tenía el enorme atractivo de que te ofrecía una responsabilidad
limitada […], pues la muerte terminaba con todo”
Querido Clive Staples Lewis:
¿Te cuento una anécdota? Cuando el filósofo español Julián Marías perdió a su mujer, Lolita, de la que estaba profundamente enamorado, sintió que el mundo se le venía encima. Días después encuentra en casa de unos amigos un libro de “el autor inglés más interesante del siglo XX”. El autor eras tú. Y el libro, A grief Observed (Una pena observada).
Marías llama a esa obrita de 80 páginas “tremendo escrito en que [el autor] cuenta la experiencia de la muerte de su mujer […], con la que sólo estuvo casado cuatro años”. Comenta luego: “Devoré en la cama el breve libro, y encontré en Lewis, hombre de arraigada fe, el relato de una crisis semejante, nacida de ser aquello, para él, no ‘cuestión de vida o muerte’, sino de esperanza o desesperanza, de la posibilidad de que la vida tuviese todavía algún sentido”. Y concluye: “A mi paso por Nueva York busqué y compré este libro del gran autor, muerto en 1963, que ya habría encontrado la respuesta”.
“Hombre de arraigada fe”. Lo eras sin duda. Tu gran admirador no tenía por qué recordar entonces que habías pasado una racha de ateísmo, sobre todo desde la muerte prematura de tu madre. A ver quién iba a convencerte de que la historia humana, tejida en buena parte de crímenes, guerras, dolor físico y sufrimiento moral y, además, dentro de un cosmos frío e insensible, podía surgir de un ser omnipotente y misericordioso. Calificabas de estupidez el “inferir directamente lo blanco de lo negro”. ¡La vieja objeción mil veces repetida! Pero una mente tan fina como la tuya no podía quedarse ahí. Al fin reconoces que se te había colado por alguna rendija el miedo a la libertad, o más concretamente a la responsabilidad, y que ese miedo alimentaba tu ateísmo: “Para un cobarde como yo, el universo del materialista tenía el enorme atractivo de que te ofrecía una responsabilidad limitada […], pues la muerte terminaba con todo”.
Cuando a tus 20 años tienes que pasar tres semanas internado en el hospital de Le Tréport, descubres un ensayo del converso católico Chesterton, a quien no conocías, y comprendes que no puedes precipitarte a despachar alegremente una cuestión tan radical como el sentido de la vida o, en última instancia, la existencia de Dios. Ocurría además que los libros comenzaban a volverse en tu contra. Qué extraña coincidencia: los autores que más te llegaban tenían la chifladura del cristianismo. De Chesterton a Geore MacDonald, de Johnson a Bergson, Spencer y Milton. Incluso en la antigüedad, “los más religiosos (Platón, Esquilo, Virgilio), eran claramente aquellos de los que podía alimentarme de verdad”. En cambio, aquellos “que no tenían la enfermedad de la religión y con los que, teóricamente, mi afinidad tenía que haber sido total (Shaw, Mill, Gibbon, Voltaire), eran entretenidos, pero nada más. Parecían poco profundos, demasiado simples”.
Hay otros encuentros, diálogos, episodios, que remueven la base de tus convicciones. Y una de dos: o cierras los ojos, o te enfrentas personalmente con Dios. La amistad con J. R. R. Tolkien termina derribando todos los muros. “Al final”, confiesas, “Aquél a quien temía profundamente cayó sobre mí. Hacia la festividad de la Trinidad de 1929 cedí, admití que Dios era Dios, y de rodillas, recé. Hasta entonces yo había supuesto que el centro de la realidad era algo así como un lugar. En vez de eso, me encontré con que era una persona”. Entonces mismo te comprometes a emprender una vida nueva. No es casual que el libro que recoge esas palabras y en el que describes tu conversión al cristianismo se titule precisamente “Cautivado por la alegría”.
Sigues escribiendo con una fecundidad, una lucidez y una agudeza nada comunes, abarcando desde la filosofía y la apologética a la ficción, pero, eso sí, poniendo el acento en la difusión de la fe cristiana. Con tres núcleos: la existencia de un Dios personal, la centralidad de Cristo en la creación y la historia de la salvación del hombre. O sea que, perteneciendo a la Iglesia de Inglaterra, te detienes en el ‘mero cristianismo’: lo mucho que comparten las distintas confesiones cristianas frente a lo que todavía hoy las separa.
Tu obra de ese título –“Mero cristianismo”- lo presenta con nitidez. No te sientes llamado a perderte en otras cuestiones, porque recuerdas la respuesta que recibió un interrogador bien cualificado: “¿Y a ti qué te importa? Tú sígueme”.
En fin, admirado Clive Staples (casi nadie conoce que las misteriosas iniciales que siempre te acompañan corresponden a esos extraños nombres), son muchos los que admiran tu impresionante cultura literaria, filosófica y teológica; tu reconocido prestigio como escritor, académico, profesor de Oxford y de Cambridge, y tu extraordinario ingenio y profunda religiosidad ya ‘de vuelta’ de todas las tentaciones contemporáneas.
Muchos destacan algunos títulos de tu obra: “Cartas del diablo a su sobrino”, “Los cuatro amores”, “Lo eterno sin disimulo”, “Las crónicas de Narnia”… Pero hay un ensayo incisivo y esclarecedor que merece especial reconocimiento: “El problema del dolor”, donde afrontas ese gran interrogante que atraviesa la historia: “¿Por qué Dios permite el mal si de verdad es bueno y todopoderoso?”. Merece la pena leer con sosiego estas páginas. que no es posible resumir.
Confiesas que “el único propósito del libro es resolver el problema intelectual suscitado por el sufrimiento”. Pero reconoces que eso no lo es todo. Y ofreces tu convicción de que “cuando llega el momento de sufrir el dolor, ayuda más un poco de valor que un conocimiento abundante; algo de compasión humana más que un gran valor; y la más leve tintura de amor de Dios más que ninguna otra cosa”. Está claro que quieres subrayar este último punto.
Por eso tienes la osadía de dedicar el capítulo final al cielo -sí, sí, al cielo-, sin temor a que se burlen de ti acusándote de construir castillos en el aire. Luego será posible captar que el dolor bien vivido es paradógicamente fuente de alegría; que “los padecimientos del tiempo presente no son nada en comparación con la gloria que ha de manifestarse en nosotros” (Rm 8,18). O que Dios enjugará toda lágrima de sus ojos y ya no habrá muerte, ni llanto, ni sufrimiento, ni fatigas, porque todo lo anterior ha pasado” (Ap 21, 4). En suma, que la cruz termina definitivamente en la resurrección.
Ha pasado ya un tiempo desde tu muerte acaecida el 22 de noviembre de 1963 –el mismo día que asesinaron al presidente Kennedy– y tus reflexiones siguen teniendo la misma frescura que el primer día.