Hay una frase en los escritos de Juliana de Norwich, la famosa mística del siglo XIV y quizás la primera de los teólogos en escribir en inglés, que es citada sin fin por predicadores, poetas y escritores: "Todo irá bien, y todo irá bien, y toda clase de cosas irán bien". Es su enseñanza característica.
Todos entendemos por intuición lo que eso significa. Es nuestro fundamento para la esperanza. Al fin, la buena voluntad triunfará. Pero la frase adquiere un significado añadido cuando se ve en su contexto original. ¿Qué es lo que Juliana trataba de decir cuando acuñó esa frase?
Ella estaba luchando con el problema del mal, del pecado y del sufrimiento: ¿Por qué Dios los permite? Si Dios es todoamoroso y todopoderoso, ¿qué explicación posible puede haber para el hecho de que Dios nos deje sufrir, nos deje pecar y deje que el mal esté presente en todo el mundo? ¿Por qué Dios no creó un mundo sin pecado, donde todos fuéramos perfectamente felices desde el nacimiento en adelante?
Juliana había oído bastantes sermones en la iglesia para saber la normal respuesta apologética a eso, a saber, que Dios lo permite porque Dios nos dio el gran don de la libertad. Con eso viene la inevitabilidad del pecado y todas sus tristes consecuencias. Esa es una respuesta válida, aunque uno lo ha visto con frecuencia como demasiado abstracto para ofrecernos mucho consuelo cuando estamos sufriendo. Pero Juliana, a pesar de ser una hija leal de la iglesia y de haber sido educada en esa respuesta, no la sigue. Ella ofrece algo diferente.
Para ella, Dios permite el mal, el pecado y el sufrimiento porque Dios los usará al fin para crear para todos un modo más profundo de felicidad de lo que habrían experimentado si el pecado, el mal y el sufrimiento no hubieran estado allí. Al final, esto negativo funcionará en favor de la creación de algo positivo más profundo.
Dejadme citar a Juliana en el original (el inglés medieval en que ella escribió): Jesús, en esta visión me informó de todo lo que yo necesitaba que me fuera respondido por esta palabra y dijo: El pecado es necesario, pero todo resultará bien, y todo resultará bien, y todo género de cosas resultará bien.
Ella nos comunica que Jesús dice que el pecado es “behovely”. En inglés medieval, behovely tiene tres connotaciones: “útil”, “ventajoso”, “necesario”. En su visión, el pecado, el mal y el sufrimiento son al fin ventajosos e incluso necesarios al traernos a un sentido más profundo y una felicidad más grande. (No diferente de lo que cantamos en nuestro gran himno de Pascua: Oh feliz culpa, oh necesario pecado de Adán).
Lo que Juliana quiere que saquemos de esto no es la idea de que el pecado y el mal son de pequeñas consecuencias sino más bien que Dios, siendo tan inimaginable en amor y poder, es capaz de sacar buenas cosas del mal: felicidad, del sufrimiento; y redención, del pecado, de un modo que no podemos comprender. Esta es la respuesta de Juliana a la pregunta: ¿Por qué Dios permite el mal? Ella responde no contestando, porque, en esencia, nunca puede ser imaginada una respuesta adecuada. Más bien, coloca la cuestión en una teología de Dios, en el cual, más allá de lo que podamos imaginar hoy por hoy y más allá de lo que la teología puede explicar de hecho, el poder y el amor de Dios harán al fin todas las cosas bien: enjugar toda lágrima, redimir todo mal, borrar todo mal recuerdo, descongelar todo corazón frío y convertir en felicidad todo tipo de sufrimiento. Hay incluso una insinuación en esto de que el triunfo final de Dios será vaciar el infierno mismo, de modo que, de verdad, absolutamente todo tipo de ser resultará bien.
En una siguiente visión, Juliana recibió de Dios cinco veces la seguridad de que Dios tiene facultad, puede, quiere y hará bien todas las cosas, y nosotros mismos lo veremos.
Todo esto es afirmado, por supuesto, en un concepto particular de Dios. El Dios en el que Juliana de Norwich nos invita a creer es un Dios que está precisamente más allá de nuestra imaginación en poder y amor. Cualquier Dios que podemos imaginar es incapaz de hacer bien todo tipo de ser (como muchos críticos ateos ya han señalado). Esto, no exactamente verdadero en términos de querer imaginar el poder de Dios, es particularmente verdadero en términos de querer imaginar el amor de Dios. Es inimaginable en nuestra condición humana presente pintar a alguien, Dios o humano, que no pueda ser ofendido, sea incapaz de airarse, no tome en cuenta nada contra alguien a pesar del mal que éste pueda haber perpetrado, y que (como Juliana describe a Dios) esté completamente relajado y tenga un rostro como una maravillosa sinfonía. El Dios de nuestra imaginación, reforzado por cierta falsa interpretación de la escritura, se ofende, se aíra, toma venganza y hace frente al pecado con rabia. Tal Dios es incapaz de hacer bien todo tipo de cosas. Pero tal Dios tampoco es el Dios que reveló Jesús.
Si estuviéramos para mirar en los ojos de Dios, dice Juliana, lo que veríamos allí “derretiría nuestros corazones con amor y los partiría en dos con éxtasis”.