En la comunidad de los creyentes en Cristo descubrimos que esa experiencia de amor conyugal, que se expresa en la convivencia y el caminar diario, es lo que más se parece al amor intenso y fiel con que Cristo ama su Iglesia, la acompaña, se comunica con ella, le entrega la intimidad de su palabra y de su confianza, la ama como a su propio cuerpo. Es cierto que el amor de Cristo a su pueblo se hace presente también en otros sacramentos. Pero en el matrimonio se significa, se hace presente y se comunica la intimidad, la intensidad y la fidelidad de ese amor. En los matrimonios se nos revela y comunica todo el alcance del «como yo os he amado», del «nos amó hasta el extremo». La asombrosa profundidad del amor incondicional y fiel del Mesías por su pueblo se hace presente, visible, tangible en el amor conyugal de los esposos. Ellos son la presencia significativa y fascinante de ese amor divino en el mundo. Gracias a ellos, y en ellos, Jesucristo resucitado sigue teniendo corazón y manos, labios y pies, para mostrarse entrañablemente fiel y enamorado de todos y cada uno de nosotros.
Los matrimonios cristianos son sacramento para toda la Iglesia. Son un don para todos. De ellos tenemos que aprender los no casados la asignatura del amor. En ellos y desde ellos se construye la comunidad cristiana. Ellos son sacramentos vivos y personales. No deben ser sólo objeto de cuidado pastoral; son sujetos de vida eclesial. Tienen mucho que decir, mucho que enseñar a las otras formas de vida cristiana.