¿Habéis observado alguna vez cómo reaccionamos espontáneamente ante una amenaza percibida? Encarada una amenaza, nuestros instintos primarios tienden a tomar posesión, e instantáneamente nos bloqueamos y empezamos a cerrar todas las puertas que abren a la cercanía, amabilidad y empatía que hay en nosotros.
Es una reacción natural, profundamente enraizada dentro de nuestra naturaleza. Los biólogos nos dicen que cuando percibimos algo o a alguien que nos amenaza, la paranoia surge instintivamente dentro de nosotros y tiene el efecto de conducirnos hacia un lugar más primitivo dentro de nuestros cuerpos, a saber, la parte reptil de nuestros cerebro, el resto de nuestros orígenes evolutivos de hace millones de años que aún queda en nosotros. Y los reptiles son de sangre fría. Así también -según parece- somos nosotros cuando nos sentimos amenazados.
Esto -creo yo- ayuda a explicar mucho de la paranoia y violencia que hay en nuestro mundo de hoy, como también de la amarga retórica que casi universalmente está bloqueando cualquier posibilidad real de provechosa discusión en respuesta a las tensiones que hoy tenemos en la política, la economía y nuestras iglesias.
Vivimos en un mundo amargamente polarizado. Todos nosotros reconocemos esto y todos nosotros vemos mucha crueldad en la política mundial, en la política nacional y local, y, tristemente, no menos en nuestras iglesias. Lo que vemos hoy en casi todas discusiones donde hay desacuerdo, es una retórica fría y dura que de hecho no está abierta a un verdadero diálogo; y es, invariablemente, la antítesis de la caridad, la amabilidad y el respeto. Lo que vemos en vez de eso es paranoia, demonización de aquellos que están en desacuerdo con nosotros, burla de la sinceridad y valores de nuestros oponentes y ciega autodefensa.
Además, esta amargura y desacato, tan contrarios a todo que está en los Evangelios y a todo lo que es noble en nosotros, es “sacralizado” invariablemente, o sea, es racionalizado como demandado por Dios, porque creemos que lo que estamos haciendo es por Dios, o por la verdad, o por el país, o por los pobres, o por la madre naturaleza, o por el arte, o por algo cuyo valor trascendente -creemos- justifica que olvidemos el mensaje de Jesús y la cortesía común. Si dudas de esto, simplemente, conecta cualquier estación de radio o televisión que haga un comentario sobre política o religión, o escucha hoy cualquier debate político o religioso. Somos -como dice John Shea- más expertos en justificación que en autocrítica; pero, entonces, podemos sacralizar nuestro desacato y falta de caridad elemental.
Pero, haciendo esto, estamos lejos del Evangelio, lejos de Jesús y lejos de lo mejor que tenemos dentro. Deberíamos ser más que la parte reptil de nuestros cerebros y más que los instintos que heredamos de nuestros antiguos antepasados, las bestias de rapiña. Somos llamados a algo más elevado, llamados a responder a la amenaza más allá de la ciega respuesta del instinto.
La propia reacción de san Pablo a la amenaza puede servir de patrón para lo que debería ser nuestra respuesta ideal. Escribe: “Cuando somos afrentados, bendecimos; cuando somos perseguidos, lo soportamos; cuando somos difamados, respondemos con amabilidad”. (1 Cor 4, 12-13). Antes, en la misma carta, ya había dado otro consejo respecto al trato con la oposición. Su consejo: Vive con suficiente paciencia dentro de la oposición como para no tener que defenderte, deja a Dios y a la historia hacer esto por ti: “En cuanto a mí, muy poco me importa ser juzgado por vosotros o por cualquier tribunal humano; ni aun a mí mismo me juzgo. Cierto que de nada me acusa la conciencia, mas no por eso me creo justificado; quien me juzga es el Señor. Por tanto, no juzguéis antes de tiempo”.
Hay que reconocer que esto es difícil. Nuestro instinto natural no es sometido fácilmente. Como todos los demás, yo lucho mucho con esto. Cada vez que oigo o leo algo que desecha mi predicación y mi escrito como heréticos, o peligrosos, o (incluso más mordaz) como “pelusa de peso ligero”, la parte reptil de mi cerebro se agita para hacer su antigua tarea, y mis instintos naturales rechazan amargamente el alto camino que san Pablo aconseja tan sabiamente. Los instintos naturales no quieren tratar de entender la posición de aquel que nos ha despreciado, ni quiere bendecir, ni aguantar, ni responder amablemente. Quiere sangre. Sospecho que los instintos de todos funcionan de la misma manera. El instinto natural no honra fácilmente el Evangelio.
Pero esa es la prueba; verdaderamente, una de las pruebas de fuego del discipulado cristiano. Cuando miramos el núcleo de la enseñanza moral de Jesús, nos preguntamos ¿en qué se distingue Jesús de otros maestros de moral? ¿Qué requisito particular suyo podría servir como prueba-núcleo para el auténtico discipulado?
Yo opino que, en el corazón de la enseñaza de Jesús, subyace este desafío: ¿Puedo amar a un enemigo? ¿Puedo bendecir a alguien que me maldice? ¿Puedo desear el bien a alguien que me desea el mal? ¿Puedo perdonar sinceramente a aquel que ha sido desleal conmigo? Y, quizás más importante, ¿puedo vivir en paciencia cuando estoy en tensión, sin prisa por defenderme, sino dejando esa defensa a la historia y a Dios?