Con los pies en la tierra
A veces me siento pequeño, insatisfecho, incapaz.
Se me escapan los sueños y me puede la realidad cotidiana;
el día a día se me queda vacío,
o no me llena tanto como querría.
No encuentro a Dios, y tampoco a los otros.
La soledad muerde.
Miro a otras vidas, con añoranza, con nostalgia, ¿con envidia?
Y aunque sé que tengo mucho por lo que dar gracias,
y que en nombre de quienes están más heridos
no debería lamerme las heridas, me siento triste.
Y quisiera gritar.
Pero sospecho que es parte de la vida.
A veces quiero conseguir tanto…
quiero llegar lejos, vivir mucho, sentirlo todo.
Quiero amar y ser amado con pasión.
Tener días más largos.
Reír con estruendo.
Conseguir metas, y seguir adelante,
con nuevos hitos en el horizonte.
Me veo peregrino, arquitecto, amigo,
aventurero, amante, discípulo…
Y me siento ligero caminando en esta tierra de deseos,
donde la sed se vuelve acicate y estímulo,
donde una y mil veces lo vas dando todo.
Y habitar a ratos en esta tierra me hace sentir vivo,
y encontrar motivos para avanzar.
Luego toca despertar.
Saber que, si bien uno debe hollar la tierra de los sueños,
también ha de caminar por este otro suelo de lo cotidiano
y lo real, donde no todo se siente intensamente
ni todo es profundo, apasionante y espectacular.
Es este otro terreno hecho de rutinas y dinámicas familiares.
Donde hay menos aventura y más silencio,
donde la entrega es callada,
donde las gentes (reales) a veces me gustan
y otras me enervan –y sospecho que lo mismo dirán de mí.
Esta tierra donde hay horas baldías,
tardes aburridas, trabajo monótono
–que a veces me parece insignificante-,
deseos insatisfechos e ilusión aterrizada.
Esa tensión, entre el sueño y la realidad,
define mucho de mi vida.
Y sospecho que así está bien.