CÓMO HACER UN SACERDOTE MEJOR

10 de noviembre de 2004
|

Entrevista al P. Robert Barron, profesor de teología sistemática en el Seminario de Mundelein, Illinois, publicada en la revista U.S. Catholic, diciembre de 1997 y traducida del inglés por Gonzalo Fernández Sanz

Ciudad Redonda

¿Por qué siente usted la necesidad de presentar una nueva visión del sacerdocio?

Quiero encontrar un modo de hablar sobre el significado y el atractivo de ser cura que no sea clerical. En mi etapa formativa, después del Vaticano II, había dos opciones para los sacerdotes: o ser un tipo de cura preconciliar y clerical, o ser un cura moderno, progresista, con una nueva visión del sacerdocio. Si uno se atrevía a hablar de forma positiva y entusiasta del papel singular del sacerdote, se le consideraba automáticamente un conservador que no había entendido para nada el Vaticano II. Como profesor de seminario, estoy notando que mis estudiantes buscan una nueva visión del sacerdocio, un modo de acentuar su importancia sin recaer en modelos clericales. Mi búsqueda me ha llevado a estas dos imágenes del sacerdocio: el cura como el que guía a los otros hacia el misterio de Dios y el cura como médico del alma.

¿Cómo ha llegado a estas imágenes?

Las dos son muy antiguas. Durante siglos, los que han escrito sobre el camino espiritual han subrayado la necesidad de un guía, de alguien que te señale una dirección. Los teólogos, como Paul Tillich por ejemplo, han descrito a Dios como un ser esencialmente misterioso. Sólo en relación con este misterio la vida adquiere sentido, interés y significado. El Misterio es el siempre mayor, el siempre desconcertante poder de Dios. Pero no nos resulta fácil captar este misterio porque, como decía Tillich, confundimos otras cosas con esta preocupación última. Andamos preocupados con nuestras relaciones, o con los partidos políticos, o los bienes o lo que tenemos. El papel del guía es conducir a la gente de manera efectiva hacia el auténtico misterio. Eso es lo que los teólogos y las personas espirituales han hecho a lo largo de los siglos. Sobre la imagen del médico de almas, cuando investigué en los grandes teólogos de nuestra tradición, empecé a ver que eran médicos de almas. Ellos no escribían para que sus artículos se publicasen en libros para eruditos. Los Padres de la Iglesia y los teólogos medievales escribieron como pastores y ministros; se preocupaban del cuidado de las almas. Eso es precisamente lo que hace el sacerdote: curar esa parte más profunda de la persona que llamamos alma. Esto hace del sacerdocio algo fascinante e indispensable, sin que sea preciso hacer de él algo exclusivo o clerical.

¿Qué es lo que va mal en el alma para que necesite ser atendida?

Antes de nada, defino el alma como el corazón, en sentido bíblico. Es la imago Dei, por usar la expresión clásica, el punto de contacto entre la psiche y Dios. Un modo como el alma puede andar mal es lo que nuestros grandes escritores espirituales suelen denominar concupiscencia, o deseo errante. El deseo infinito de Dios que existe en el alma puede engancharse a algo distinto: dinero, sexo, poder, posesiones. El alma entonces comienza a gastar su energía en este otro objeto en vez de centrarse en Dios. Esto se ve en toda la Escritura de diferentes maneras. Se trata de la enfermedad espiritual más elemental. Parte de esta curación del alma -que se puede ver en la historia de Jesús con la samaritana (Jn 4,1-32)- es lograr que esa energía infinita del alma se oriente hacia la realidad infinita que es Dios. La mayor parte de nuestra tradición espiritual y teológica trata este problema del deseo errante.

¿Cómo puede hoy un sacerdote curar el alma?

