La vida del cristiano implica dos actitudes fundamentales: la fidelidad a la llamada creadora de Dios y la vivencia del "cada día" evangélico como condensación de esa fidelidad en el momento presente. Vivir cada día como si fuera el primero, como si fuera el último, como si fuera el único.
El núcleo de la oración sacerdotal de Jesús se condensa en estas palabras: «Yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno» (Jn 17,23). Este núcleo expresa la Alianza que «es» Cristo y que el cristiano está llamado a «vivir», y contiene dos grandes claves del seguimiento:
- la fidelidad como única ley de la alianza y
- el «cada día» evangélico como explicitación y encarnación de esa fidelidad en el momento presente, en el aquí y ahora cotidiano.
La fidelidad
Para los profetas, la alianza tiene carácter esponsal; se presenta como la experiencia fundante del pueblo de Dios plenamente realizada en Cristo y se define como entrega total y recíproca por amor. Exigencia de la alianza es la fidelidad, igualmente total y recíproca. Esta actitud se construye en torno a dos ejes fundamentales: recibir y dar; aceptar y ofrecer; acoger y entregar. Como en la respiración, expresión y símbolo de la vida, ambas fases se integran en una unidad mayor y se regeneran y amplían prolongándose indefinidamente. La muerte sobreviene cuando cesa cualquiera de ellas, cuando en el tiempo de recibir o de dar se corta la comunicación, constitutivo esencial de la vida en cualquiera de sus formas.
Actitud de acogida
La persona humana comienza siempre por recibir. Este comienzo no es sólo un punto de partida o una serie de actos, es toda una dimensión de la existencia: la gratuidad.
Quien recibe debe alimentar en sí mismo esa disponibilidad bíblica del hinnení («Aquí estoy»), característica de todos los amigos de Dios (Abraham, Moisés, Isaías, Samuel, María) y que es llevada hasta el límite por Jesús en su relación con el Padre. Mirando a Cristo, sus seguidores aprenden el difícil arte de recibir, esa aceptación humilde, agradecida y gozosa propia de los pobres de espíritu que siempre quedan en deuda.
Esto exige, ante todo, ojos abiertos para contemplar con mirada penetrante que escruta los signos del tiempo y del espacio y adelanta la novedad de Dios: «Mirad que realizo algo nuevo, ya está brotando, ¿no lo veis?». El cristiano auténtico es un contemplativo. Su mirada abierta a la Luz ilumina e universo, embellece la vida, acaricia la humanidad y bendice a Dios.
Exige, además, oídos atentos para escuchar la llamada constante del Señor: «She-má, escucha». Escuchar no es abrir los oídos para percibir un mensaje. Es hacerse todo oídos para acoger al otro que es todo palabra. Es oír con el corazón a quien nos habla, tal vez desde el silencio: Dios, los hermanos, el cosmos y la historia, permitiéndolos vivir y crecer en nosotros con la fuerza del Dios vivo. Escuchar así implica un desposamiento permanente; requiere fiarse, arriesgarse, tomar sólo el maná necesario para la jornada.
Actitud de entrega
Al recibir sigue siempre el dar. Quien no da, más aún, quien no se da, se cierra en su pequeño mundo y por tanto se incapacita para seguir viviendo como persona.
Cristo es pura entrega. El cristiano, convertido en discípulo por la experiencia del recibir, se va haciendo testigo y profeta por la experiencia del dar. Lo cual exige la firmeza de la debilidad, esa audacia («parre-sía») de quien se apoya en el poder de Dios, que es capaz de curar enfermos, resucitar muertos y perdonar pecados (Mt 4,23s; 9,25; 12,28).
El cristiano, entonces, está a punto para compartirlo todo con los hermanos hasta quemar la vida por ellos, hasta comulgar con ellos el don de Jesucristo. Esto exige también manos libres para trabajar y pies de mensajero que anuncia la salvación de Dios.
Todo ello es posible desde la fidelidad de Jesucristo; en la certeza de que todo es Pascua y por tanto implica asumir las rupturas que comporta la vida de profeta y de mártir, y exige nacer de nuevo en apertura al Espíritu de Jesús que da transparencia a nuestras vidas.
El «cada día» evangélico
Es una segunda clave que podemos considerar en tres momentos: Cristo, María, nosotros.
