Señor, tengo mucho que aprender del bueno de Pedro.
Primero aprender sorprenderme, asombrarme, desconcertarme ante Ti.
Luego entregarte mis pies, ponerlos entre tus manos.
Después quedarme en silencio.
Tú sabes por qué me asombro
y conoces bien lo que me cuesta poner mis pies y mis caminos en tus manos.
Sabes lo que me cuesta dejarme ayudar, reconocerme débil, que no tengo todo tan claro…
Sabes lo que me cuesta entregarte todo esto sin reservas.
Un silencio profundo, un respeto infinito se apodera de mí
cuando descubro a Dios a mis pies, como un esclavo, queriendo limpiarme,
Y en tu mirada un solo reproche: ¿Por qué te resistes, por qué no te dejas?
Y en tu palabra, un deseo: «Haz tú lo mismo.»
Que me tire a los pies de gente traicionera, incoherente, cobarde, falsa, envidiosa,
que me manche con ellos, que lo haga con ternura, que alivie su cansancio…
¡Vaya si cuesta! Y tal vez, como yo, no quieran dejarse.
Me lo pones difícil, Maestro.
«Si no te lavo, no tienes parte conmigo».
No debo resistirme como Pedro.
Te extiendo mis pies para que me los laves:
se han ensuciado por meterse en tortuosos caminos,
se han cansado y herido de vagar, de tropezar, de perderse…
Te extiendo mis manos: tú sabes lo que hay en ellas:
a veces han retenido lo que no era suyo,
o se han cerrado cuando alguien las necesitaba
o se han negado a recibir cuando alguien me ofrecía…
O simplemente están vacías.
Necesito que me las laves,
Y mi cabeza: con sus malos pensamientos,
con sus complicados proyectos, con sus múltiples excusas,
con su empeño en querer comprenderlo todo…
Quiero sentir que tus manos se van deslizando sobre mi, me acarician y me sanan,
y me dejan el corazón encendido, dispuesto a celebrar ardientemente
tu Pascua conmigo y con todos esos a los que tú has invitado a tu mesa.
Aunque no sean los que yo habría elegido, y aunque me cueste quererles
como tú me quieres. Como tú me quieres… ¡uf!
Señor: Quieres demostrarnos tu amor hasta el extremo.
El tuyo es un amor que se arrodilla y se arremanga y se deja manchar.
El tuyo es un amor que se reparte como el pan, que se pone en nuestras manos,
que se deja manipular, y despreciar, y rechazar. rompiéndose hasta la cruz.
El tuyo es un amor que se hace fuente y me riega y refresca por dentro.
El tuyo es siempre un amor sin condiciones, regalado,
pero que se convierte para mí en una tremenda exigencia:
Amar como tú nos has amado.
Sólo así podrán reconocer que somos tus discípulos,
sólo así notarán que soy de los tuyos, que soy tuyo.
Nada hay más importante que el amor.
Lo que me estorbe para amar hasta el desgaste, ¡échalo a un lado!
¡No me sirve! ¡No te sirve!
Hazme participar de tu amor.
Hazme sentir tu amor hasta muy dentro.
¿Por qué me vienen ahora tan fuerte aquellas palabras de tu Madre en Caná:
“Haced lo que él os diga”?
Después de encontrarme contigo en la Eucaristía saldré con la toalla al hombro,
con las puertas del corazón abiertas,
con las rodillas dispuestas a hincarme en tierra,
y mi nombre será el de «Servidor de mis Hermanos».
Enrique Martinez, cmf