Puede servirse de las grandes doctrinas, enseñanzas, escritos espirituales, y de las imágenes de nuestra tradición que poseen la capacidad de curar el alma. Esto se hace en la predicación, en la proclamación de la Escritura. Se hace también en la tarea pastoral (visita a hospitales, preparación de la gente para los sacramentos, acompañamiento espiritual). El cura puede servirse de la psicología y de cualquier otro instrumento, pero lo que cuenta al final es el poder transformador de Cristo, la Encarnación. La Encarnación es un bálsamo que nos muestra que nuestra identidad más profunda procede de una sumisión radical a lo sagrado. El médico de almas intenta despertarnos para que veamos cómo podemos participar en la Encarnación. A lo largo de los siglos los grandes escritores espirituales como Santo Tomás de Aquino han llamado a este proceso «deificación». El objetivo de la vida cristiana es participar en el poder de Dios. Somos los hijos queridos de Dios. Somos manifestaciones de lo sagrado. Parte de nuestro problema con respecto al alma, creo, es que no lo vemos. Imaginamos el mundo equivocadamente. La medicina del alma puede ayudarnos a recuperar nuestra identidad más profunda. Mi queja es que hemos arrinconado todo el gran material sobre la medicina del alma y lo hemos colocado en estanterías llenas de polvo para que lo lean sólo los estudiantes que preparan sus tesis doctorales. Pero estos escritos no se escribieron para eso. Agustín no se preocupó de los doctorandos, que es, por desgracia, la única gente que lo lee hoy. Él escribió sus homilías y su teología para la gente a la que servía como obispo. Y lo mismo hizo Juan Crisóstomo y los demás padres de la Iglesia. Estoy intentando recuperar esos tesoros de manera que podamos usarlos para transformar a la gente, puesto que estos escritos fueron hechos para ser usados.

¿De qué otros tesoros podemos disponer?

De todos los medios a través de los cuales hablamos de Cristo. De todos los que portan la imagen de Cristo (la arquitectura, el arte, la literatura, las vidrieras de nuestras catedrales, la Suma de Santo Tomás, los sermones del cardenal Newman, la metafísica de Rahner). Todas estas cosas son herramientas que están a nuestra disposición. Pero el auténtico bálsamo para las almas es Cristo. Cristo es el salvador. Él trae la salvación, la curación. El ministro unta en la pomada de la tradición cristiana en cualquiera de sus formas y aplica su poder transformador. Eso es lo que hizo San Pablo: llevó la imagen de Cristo de forma sanadora.

A muchos de nosotros se nos enseñó a ver a Dios como un ser todopoderoso y lejano. ¿No cree usted que la «deificación» puede sonar a la mayoría de la gente como algo extraño?

Sí, y creo que se trata de un problema pastoral bastante serio. Hoy se habla mucho acerca de la trascendencia de Dios, y está bien. Dios es dramáticamente trascendente. Pero el Dios trascendente se hizo también uno de nosotros, y ahora nos ofrece la fuerza transformadora de su divinidad. Tendemos a considerar la Encarnación como una grandiosa excepción metafísica: le sucedió a Jesús, no a mí. Y por eso lo apoyamos y lo admiramos. Pero Jesús no quiere admiradores sino participantes: «Comed mi Cuerpo y bebed mi Sangre. Vivid en mí». Eso quiere decir: llegad a ser el que yo soy. Somos lo que comemos. Si comemos a Cristo y bebemos a Cristo, nos convertimos en Cristo. Eso significa que nos configuramos a la cruz, que es algo que nos da miedo. Somos más felices con un Dios que permanece distante y trascendente porque ese Dios no nos exige nada.

Suena a que necesitamos a alguien que nos guíe hacia el misterio.

Exacto. Un guía del misterio puede ayudar a la gente a vivir la tensión adecuada entre las dos dimensiones de Dios. ¿Es Dios tan dramáticamente trascendente como es posible? Sí. ¿Está Dios más cerca de mí que yo mismo? Sí. Dios es el fundamento del ser, y, al mismo tiempo, Dios es también tan dramáticamente diferente de mí como nada de lo que pueda imaginar. Dios no es una cosa u otra sino las dos. Dios es aquel que no puede ser atrapado, el trascendente. Y Dios es aquel del que no se puede huir, el inmanente. Y cuando no puedo atraparlo ni huir de él, entonces vivo en el lugar adecuado. Una manera de describir el papel del «portador del misterio» es compararlo con el del artista. El artista es el que tiene ojo, visión. Picasso vio cosas que ningún otro vio. Eso es lo que hizo de él un tipo brillante. Miguel Ángel vio la figura escondida en el mármol y la liberó. El portador del misterio está adiestrado para ver los momentos de la Encarnación y señalarlos. Ves el momento sagrado, lo señalas y dices: «A esto se parece lo sagrado». Esta es la visión que debería tener el sacerdote.

Algunos dicen que antes del Vaticano II se acentuaba más el misterio de Dios.

