En ciertos círculos se cree que la ciencia le puede o le gana a la religión. La idea es simplona e inflexible: la religión no puede resistir a la ciencia. Los irrefutables hechos de la ciencia hacen por fin insostenible la fe. Junto a esto está la idea de que la fe y la religión se sostienen por ingenuidad y por falta de valor, es decir, si alguna vez uno mirara a los irrebatibles hechos científicos con suficiente coraje intelectual, se vería forzado a admitir que la fe y la religión van contra la evidencia de la ciencia.
Irónicamente, esta concepción se encuentra más a su gusto dentro de los círculos más arrogantes de la ciencia y en los círculos más fundamentalistas de la religión. Estos grupos opuestos se odian mutuamente, pero los dos tienen esto en común: ambos creen que la ciencia y la religión son incompatibles.
¿Qué hacemos con esa idea? La ciencia auténtica y la religión auténtica, ambas, sugieren lo contrario. Muchos científicos respetables sienten fe religiosa y no ven incompatibilidad entre lo que ven a través de la investigación empírica y lo que profesan en sus iglesias. Y a la inversa, mucha gente profundamente religiosa conoce, confía y respeta los hallazgos de la ciencia y no ven en ella nada que les asuste respecto a lo que ellos tanto aprecian religiosamente. Los mejores científicos afirman con claridad y humildad que lo que se puede decir sobre el mundo a través de la investigación empírica de ninguna manera elimina lo que se pueda decir sobre el mundo bajo el prisma de la fe y la religión. Y los mejores expertos en religión devuelven el favor. La religión “auténtica” concede a la ciencia su lugar propio, exactamente como la “auténtica” ciencia otorga a la fe su propio lugar.
Además, la idea de que la ciencia le puede y le gana a la religión se basa generalmente en una lectura errónea del supuesto conflicto entre las dos. Charles Taylor, en su trabajo descomunal “Una Era Secular” sugiere que la gente generalmente abandona la religión en nombre de la ciencia no porque la ciencia sea más creíble que la religión (aun cuando ellos lo crean así). Más bien, lo que ellos están abandonando es un “paquete completo”, una forma total de entender a Dios, de comprender el mundo, de entender el sentido de la vida y de comprender nuestra relación con nuestro pasado religioso. No están simplemente canjeando ingenuidad (religión) por madurez (ciencia). Están cambiando completamente una visión de la vida por otra opuesta. Pero ambas opciones presuponen la fe.
¿Qué significa esto? Es muy sencillo: que tanto creer que Dios no existe como creer que Dios efectivamente existe es un acto de fe; y afirmar que uno no cree a causa de la ciencia implica muchas cosas que tienen que ver muy poco con la misma ciencia.
Decir: “Creo o no creo” implica una cantidad de elementos no derivados de la evidencia empírica.
¿De qué elementos se trata?
En primer lugar, un determinado concepto de Dios. La mayor parte del ateísmo es, como afirma Michael Buckley, un parásito que surgió del mal teísmo. El Dios rechazado por muchos ateos debería ser efectivamente rechazado, ya que ese Dios tiene muy poco en común con el Dios de Jesucristo. Lo mismo se aplica a mucha gente que rechaza la religión. Lo que se está rechazando es una religión utilitarista, egocéntrica y autocomplaciente; no una religión auténtica.
Después está la cuestión de cómo concebimos los caminos de Dios. La Escritura nos asegura que “los caminos de Dios no son nuestros caminos”, una verdad que los católicos romanos han intentado expresar filosóficamente con la noción de la analogía del Ser y los protestantes han intentado salvaguardarla por medio del énfasis en la alteridad de Dios. Cuando se rechaza la religión en nombre de la ciencia, invariablemente la religión rechazada no salvaguarda la alteridad de Dios y, aunque de modo no intencionado, ha reducido a Dios a algo que se pretende comprender con categorías humanas.
Despojado de auténtica divinidad y misterio, tal Dios inevitablemente no podrá resistir la prueba del agresivo cuestionamiento humano.
Más todavía: la humildad y la arrogancia juegan también un papel en la tensión entre ciencia y religión y su proclividad a rechazarse mutuamente. La arrogancia enfermiza y la humildad también enfermiza se alimentan mutuamente para crear dicotomías ilícitas que fuerzan a la gente hacia opciones falsas.
Así mismo, la fe y la duda están ligadas a la integridad moral. La Escritura nos asegura que sólo podemos ver a Dios por medio de la pureza de corazón. De ahí que nuestra vida -moral o inmoral- nos ayudará o a clarificar o a ensuciar nuestra conciencia de Dios. El pecado afecta a nuestra vista, a nuestra visión, como también afecta la virtud. La arrogancia es un obstáculo para arrodillarse y el pecado es un obstáculo para la visión de Dios. Éste es un punto muy sensible. Duda e incredulidad no se pueden equiparar simplistamente a arrogancia, falta de sinceridad, o mala vida moral. Todos nosotros conocemos personas maravillosas que luchan con la incredulidad o la falta de fe. Sin embargo, esto debe estar todavía en la ecuación. Todos nosotros conocemos también personas demasiado soberbias y arrogantes para que puedan ver claro.
Finalmente está también la cuestión de nuestra relación a nuestro pasado religioso. Cuando la fe y la religión se miran como infantiles y naíf, caen bajo ese juicio más cosas que las que tienen que ver con la evidencia empírica.
Prácticamente en cada caso ese juicio se colorea y se sopesa según cómo se siente uno sobre su propio pasado religioso.
La ciencia no le puede a la religión, ni la religión le gana a la ciencia, ya que un mismo y único Dios es autor de todo lo bueno, tanto en la ciencia como en la religión.
Traducido por Carmelo Astiz, cmf