¡Conflictos! ¿Solucionarnos? o ¿el arte de transformarlos?

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.Nos encontramos con situaciones conflictivas con más frecuencia de las que desearíamos. Acontecen en los ámbitos más variados: conflictos en la política (polarización de partidos que se niegan a dialogar y entenderse y generan enfrentamientos de consecuencias incalculables), conflictos de identidades nacionales (que se vuelven cada vez más virales y generan guerras psicológicas e incluso armadas); conflictos cuotidianos en las relaciones interpersonales, tanto en la convivencia ciudadana, como en el trabajo o en la familia que frecuentemente se resuelven por vía judicial. Este mundo conflictivo también está presente en las comunidades de la Iglesia, en las actividades pastorales y misiones.

I. “Como quien ve el rostro de Dios: Paradigmática reconciliación de dos Hermanos

Un caso paradigmático de conflicto e itinerario hacia la reconciliación transformadora –para quienes nos sentimos hijos de Abraham (judíos, cristianos y musulmanes)- lo encontramos en el relato de Génesis 25-33 sobre el conflicto entre dos hermanos, Esaú y Jacob [1]. Isaac y Rebeca – los padres –  hubieron de esperar el milagro de la gravidez. En su se habían concedido a dos mellizos que se entrechocaban:

“dos pueblos hay en tu vientre, dos naciones que, al salir de tus entrañas se dividirán. La una oprimirá a la otra; el mayor servirá al pequeño” (Gen 25,23).

A partir de ahí comienza la división en la familia:

  • el mayor goza del aprecio de su padre, el menor de su madre.
  • Rebeca morirá con una familia rota.
  • Isaac es un anciano que no se puede levantar de su cama, que no puede ver. Hubo de decirle por tres veces a su hijo preferido que ya no tenía bendición para él. Su familia entró en el caos y la ruptura.
  • Esaú lloró de rabia y se sintió profundamente decepcionado y frustrado por la injusticia que se había cometido contra él.
  • Jacob es un fugitivo, consciente del mal que había realizado; sin familia y trabajando arduamente para conseguir formar el hogar que anhelaba.

Los cuatro se podían preguntar: ¿porqué a mí? ¿a dónde ir? ¿porqué, Dios mío?

Este conflicto familia paradigmático surge de la humillación: el padre Isaac y el hijo Esaú son humillados y no se les reconoce en principio su dignidad como seres humanos. Y esto mantiene separados a los hermanos por un largo tiempo, casi 25 años. Hasta que Dios se dirige a Jacob y le dije:

“Vuelve a la tierra de tu padre. Estaré contigo” (Gen 31,3).

Jacob se encamina hacia su hermano Esaú que viene a su encuentro con 400 hombres. Decide enfrentarse con su mayor conflicto. Por eso le suplica a Dios:

“Oh Dios de mi padre… Líbrame de la mano de mi hermano, porque le temo, no sea que venga y nos mate a la madre junto con los hijos” (Gen 32,10.12).

La confianza en Dios no priva a Jacob de sus incertidumbres y dudas. Ante el encuentro Jacob:

“se inclina en tierra siete veces hasta llegar donde su hermano. Esaú, a su vez, corrió a su encuentro, lo abrazó y se le echó al cuello, lo besó y lloró” (Gen 33,3-4).

“El sol salía” (Gen 32,32).

Y Jacob instó a su hermano Esaú para que acogiera los regalos que le ofrecía con estas magníficas palabras, que reflejan el misterio de toda reconciliación:

“Si te alegras de verme, toma el regalo que te doy, ya que he visto tu rostro como quien ve el rostro de Dios y me has mostrado gracia” (Gen 33,10).

La transformación reconciliadora acontece en un lugar, que se convierte en “lugar de memoria”: donde contemplado el rostro del hermano se contempla el rostro de Dios y uno se contempla a sí mismo con una nueva identidad.

Este magnífico relato nos muestra que la reconciliación es un camino que va desde el conflicto entre hermanos hasta la transformación, que es un encuentro y que es un lugar donde aparece el sol, donde amanece un día nuevo. Y la dignidad del humillado se ve restaurada.