No tengo ninguna experiencia personal del tiempo anterior al Vaticano II, pero esta es la típica crítica que se suele escuchar. Yo diría que el auténtico sentido del misterio vive en ese espacio que hay entre la trascendencia de Dios y su radical cercanía a nosotros. Si lo que usted entiende por «misterio» equivale a subrayar unilateralmente la trascendencia de Dios, entonces usted no está hablando del auténtico misterio. Eso es una mistificación.

Las librerías están llenas de libros que tratan sobre el cuidado del alma, aunque los católicos apenas usan hoy esta palabra. ¿Qué piensa usted de esto?

El Padre Andrew Greely dice que todo lo que los católicos tiran es inevitablemente recogido por otro. Creo que tiene razón en esto. Nosotros tiramos el lenguaje sobre el alma. Lo hicimos por buenas razones, porque era un lenguaje dualista. En el momento en que dices «lo que importa es el alma, no el cuerpo», te metes en líos. Pero cuando se prescinde totalmente de esto, perdemos mucho. Comenzamos por usar en su lugar la palabra «tu»: «El Señor esté contigo». Bien, eso no logra nombrar el centro, la raíz de todas nuestras energías. «Alma» es un vocablo para denominar ese centro. Es una vocablo poderoso: esa es la razón por la que muchos lo han recogido. Denomina una parte sagrada de la persona humana.

¿Cuáles son los obstáculos que encuentra un sacerdote para ser médico del alma y guía hacia el misterio?

En primer lugar, el funcionalismo. Cuando un cura está atrapado por las tareas administrativas, resulta un ideal desesperado que encuentre tiempo para ser un modelo de sabiduría. Las exigencias pastorales son tan enormes que estoy seguro de que muchos sacerdotes creen que no tienen tiempo para dedicarlo a la tradición, al arte, a la arquitectura, a la filosofía o a la literatura. El único camino para resolver este problema es capacitar a otras personas para que se hagan cargo de este tipo de trabajos de manera que el sacerdote disponga de tiempo para cultivar estas otras dimensiones. Observamos el mismo problema en los Hechos de los Apóstoles, cuando los primeros cristianos hicieron una distinción entre el ministerio de los Doce y el de los siete diáconos. Los apóstoles se habían visto tan atrapados por el quehacer diario que no tenían tiempo para la oración o la predicación. Eligieron diáconos para llevar a cabo algunas formas del ministerio, de manera que los apóstoles tuvieran tiempo para cultivar su sabiduría espiritual.

¿Así que usted dice que el sacerdote necesita estar retirado?

De la misma manera que necesita retirarse un artista, un poeta o un filósofo. Cuando escuchamos «estar retirado», creemos que eso significa «ser un privilegiado». No, en absoluto. Significa encontrar un espacio donde se pueda cultivar lo que el cura necesita para realizar el trabajo de su vida. Cualquier artista o filósofo necesita retirarse. Miguel Ángel se retiró durante cinco años para pintar el techo de la Capilla Sixtina.

Colocar al cura aparte, ¿no implica también colocarlo en un pedestal?

No, si el cura se da cuenta de que el objetivo de sumergirse en la tradición es ponerla en relación con la experiencia de la gente. Si estás en un pedestal o en una torre de marfil, serás un pésimo guía hacia el misterio. Así no puedes guiar a nadie en ninguna dirección. Tal vez puedas estar explorando tu interior, pero no puedes guiar a nadie. El desafío consiste en servirse de la tradición para acompañar a la gente hacia el misterio. Esto sucede en una habitación de hospital, en un tanatorio, en cualquier sitio en el que el cura actúa como cura.

¿No se requiere una persona excepcionalmente inteligente y sabia para hacer esto?

