En un libro profundamente agudo, La gracia de morir, Kathleen Dowling Singh comparte impresiones que ha reunido como profesional de la salud asistiendo a cientos de personas mientras morían. Entre otras cosas, sugiere que el proceso mismo de morir -en palabras suyas- “está exquisitamente graduado para producir automáticamente la unión con el Espíritu”. En esencia, lo que dice es que lo experimentado por alguien en las etapas finales y en los momentos de morir, particularmente si la muerte no es repentina, es una purgación que reduce naturalmente el intento de aferrarse una persona a las cosas de este mundo como también a su propio ego, de modo que esté preparado para entrar en un reino de vida y un significado que está más allá de nuestro presente ámbito del conocimiento. El proceso mismo de morir -expone ella- nos ayuda a nacer a una vida más extensa y más profunda.
Pero esto no viene sin la añadidura de un alto precio. El proceso de morir no es agradable. La mayoría de nosotros no muere pacíficamente durante el sueño, cómodos, dignos y serenos. La norma es más bien el tipo de muerte que acontece por envejecimiento o por enfermedad terminal. Lo que sucede entonces no es cómodo, digno ni sereno. Más bien hay un penoso decaimiento del cuerpo, a veces extremadamente doloroso, casi siempre humillante. En ese proceso, perdemos básicamente todo lo que nos es querido: nuestra salud, nuestra belleza natural del cuerpo, nuestra dignidad y a veces incluso nuestra mente. Rara vez resulta bello morir, salvo en otra estética.
Y así, ¿cómo es el proceso de morir graduado para ayudar a aligerar nuestro intento de aferrarnos a este mundo y dirigirnos más decorosamente al otro? Morir madura el alma. ¿Cómo es eso?
Escribiendo sobre el envejecimiento, James Hillman hace esta pregunta: ¿Por qué Dios y la naturaleza han construido de tal manera las cosas que mientras envejecemos, maduramos y estamos finalmente más en control de nuestras vidas, nuestros cuerpos empiezan a caerse a pedazos y necesitamos un buen número de médicos y medicinas para mantener su funcionamiento? ¿Hay sentido común en la misma DNA del proceso de vida que ordena el decaimiento de la salud física en la vida postrera? Hillman dice: Sí. Hay un buen criterio innato en el proceso de envejecimiento y muerte: Los mejores vinos tienen que ser envejecidos en viejas barricas de calidad superior. El decaimiento de nuestros cuerpos profundiza, ablanda y madura el alma.
Jesús nos enseña esta lección, y es una verdad que él mismo tuvo que aceptar, con considerable resistencia, en su propia vida. Afrontando su propia muerte la noche antes de morir, postrado rostro a tierra en Getsemaní, pide a su Padre: “Que este cáliz pase de mí. Pero no se haga mi voluntad, sino la tuya”. En esencia, pregunta a Dios si hay un camino a la gloria y visión del Domingo de Pascua sin pasar por el dolor y humillación del Viernes Santo. Parece que no hay. La humillación y la muerte están intrincadamente unidas. Después de su Resurrección, conversando con sus discípulos camino de Emaús, les dice: “¿No era necesario que el Cristo sufriera así?” Esto es más una revelación de la verdad que una pregunta. La respuesta está ya clara: El camino a la plenitud pasa necesariamente por el dolor y la humillación. Kathleen Dowling Singh y James Hillman simplemente dan forma a esto de manera positiva: El dolor y la humillación están graduados naturalmente para movernos más allá de lo que es más superficial a lo que es más profundo. El dolor y la humillación -y hay invariablemente un cierto morir en éstos- ayuda a abrirnos a una conocimiento más profundo.
Y esto lo sabemos ya por sentido común. Si señalamos honradamente nuestra propia experiencia, tenemos que admitir que la mayor parte de las cosas que nos han hecho profundos son cosas sobre las que nos avergonzaría hablar porque eran humillantes. La humillación es lo que nos anonada y profundiza. Nuestros éxitos, por lo contrario, sobre los que nos gusta hablar, producen generalmente engreimiento en nuestras vidas.
El afamado psicólogo/filósofo William James refiere que hay ámbitos de realidad y conocimiento que descansan más allá de lo que experimentamos al presente. Toda religión -no lo menos el Cristianismo- nos dice lo mismo. Pero nuestro normal conocimiento y auto-conciencia montan literalmente fronteras que nos previenen de ir allá. Normalmente, para nosotros, está este mundo, esta realidad; ¡y eso es todo! El proceso de morir ayuda a forzar esa contradicción en nuestra percepción, conciencia y conocimiento. Está graduado para abrirnos a explorar una realidad y conocimiento más allá de lo que consideramos al presente como real.
Pero hay también otros caminos para esto, fuera del proceso de morir. La oración y la meditación intentan hacernos exactamente lo que hace ese proceso de morir. Están también exquisitamente graduadas para soltar nuestro intento de aferrarnos a este mundo y abrir nuestra conciencia a otro. Como Singh expresa: “El camino a los ámbitos transpersonales, que los santos y sabios de todas épocas han conocido a través de la práctica de la meditación y la oración, resulta ser el mismo camino transformativo que cada uno de nosotros atraviesa en el proceso de morir”.
Eso nos consuela: Dios nos va a acoger, de una manera u otra.