II. Oportunidad de transformación

A partir de este relato mi intención -en esta reflexión- no es hablar del conflicto en cuanto tal, sino de la “oportunidad de transformación”, de reconciliación, que todo conflicto nos ofrece. Y, para ello, voy a presentar unos criterios –basados en la sabiduría que el Espíritu derrama en nuestro tiempo [2] y contemplados a la luz de las enseñanzas de Jesús, nuestro Maestro-.

1. Es normal que existan conflictos, aunque el pecado lo envenena

El conflicto emerge fácilmente en nuestras relaciones con los demás. El Creador nos quiso diferentes y no clones. Él valoró –ya desde el inicio- la diversidad y la libertad. El conflicto no es, en sí mismo, pecado. Pero el pecado trata de entrometerse cuando abordamos nuestras diferencias interpersonales: el pecado nos hace creernos superiores al otro, ególatras, que odian y tratan de imponerse.

El conflicto nos acompaña a lo largo de nuestra vida, porque nosotros mismos y las relaciones que establecemos con los demás son muy cambiantes. No somos estatuas. Nuestras relaciones se tensan, o destensan; van y viene como las olas dentro de un mar en constante movimiento y, muchas veces, impredecible. El conflicto nos desestabiliza, nos puede volver violentos, nos hace sufrir, se torna a veces destructivo.

2. Bueno es resolver los conflictos, pero ¡mejor transformarlos!

Resolvemos los conflictos cuando superamos cada “episodio” con una solución que lo des-activa. Recurrimos a veces a soluciones drásticas, como alejar a quienes viven el conflicto: “muerto el perro, se acabó la rabia” –dice nuestro refranero-. Pero ese alejamiento quizá resuelva el conflicto, pero no transforma a sus protagonistas. Jacob y Esaú se separaron. Desapareció el conflicto exterior. Pero no, el conflicto interior. La transformación del conflicto es otra cosa.

“Los conflictos existen siempre; no tratéis de evitarlos, sino de entenderlo” (Lin Yutang).

Y, para entenderlos necesitamos descubrir que detrás de cada uno de ellos hay alguna razón; y ¡es ahí donde está la clave, no solo para resolverlos, sino para convertirlos en oportunidad de transformación, en motor de cambio! Es necesario pasar del “episodio” al “epicentro” que genera un conflicto y después otro y otro. Albert Einstein apuntaba a ello cuando decía:

“Se requieren nuevas formas de pensar para resolver los problemas creados por las viejas formas de pensar”

El conflicto está, ante todo, en la mente, en la conciencia que se tiene de la realidad, en el sentido que se le da. Cuando, en cambio, se adoptan nuevas formas de conciencia, de pensamiento, se ataca el conflicto en su misma raíz, en su epicentro. La solución precipitada y meramente exterior del conflicto, acaba con él, pero no transforma, ni nos encamina hacia una situación nueva, más dinámica y creadora.

Cuando nos situamos en el “epicentro” del conflicto podemos adquirir una visión global que nos permite ver las cosas de otra manera y generar –desde ahí- un nuevo sistema de relaciones y de conducta.

Para Jesús el “epicentro” estaba, no tanto en la acción exterior, cuanto en el corazón: ¡qué bien lo entendió Jesús cuando ante un paralítico o una pecadora o adúltera exclamaba: “Tus pecados te son personados” (Mt 9,5; Lc 7,48; Jn 8,11). El “no peques” sonaba en la boca de nuestro Maestro como una invitación a entrar en el reino del amor:

“ama a Dios con todo tu corazón, toda tu alma, toda tu mente y al prójimo como a ti mismo” (Lc 6,36; Mt 22,37).

El reino de la “triple y única referencia amorosa”: Dios, prójimo y yo.

En el Reino de la Vida se adquiere la capacidad extraordinaria de ver y saludar en el “otro” e incluso en “uno mismo” la presencia de “lo divino”, de “lo sagrado”. Es así cómo se produce un cambio real en nuestras relaciones y pasamos de la tensión a la dis-tensión, del enfrentamiento a la co-laboración creadora. ¡Amanece un nuevo día!