En absoluto. Durante demasiado tiempo hemos hecho una opción preferencial por la mediocridad en el sacerdocio. Casi hemos abrazado la mediocridad como norma. ¿Cuál es la diferencia entre un médico y un cura? Como respondió alguien hace mucho tiempo, no hay realmente comparación posible: uno trata de asuntos que tienen que ver con la vida y la muerte; el otro se limita a la salud del cuerpo. Antes de la Ilustración, las mayores mentes de Occidente se entregaron a la cura del alma. Después de la Ilustración, las mejores cabezas comenzaron a irse hacia las ciencias físicas, especialmente a las relacionadas con el cuidado del cuerpo. El cuerpo es importante. Nosotros respetamos a los médicos y esperamos mucho de ellos y de los psiquiatras. No aceptamos la mediocridad. ¿Por qué entonces aceptamos la mediocridad en el sacerdocio? ¿Por qué decimos que ser sacerdote es menos exigente que ser médico? Debería ser una forma elitista de vocación, como ser médico es algo elitista. Si yo fuera el decano de una facultad de medicina y usted dijera «Este es un lugar elitista», yo le diría: «Sí, lo es, nosotros sólo queremos lo mejor». Creo que también deberíamos decir eso mismo respecto al sacerdocio. Digamos que usted es un joven de 18 años, brillante y comprometido espiritualmente. ¿Quiere usted ser cirujano cerebral o cura? ¿Abogado o cura? ¿Qué camino es más desafiante, más atractivo? Quiero hacer del sacerdocio algo tan emocionante, tan difícil y tan atractivo como ser cirujano cerebral. Mi apuesta es que atraeríamos a mucha más gente presentando el sacerdocio de esta manera que intentando hacerlo demasiado fácil y mediocre.

¿Cómo describiría a los que actualmente estudian para sacerdotes?

Hay algunos realmente majos que están dedicados, llenos de amor, y que quieren entregarse a la iglesia. Veo, no obstante, algunos peligros. Uno de ellos es que muchos jóvenes entran en los seminarios mayores con una preparación tecnológica o empresarial. Nuestros estudiantes no suelen tener una preparación humanística. Son hombres de negocios, científicos, economistas. Así que tienen que aprender a estudiar la Trinidad, lo cual supone un cambio bastante brusco. Tienen que aprender a moverse en un espacio psicológico diferente. El segundo reto es que muchos no han estado inmersos en la cultura católica como lo estaban los seminaristas de hace unas cuantas décadas. Para la mayoría de nuestros estudiantes, el seminario es su primera escuela católica. Los llevamos a la capilla y les mostramos cosas que yo aprendí cuando fui monaguillo: «Esto es un crucifijo», «Estas son las vinajeras», «Aquí está el sagrario». Tenemos que luchar más para familiarizarlos con la cultura católica que será central en su tarea como sacerdotes.

¿A qué debería parecerse hoy una vocación?

Una respuesta rápida es: a alguien de alma grande. A alguien que es magnánimo en el sentido literal: magna anima, que tiene un alma grande. A alguien que sabe de compasión humana, de amor, de justicia. A alguien que está cerca de la parte más profunda de sí mismo y de los demás, y que vive y respira la gran cultura que alimenta el alma.

¿Cómo podemos encontrar gente así?

Cuando vemos estas cualidades en un niño o en un joven tenemos que estimularlas y favorecerlas. La típica experiencia que empuja a alguien hacia el sacerdocio es que alguien te diga: «Tú podrías ser un buen cura». Hace siglos, las comunidades tenían un «shaman» (un sacerdote o un hombre sabio). Cuando el «shaman» envejecía, tenía que buscarse un sustituto. Buscaba un muchacho que pudiera entrar con facilidad en el mundo interior y que supiera hablar de esa vida interior. Si el muchacho era elegido por el «shaman» no disponía de más opciones: tenía que convertirse en «shaman». Encontramos también algo parecido en nuestra tradición. Después de todo, Dios no concedió a Moisés o Jeremías muchas opciones sobre lo que él quería que hiciesen. En las tradiciones espirituales, creo que las personas son a veces elegidas, lo quieran o no. Escuché la historia de un muchacho de secundaria al que su pastor le había dicho que tenía que ir al seminario. Pero el chaval no quería ir, así que se fue a otro colegio. Un día el pastor fue a ese colegio a dar una charla, vio al muchacho y le dijo: «¿Qué haces aquí? Te dije que fueras al seminario». El muchacho le dijo: «No quise ir al seminario». El pastor respondió: «No me importa lo que quieras. Tú vas a ir al seminario». Así que el muchacho no tuvo más remedio que ir al seminario. Lleva 45 años de cura. El viejo «shaman» lo había escogido. Naturalmente esto se puede llevar demasiado lejos, pero creo que contiene algo de verdad.

¿Cree usted que hay muchas vocaciones que no llegan a realizarse?

Sí, totalmente. Pero creo que todavía estamos bloqueados por viejos métodos que ya no funcionan. Estamos esperando que la gente venga a nosotros. Tenemos que salir y buscarla. Me atrevo a pensar que las vocaciones están en Georgetown, en Stanford y en Harvard, en los grandes centros de aprendizaje. Ahí es donde hoy envían los padres católicos a sus hijos más brillantes. Y ahí es donde nosotros deberíamos ir a buscarlos. Deberíamos presentar el sacerdocio como un ideal atractivo y difícil. Hacerlo duro. Desafiarlos.