En primer lugar Cristo. El «cada día» de Jesús condensa en el tiempo la fidelidad y la va plasmando en compromisos concretos. El asume su condición humana y vive hora a hora, momento a momento. Por eso se limita a pedir el pan de cada día y es consciente de que le basta a cada día su afán. Desde el primer instante de su existencia terrena hasta el último gesto consumado silenciosamente en la cruz al inclinar la cabeza, Jesús va siendo el Sí, el Amén, el Aquí estoy, la Disponibilidad activa y personal a la voluntad del Padre.
Del mañana sólo le interesa lo que ya es hoy (porque el mañana tiene ya en el hoy sus raíces que es preciso cultivar con esmero). No se precipita para acortar distancias, no violenta procesos para anticipar resultados, no rompe el ritmo natural de su historia o de la historia de los demás para ganar en eficacia. Si es tiempo de esperar, espera activa y pacientemente. Sabe muy bien que para hacer crecer una planta hay que cultivarla, no tirar de su tallo. Cuando pone la mano en el arado no huye hacia adelante ni vuelve la vista atrás: avanza serénamente paso a paso.
Esta identificación permanentemente actualizada con la voluntad del Padre se refleja en un servicio continuo a los hermanos. El querer de Dios le lleva al Hijo de Dios a hacerse hombre y a vivir y morir un día tras otro por nosotros los hombres y por nuestra salvación. Todavía antes de su regreso al Padre nos prometerá seguir con nosotros «cada día» hasta el fin del mundo. Este es el proyecto. Esta, la vida de Jesús.
María
María tampoco hace otra cosa. Es pobre, humilde, se mantiene siempre en la penumbra. Se dedica a cosas tan sencillas como barrer el suelo, lavar la ropa, preparar la comida, pero pone en cada una de sus obras tanto amor que toda ella es un «Hágase» y un «cada día» permanentes. El «Magníficat» viene a ser la culminación de esas dos palabras, de esas dos actitudes.
La vida de la Virgen no fue fácil (una espada atravesará su corazón), pero fue sencilla. Ella no se enredaba en el pasado ni en el futuro, no acumulaba agobios ni preocupaciones, vivía confiadamente en las manos de Dios «como un niño en brazos de su madre». Sabía muy bien de quien se había fiado. Eso le permitía mantener el alma siempre limpia, totalmente disponible. Cada latido de su corazón era como un versículo de un salmo inagotable: «¡Mi ser entero tiende a ti!».
Fue una existencia dura pero serena, oculta pero colmada. Y éste fue su secreto: dejar el pasado y el futuro en manos del Padre y, olvidada de sí misma, entregarle a él «con toda el alma» el momento presente, el
único de que podía disponer. Y así hasta el último aliento de su vida.
Nosotros
¿Y el cristiano? Este momento es el único de que disponemos, el único que podemos ofrecer. Nuestra limitación es grande, pero estamos invitados a vivir el presente en esa actitud cristiana y marial de entrega humilde, radical y definitiva. ¿Qué significa, si no, la vida bautismal? ¿No somos consagrados a Dios por su Espíritu para vivir así? ¿No es ésta la raíz última, la verdadera clave y la más viva exigencia de nuestra identidad cristiana?
Cada día nacemos, vivimos y morimos. Es una pequeña vida condensada. No es un ensayo de la vida, es la vida misma, la única que tenemos. Cada una de nuestras jornadas es nueva; es original, distinta, irrepetible. Un día no se suple con otro: es pieza única. Importa sólo vivirlo en plenitud. Sin agobiarnos por los recuerdos del ayer ni inquietarnos por los proyectos del mañana: «Enseñar cada día» (Hch 5,42), «frecuentar el templo cada día» (Hch 2,46), «perdonar cada día» (Lc 17,4), «amar cada día» (Hb 3,13). Vivir cada día como si fuera el primero, como si fuera el último, como sí fuera el único. No eludir el afán de cada día, pero asumir serenamente que «le basta a cada día su afán» (Mt 6,34).
La sabiduría evangélica consiste en vivir con fidelidad cada día. Una forma de traducir el «quotidíe» evangélico podría ser ésta: «Sólo por hoy». El buen papa Juan XXIII escribió en su Diario del alma un decálogo que está ya traducido a más de cincuenta idiomas. Cada uno de sus diez puntos comienza con las mismas palabras: «Sólo por hoy». Al final concluye sabiamente: «Puedo hacer bien durante doce horas, lo que me descorazonaría sí pensase tener que hacerlo durante toda mi vida».