctica trascendental de la Crítica de la razón pura. Sucede, en efecto, que para pensar y compartir pensamientos son necesarios los conceptos. Los conceptos que manejamos no sólo posibilitan nuestra comunicación sino que configuran, también, nuestra memoria, estructuran nuestras experiencias, producen conocimientos nuevos y orienten nuestra acción. Ahora bien, los conceptos que en un momento dado se revelan eficaces y adecuados en un ámbito manipulativo-experimental, materia, energía, espacio etc., cuando aspiran a convertirse en categorías metafísicas, y ya hemos establecido que todo lenguaje que aspire a referirse a lo real como tal es un lenguaje metafísico, deben acatar unas reglas de uso que no vienen determinadas sólo por el substrato experimental cuantitativo en el que los maneja el científico, sino también por condiciones intrínsecas al propio discurso y argumentar humano.

Pensemos, por ejemplo, en el caso del Big bang. Explosionar es un concepto cuya referencia objetiva, no meramente analógica, debe encontrarse dentro del ámbito de los eventos que el hombre puede experimentar y producir. El terrorista nos lo recuerda todas las semanas. En un sentido propio, parece, pues, referirse a un acontecimiento que supone ya un lugar donde ocurre la explosión, un tiempo en el que transcurre y determina al menos un antes de la explosión, un algo que explosiona, así como unas leyes que determinan el proceso precisamente como explosión y no como implosión o combustión o condensación. Huelga decir que formulaciones de la teoría del Big bang que no aspiran a abandonar un terreno de significación especializado y no presuponen un tránsito directo y unívoco al lenguaje general sobre la realidad, como, por ejemplo: el Big bang nos indica que hay un momento particular en el que la materia, tal como la conocemos, surgió del vacío cuántico; no llegan plantear necesariamente este problema.[2] Pero si pasamos de estas formulaciones a otras más radicales del tipo el universo – entendido como totalidad de realidad existente – se explica por una gran explosión que sucedió hace veinte mil millones de años, el problema no es tanto que se ofenda a tal o cual religión, pues, a fin de cuentas, no hace falta ni el Big bang ni la ciencia moderna para proponer, como Lucrecio, una cosmología materialista – que, por otra parte, podría ser compatible con otras formas de religiosidad -, sino que nos estamos involucrando en una serie de controversias epistemológicas sobre los usos racionalmente legítimos o ilegítimos de nuestras categorías que tienen también su historia y sus reglas.

En primera instancia resulta claro que una explosión que requiere ya para concebirse propiamente todos los presupuestos antes enumerados, espacio, tiempo, etc., no puede pensarse como origen último, ni siquiera de la realidad física, a lo sumo, de la actual configuración de un universo que acaso no se agote en esa configuración y podría haber asumido otras. Por supuesto, sabemos que, con diversos matices y variantes, lo que estaría sugiriendo la física moderna es, más bien, que esa explosión inicial origina también el tiempo, el espacio, las leyes que informan el universo, y todo lo que el propio universo contiene. Pero dar este salto entre el uso común de explosión y nuevo uso que, a diferencia del común, esta eximido de toda referencia a un dónde, un cuándo, un cómo, un qué y un por qué previos y distintos de sí misma, aunque puede ser, en principio, legítimo, pone en marcha una serie de problemas metafísicos, en orden a redefinir todas esas categorías involucradas.