¿Usted cree que los muchachos dotados con estos dones querrían ir después a trabajar en una parroquia del montón?

Creo firmemente que los curas ya no ven la parroquia como un lugar atractivo para poner en práctica sus destrezas, y es una pena. Hace cincuenta años, los grandes sacerdotes de Chicago, por ejemplo, estaban muy centrados en sus parroquias. Veían la parroquia como un lugar interesante en el que podían expresar su amor. La parroquia era como un banco de pruebas de todo lo que habían aprendido en el seminario. Pero me temo que la parroquia ha venido a menos, se ha banalizado. Si se me permite utilizar de nuevo la analogía con el médico, quiero médicos del alma que no se queden en el laboratorio investigando, sino que se echen a la calle con nuevos medicamentos. Si la gente ve la parroquia como un lugar de trabajo pesado o como una rama local de un gran almacén, entonces pierde su poesía. Cuando perdemos la poesía, perdemos el alma. Hoy solemos denominar al cura «el que preside la liturgia» o «el presidente de la asamblea». Parémonos un momento. Suena como si fuera un jefe de los «boy scouts». El padre Teilhard de Chardin decía que el sacerdote impetra del cielo fuego sobre la tierra. ¡Estamos charlando! Si usted es un muchacho de 18 años, ¿por qué querría ser el presidente de la asamblea? Cuando estaba en el seminario, se solía decir que el cura es el «coordinador de los ministerios». Cierto, eso forma parte del sacerdocio. Pero, ¿quién se va a ilusionar con un término como ese? ¿Qué tal si dijéramos: «Tú eres el que pide fuego para la tierra»? O, como decía James Joyce, tú eres «un sacerdote de lo bello». Tú eres el portador del poder de Dios, que es la belleza en sí misma. Tú eres un artista. Eres un poeta, un «shaman», un místico. Esos términos pueden encender unas cuantas almas.

Si usted fuera un obispo inquieto por tener curas en su diócesis, ¿se permitiría el lujo de preocuparse de si alguien es un místico en potencia?

No podemos tolerar médicos malos, ¿verdad? Si usted estuviera en una facultad de medicina y dijera: «Quiero ayudar a la gente, pero paso de estudiar química», le expulsarían. Quizá es usted una bella persona, pero va a hacer daño. ¿Por qué no aplicamos esta analogía al cura? Si tuviera que escoger entre un director espiritual bien preparado y otro con muy buenas intenciones, elegiría siempre al primero. Parte de mi trabajo como profesor de seminario es ver si los estudiantes acometen esta tarea. Algunas veces vienen a mí y me dicen: «Sabes, Bob, he estado en la parroquia y nadie me ha preguntado sobre el Concilio de Calcedonia ni sobre la Trinidad ni sobre estas historias». Mi respuesta tipo es: «¿Cuánta gente va al médico y le dice: «La aorta ascendente me está matando» o «Tengo molestias en el lóbulo occipital»?. Simplemente irán y le dirán: «Me duele la cabeza». El doctor piensa en la aorta porque probablemente es de ahí de dónde procede el dolor. La teología es el lenguaje técnico de la medicina del alma. La gente dirá simplemente: «No sé adónde voy. He perdido la dirección». O: «Ya no puedo rezar». Esos son los síntomas. El médico del alma debe saber adónde apuntan. ¿Cómo es el alma? ¿Qué está funcionando mal? ¿Te mantienen en contacto con lo sagrado? Él debería entender de todo esto. De lo contrario, puede perjudicar a la gente.

En esta época en la que la psicología está en auge, la gente que tiene problemas, ¿no debería ir a un psicólogo más que a un director espiritual?

No tengo nada en contra de la psicología. El gran psicólogo Carl Jung decía que a medida que se profundiza, todo problema psicológico es un problema espiritual. Creo que llevaba toda la razón. El alma es el nombre que utilizamos para referirnos al centro más profundo de la psique. Los problemas en el nivel del alma repercuten en todos los niveles de la psique e incluso del cuerpo. El sacerdote, el médico del alma, reconduce el problema a su nivel más profundo. Una persona herida debe prestar atención a todos esos niveles, pero es el médico del alma el que se dirige al nivel más hondo. El alma es tan complicada, rica e incomprensible como el cuerpo. Y necesita, pues, mucha atención. Eso no significa que todos los sacerdotes tengan que ser expertos en estos problemas del alma. Hay un montón de guías místicos a los que se les podría demandar por incompetencia profesional. Pero el verdadero médico del alma es el psicólogo de la profundidad.

¿Sería posible, o incluso necesario, tener un guía místico o un médico del alma en cada parroquia?

Creo que no se trata de un problema de número, sino de cualidad. Creo que el sacerdote es como el «shaman» de la comunidad. No había muchos «shamanes» en un pueblo: sólo uno.

Pero si el número continúa resintiéndose, ¿usted se arriesgaría a que la persona que preside los sacramentos no fuese el guía espiritual?

Los sacramentos son prolongaciones del poder de Cristo. Por esa razón, es esencial que el portador del misterio sea el que trae el poder sanador de Cristo que los sacramentos contienen, el que sabe usar los símbolos y, por así decir, los hace hablar. En el bautismo, necesitamos experimentar los arquetipos del agua, de la vida y de la muerte, en las manos de alguien que puede mostrarnos su poder y su riqueza. La eucaristía es el momento en el que mostramos a Cristo de la manera más definitiva. Como decía San Pablo, el que guía a la comunidad debería ser también el que preside la eucaristía.

¿No hay muchos que son guías espirituales y no son sacerdotes?

Por supuesto. Mi abuela, por ejemplo, fue un modelo de sabiduría que me abrió un montón de posibilidades. Lo hizo de manera espontánea e informal. Est sucede a menudo fuera del ministerio ordenado, pero la ordenación da también un cierto enfoque: los ordenados son elegidos formalmente por la comunidad cristiana y son educados y habilitados para esa encomienda.

¿Cree usted que el estilo de vida de un guía espiritual debería ser diferente del de un creyente normal?

Vivir el tipo de vida de un «portador del misterio» es comprometerse en el nivel de la conducta (el estilo de vida). Y eso implica asuntos como el del celibato y la sencillez de vida. No se reduce a un ejercicio intelectual etéreo. Significa que yo comprometo mi vida y que voy a vivir «tercamente» en la presencia del misterio. Eso significa también prestar atención a todo lo que los maestros espirituales nos enseñan acerca de la pobreza y la ascética.

¿Es el celibato un componente esencial de ese estilo de vida?

No me siento cómodo con algunos de los argumentos meramente pragmáticos que se dan para apoyar el celibato (que te libera y te permite concentrar tu energía, por ejemplo). Esto puede ser cierto, pero casi constituye un insulto para los rabinos y los ministros de otras confesiones que se casan. ¿Son menos eficientes que nosotros? ¿Están menos disponibles para su gente? Prefiero ver el celibato como una especie de expresión irracional, exagerada, poética, simbólica del alma enamorada. La gente enamorada hace cosas extrañas. Expresan su amor de forma excesiva e irracional. Y eso es el celibato: una expresión irracional de amor. ¿Está ligado necesariamente al sacerdocio? Diría que no, no está ligado. Tradicionalmente, a lo largo de la historia, ¿han optado por el celibato los «portadores del misterio»? Sí, efectivamente. Así que creo que hay un enlace arquetípico entre los dos, pero no se trata de un enlace necesario.

Algunos sugieren que reclutemos curas para períodos de cinco o diez años.

No me entusiasma la idea. Creo que el sacerdocio implica el compromiso radical de uno mismo. No es algo en lo que puedas estar entrando y saliendo. No es sólo una función. Si te metes, te metes.

A pesar de todos los problemas, los estudios muestran que a los católicos les gustan todavía los sacerdotes, que quieren sacerdotes. ¿Qué le parece?

Si la iglesia prescindiera del sacerdocio, la gente lo reinventaría al día siguiente. Está en nuestros genes la necesidad de un guía místico.

Cuando llevamos esto a la vida real; por ejemplo, cuando alguien en el hospital quiere ver a un cura en vez de a un laico que trabaje en pastoral sanitaria, ¿no resulta esto insultante para los laicos?