Ello es así, insisto, no por razones experienciables en las que, por descontado, no tengo competencia, sino por simples razones categoriales: explosionar significa lo que pasa con los petardos en las fallas, los misiles en las guerras y las empanadas congeladas en los microondas, y no es fácil habilitar una acepción común para todas esas cosas y un comienzo absoluto del propio marco fenoménico dentro del cual acontecen como eventos, algo para lo que las preguntas de ¿qué explosionó? o ¿y por qué entonces y no antes? todavía no pueden hacerse porque no hay nada ni cuándo. Un ejemplo de la clase de problemas que surgen cuando pasamos de tecnemas a filosofemas podría ser el siguiente. Si definimos la eternidad como la condición inherente a algo X tal que es imposible que haya existido o exista un instante de tiempo T en el que ese algo X no exista también – que es una de las acepciones más usuales -, la afirmación de que la misma explosión originante del universo origina también el tiempo como ingrediente de aquél parece implicar necesariamente la de que el universo es eterno. Pero, por otra parte, la afirmación de que el universo es eterno desde hace 20 millones de años – que a mí me parece particularmente hermosa y digna de explorar y, desde luego, no estoy seguro de que sea necesariamente un disparate; pensemos que ya Goethe ponía en circulación, para probar la eternidad del alma, un argumento similar pero referido a cada conciencia humana finita, con su famoso lema: puesto que soy eterno –, no es una frase que se pueda utilizar sin modificar drásticamente el contenido habitual de los conceptos involucrados, modificación que, además, exige ser explicitada.

Igualmente, si se admite que la explicación científica moderna implica la referencia a una vinculación causal entre un estado dado del universo y el estado del universo precedente, no parece que hablar de una explosión antes de la cual no puede hablarse de universo, ni siquiera de antes, sea distinguible de la afirmación: el universo existe porque sí.[3] En otras palabras, que explicar el universo por un evento que sólo puede concebirse ya como contenido en el universo, aunque sea exactamente contemporáneo de su génesis, nos devuelve abiertos e intactos los eternos y viejos problemas de la cosmología filosófica tradicional. Problemas tales como el de si la mega-fórmula que explicara la estructura y funcionamiento del universo debería explicar también por qué hay universo y no nada, así como por qué ese universo con esa fórmula y no otro, etc. La verdadera cuestión a la que quería venir a parar es, pues, la de que no cabe la menor duda, a estas alturas de nuestro desarrollo epistemológico, de que la clase de trabajo intelectual que debemos hacer a la hora de determinar qué es y qué no es un buen argumento sobre los todos y las partes, los procesos y los objetos, los principios y los eventos, de la realidad, es esencialmente distinta de la de se realiza para medir el alejamiento de las galaxias o la radiación de base en el universo.

La Segunda Frontera
Esta observación nos aboca, pues, a la segunda de nuestras grandes fronteras que es la frontera lingüística. Como se trata del motivo que antes exploraba a propósito de la expresión no somos más que materia organizada, no voy a insistir ahora mucho más en ella. Acabamos de decir que, hablar de la totalidad de lo real, o de la realidad como tal, es algo que sólo puede hacerse desde un lenguaje unificado capaz de integrar en su seno el contenido de todos los lenguajes particulares y específicos del hombre y además, y muy particularmente, el del lenguaje cotidiano, el de la vida corriente. Ello implica, además de lo apuntado en el apartado anterior, un notable esfuerzo de creatividad lingüística, y un campo decididamente abierto a la poesía, a la metáfora, desde el momento en el que la analogía se revela como mecanismo fundamental para realizar dicha tarea. Un artículo muy pertinente al respecto me pareció en su día el de ¿Ah, pero el universo era plano?, de Cayetano Lopez – en El país del 24 de Mayo del 2000. Abunda el autor, tal vez sin saberlo, en un tema ya clásico de la filosofía desde finales del siglo XIX. Posiblemente uno de los méritos mas indiscutibles de los pensamientos de Federico Nietzche o de Ludwing Wittgentein haya sido el de demostrar plamariamente esta faceta poética del lenguaje científico. Por mi parte, después de oír detenidamente a Federico Morán hablarnos sobre el Big Bang, creo que archifulguración autoexpansiva es una metáfora mucho más precisa y hermosa para referirse a lo que se nos estaba explicando. En primer lugar porque no creo que algo que debe decirse en inglés pueda explicar realmente el origen del universo en el que yo habito. Y, después, porque creo que mi referencia a lo originario a través del griego “archi”, y al papel de la energía, la luz y la estructura del espacio, mediante los términos fulgor y expansión, dan una idea mucho más grandiosa del evento. Personalmente me interesaría mucho conocer la opinión de Federico Morán sobre el tema, como también me gustaría saber si hay alguna objeción experimental seria para preferir la fórmula siguiente: la evolución nos enseña que los seres vivos sobreviven para evolucionar, a la tradicional fórmula: la evolución nos enseña que los seres vivos evolucionan para sobrevivir. A fin de cuentas, el uso del “para” en nuestra biología sigue siendo, básicamente, una licencia poética.

La Tercera Frontera
La tercera frontera a la que me quiero referir es la frontera metodológica, es decir, todas aquellas limitaciones que son intrínsecas a nuestro razonamiento científico, precisamente en virtud de su metodología. Por ejemplo, la imposibilidad de refutar empíricamente todas las hipótesis alternativas que pueden manejarse en un momento dado. Teniendo en cuenta que un universo puede ser perfectamente racional y, a la vez, infinitamente complejo, la permanente refutabilidad de cualesquiera teorías en cualesquiera momento de su desarrollo podría ser una condición intrínseca del propio progreso científico. Pero sin necesidad de entrar en argumentaciones tan específicas – el filósofo puede sufrir del la misma especialitis que reprocha en el científico -, se pueden proponer algunos ámbitos en los que la pretensión de lenguaje definitivo sobre la realidad, que podría acariciarse para el de la ciencia, aparece seriamente restringida. Se me ocurren ahora tres ejemplos muy claros.

A) Las cuestiones fronterizas entre dos o más ramas de la investigación científica. Pensamos en el caso de la mente y su posible abordaje tanto por el estudio del cerebro, como por el de la conducta, como por el de los contenidos inferidos de esa conducta. Las llamadas ciencias cognitivas, la psicología o la neurología aplican, así, legítima y eficazmente, variantes distintas de nuestra metodología científica sobre un mismo ámbito de realidad. O pensemos, por ejemplo, en el problema de si el proceso de hominización fue o no un proceso intraespecífico y social, posibilitado, claro está, por una base biológica, o un evento genético. Es decir, si el problema de la aparición del hombre en la tierra es el de la aparición de la o las primeras comunidades humanas, en cuyo caso sería competencia de la historia y su método de explicación netamente idiográfico – comprender un proceso o evento en sí mismo sin subsumirlo en leyes generales comunes con otros procesos o eventos distintos -, o es el de la aparición de un genoma, en cuyo caso siendo competencia exclusiva de la biología y su modelo nomotético – explicar es subsumir algo como caso particular de unas leyes generales que se cumplen en él.

B) Tenemos, también, la imposibilidad de eliminar por completo la dependencia argumental respecto a problemas epistemológicamente pertinentes para las diversas ciencias de los que, sin embargo, no trata ninguna ciencia: ¿por qué funcionan las matemáticas en el universo? o ¿hasta qué punto llega la inteligibilidad de éste?

C) Y tenemos, también, la limitación que surge del problema epistemológico – al que, por cierto, le vaticino un brillante futuro inmediato -, de qué ciencias debe haber y cuáles no son ya necesarias o convenientes. Pensemos, por ejemplo, en la propuesta de H. A. Simon, hacia los años sesenta, de crear unas ciencias de lo artificial, o en el cuestionamiento radical que la sistémica o la informática hacen de nuestras distinciones tradicionales entre ciencias formales y experimentales, naturales y sociales, puras y aplicadas.