Creo que se trata de un instinto por lo sagrado. Esto no significa que el cura sea una persona más santa. Mi padre y mi abuela fueron más santos que lo que yo pueda llegar a ser. Digo esto sin ningún género de duda. Pero los católicos tienen una especie de instinto que les lleva a buscar la persona que es mediadora de lo sagrado, lo misterioso. No es que funcione mal la pastoral sanitaria de un hospital, sino que tenemos un instinto que nos empuja hacia el que es portador del fuego. Creo que la ordenación es muy importante. Es el enganche con Cristo a través de los siglos. Desde la perspectiva de la Iglesia, se comprende la necesidad de enlazar nuestros sacerdotes con esa tradición. Lo llevamos en nuestra sangre. La gente ve la importancia de la ordenación. Esto no es clericalismo.

¿Qué entiende usted por clericalismo?

Para mí, el clericalismo es servirse de la identidad sagrada para establecer la propia superioridad o conseguir favores especiales o un estatuto de privilegio. Todo esto se opone diametralmente al papel del sacerdote tal como lo he ido describiendo. El gran enemigo del sacerdocio es el clericalismo. El sacerdote debería hacer lo que Cristo hizo. Cristo se retiró, sí, y se identificó como alguien singular, pero en su ministerio, en su vida, Cristo nunca reivindicó ningún privilegio o exención. Mi generación se formó siendo muy consciente de los peligros del clericalismo. Pero creo que no es el problema que hoy tenemos. Si me juntase ahora con mis antiguos compañeros, que se ordenaron conmigo hace 11 años, podríamos pedirle a cualquiera que nos hiciera espontáneamente un gran discurso sobre el sacerdocio de todos los creyentes. Podríamos explicar sin problemas que el cura no lo es todo, que el laicado es importante. Nos jugamos el cuello en estos asuntos. Pero si usted les pregunta a mis compañeros: «Decidme, ¿qué es un cura?», probablemente escucharía un «Hum…». No tenemos palabras para explicarlo. Nuestro problema no es el clericalismo, sino la incapacidad para decir y celebrar lo que es un cura. Nos preocupa que el hecho de celebrar el sacerdocio pueda ofender a tal o cual grupo. Olvidamos preguntarnos quién demonios se va a sentir atraído por esto cuando ni siquiera somos capaces de decir quiénes somos. ¿Quién va a encontrar esto rico e irresistible? Otro modo de afrontar esta crisis de identidad es el que siguen algunos curas jóvenes. Consiste en aferrarse a modos artificiales de marcar distancias. Acabo de ver una foto de tres recién ordenados. ¡Jóvenes con sotanas y bonetes…en 1998! Por haber ofrecido una pobre articulación del papel del sacerdote, acabamos con curas que se aferran a la sotana y al cuellecillo a todas horas como un modo seguro de expresar su identidad. Quisiera poder ofrecerles una identidad rica e importante como portadores del misterio y médicos del alma. Una identidad de este tipo resulta mucho más profunda que la que brinda el alzacuello.

¿Cómo podemos superar los conflictos entre sacerdotes y laicos?

Podemos superarlos volviendo a lo que dijo el Vaticano II: que la tarea del laico consiste en santificar el mundo. Esto es algo verdaderamente emocionante. Estoy de acuerdo con los que dicen que estamos corriendo el riesgo de clericalizar a los laicos. Cuando la gente dice: «Que haya más laicos comprometidos», generalmente quiere decir que haya más lectores en las misas. El compromiso laical significa ser un gran abogado católico, un gran médico católico, un gran padre o madre católicos, un gran hombre de negocios católico. Se trata de una tarea terriblemente importante. Pero la hemos trivializado diciendo: «Hazte ministro de la eucaristía». Eso es algo grande, ciertamente, pero puede suponer la trivialización del verdadero ministerio laical. Cada uno tenemos nuestro papel. La tarea del cura es traer a la gente al espacio sagrado para que puedan sentirse llenados de su poder y luego servirse de él para transformar el mundo. ¿Quién es más importante, el cura o el laico? Depende de cómo mires las cosas. Fácilmente puedes argumentar diciendo que el laico es más importante. Él o ella son quienes van al mundo para santificarlo. Creo que los debates entre curas y laicos no conducen a nada. Hoy por hoy, se trata de luchas por el protagonismo. Dejemos ya de tirar a los curas por los suelos y hagamos que se sientan a gusto con lo que son. Y recordemos que los laicos tienen una tarea muy importante que realizar en el mundo. Dejemos ya de luchar y de desmoralizarnos mutuamente. Todos tenemos un montón de trabajo que hacer.