La Cuarta Frontera
La cuarta frontera, en fin, muy emparentada con la anterior, es la que se desprende del carácter intrínsecamente tecnológico, es decir, productivo de lo que la ciencia moderna puede concebir como explicación. En el lenguaje de la ciencia actual, decir que podemos explicar algo cuya reproducción nos resulta inconcebible, siquiera en condiciones ideales, es, sencillamente, contradictorio. La naturaleza misma del experimento moderno y la restricción que la ciencia moderna realiza de la noción clásica de causalidad al ámbito de la causalidad eficiente, – explicar algo es, en suma, saber qué hay que hacer para producirlo -, imponen una dimensión netamente tecnocientífica a nuestra comprensión de la Naturaleza. Esto no es una perversión de nuestra cultura o una manía de nuestra ciencia, como a veces se sugiere, es la condición de posibilidad misma de la ciencia moderna, tal y como han señalado, entre otros, por ejemplo, Scheler, Heidegger, Ortega, Arednt, o toda la llamada Escuela de Frankfurt. A propósito de esta última, por cierto, debe destacarse aquí, como un aspecto eminente en la fijación de esta frontera, su crítica de la racionalidad instrumental, es decir, del agotamiento de lo racional en lo tecnocientíficamente eficaz. De todas formas, aunque tecnociencia moderna no sea necesariamente falacia tecnocrática y aunque, en un plano estrictamente epistemológico, ser capaz de producir el efecto o el objeto deseado en el momento deseado es, sin lugar a dudas, un factor primordial y un magnífico argumento a la hora de certificar la objetividad de lo que pensamos acerca de la realidad, la asimilación absoluta entre conocimiento y reproductibilidad no deja de ser objetable. Entre muchas otras razones, porque la capacidad de creación humana opera siempre en un contexto estable y ya dado de infinitas variables, el universo, que no ha creado él ni es preciso conocer para manipularlo eficazmente en ocasiones. Producir una célula viva en un laboratorio sería saber mucho más sobre la vida, pero no es saberlo todo sobre la vida, ni siquiera sobre la vida producida, ni sobre por qué está en el universo; aunque sólo sea porque el investigador que consiguiera una cosa así no dejaría de ser, en suma, otro ser vivo que ha sido necesario para esa producción.

Explorar un poco más todas estas controversias nos llevaría de cabeza al desarrollo de la teoría del conocimiento contemporánea en su práctica totalidad y no parece ser ahora el caso. Creo que, con lo dicho, mi afirmación de que el problema de las relaciones ciencia-razón, es un problema epistemológico previo al de las relaciones ciencia-fe, queda lo suficientemente fundamentada como para poder proponerse, inicialmente, en nuestro debate y que, por tanto, debo cerrar ya mi turno de palabra, aunque sea, como en este caso, escrita.

ATRÁS


NOTAS
1) A propósito del memorable ejemplo del cordero asado de Iturrioz, me atrevería a sugerir la pertinencia de organizar una comida, a estas alturas de nuestra singladura común – cuya financiación, por supuesto puede quedar a cargo de los propios participantes -, y me pregunto si no sería el caso de organizar con todas las publicaciones aquí referidas, eventualmente retocadas o no- un pequeño volumen en que el que, además, Miguel Angel se podría estirar un poco cumpliendo galanamente con un prólogo. Los dos escritos de Federico Morán harían un hermoso papel como capítulos 1 y 2; este mío, tal vez un poco más “academizado” un capítulo 3, los de Pablo e Ildefonso como capítulos 4 y 5, y Rosamunda, terciando como creyere menester.
2) Prigogine, I. Las leyes del caos. Crítica. Barcelona, 1999, p.111.
3) Aprovecho este momento para exponer mi opinión, que no afecta en absoluta al desarrollo de la argumentación que ahora estoy realizando, de, realmente, la física moderna, en tanto que saber restringido al ámbito de lo fenoménico, sólo puede concebir el universo como eterno, si quiere concebirlo como universo, y, al mismo tiempo, sólo puede concebirlo como originado en un momento preciso, si es que quiere pensarlo como algo plenamente racional, con lo que volvemos, de hecho, a las viejas antinomias kantianas para las cuales, por cierto, no he leído todavía una respuesta cabal por parte de la física contemporánea – la referencia de Hawkins a Kant en historia del tiempo no roza siquiera la argumentación Kantiana.