3. Diseñar el mapa del conflicto: nueva conciencia y apertura al milagro

Este diseño

  • se inicia describiendo la historia del conflicto, desde el pasado hasta el presente: en sus episodios y en su epicentro, en los modelos de relación que nos han determinado;
  • se continúa orientándose hacia un horizonte soñado y deseado: este horizonte podrá ser visto, pero nunca tocado ni controlado;
  • se finaliza trazando un camino concreto que nos permita abrirnos y acoger el porvenir transformador[3].

Para diseñar el mapa del conflicto:

  • es importante desarrollar la capacidad de pensar dos realidades -aparentemente opuestas- “al mismo tiempo”;
  • es necesario reconocer que es legítimo que dos personas sean diferentes;
  • hay que aprender a reformular las cuestiones para ver las dos partes.

Así se descubren energías que está por dejado y que pueden confluir para hacernos superar las aparentes incompatibilidades. Así se maneja la complejidad [4]. Así se adquiere una nueva conciencia. En la conciencia se inicia el cambio, la transformación.

4. El relato de Jacob y Esaú, modelo de análisis: el epicentro del conflicto

El relato de los padres “Isaac y Rebeca” y de los dos hermanos “Jacob y Esaú” es para nosotros un modelo de análisis de las raíces del conflicto: ¡no solo de los episodios conflictivos, sino del epicentro del conflicto!.

  • Esaú y también Isaac sufrieron una gran humillación. Esaú se vio privado del reconocimiento de su dignidad e identidad de primogénito. Fue víctima de exclusión y humillación. No hay conflicto mayor que aquel que surge por el no-reconocimiento de la identidad del otro. De ahí surgió la violencia, el caos, las amenazas de muerte, la huida, la soledad de todos los personajes. Para superar el conflicto es necesario desarrollar la capacidad de escuchar y comprometerse con las voces de la identidad., tanto a nivel de grupos como de personas individuales. Y como la identidad está siempre en proceso, es necesario tener una especial sensibilidad para apreciarlo y reajustar las relaciones al compás de ese proceso.
  • La aventura interior de Jacob –encuentro con su conciencia, su lucha con Dios y consigo mismo le llevó a inclinarse siete veces ante su hermano Esaú, reconocer así su dignidad, “dignificarlo como hermano” y acoger el milagro de verlo venir corriendo –conmovido- hacia Él y abrazarlo y besarlo. En él descubre Jacob el rostro de Dios.

La transformación que se produce entre los dos hermanos es presentada por el Génesis como un largo camino. Camino es todo proceso de reconciliación, de transformación. En él encontramos a Dios, a los otros y a nosotros mismos.

  • En el camino todo se va reajustando en la conciencia y en la conducta.
  • Esta es también la metodología de Dios en su misión reconciliadora.
  • Este camino es la esencia del Evangelio: nuestra misión consiste en alinearnos con Dios que “reconcilió consigo todas las cosas” (Col 1,20; Hech 3,20-26).

5. “En espiral”: así es el movimiento hacia la transformación

El movimiento hacia la transformación –que se inicia en el epicentro- no es ni circular, ni lineal, sino “en espiral”.

  • Uno no se reconcilia cuando quiere, sino cuando le es concedido. La reconciliación no es “futuro” –creado por nosotros-, sino apertura al “porvenir” –que nos es concedido-, o al futuro emergente.
  • Alienta nuestro deseo de reconciliación la promesa de Dios: “¡No temas, estoy contigo!” El “porvenir transformador”, sin embargo, no nos anula, sino que la gracia, el milagro, cuenta con nuestra complicidad y colaboración: el deseo activo: “nada es imposible para el que cree”.
  • Para que el conflicto se convierta en transformación se requiere un paciente movimiento “en espiral”. No hay que temer al “dar vueltas y más vueltas”. Así se produce el progresivo desplazamiento hacia el sueño deseado: ¡sin prisas, sin parálisis, sin ansiedad, sin miedos! Hay que saber combinar el corto con el largo plazo.
  • El epicentro del conflicto se convierte entonces en una especie de trampolín que permite saltar y lanzarse –enérgicamente y en constante diálogo circular- hacia la superación. Y al saltar nos arriesgamos, como Jacob se arriesgó al salir audaz y humildemente al encuentro de su hermano, que llegaba acompañado de 400 hombres, mientras que él solo iba acompañado de su familia (mujeres e hijos).

Sin asumir riesgos nunca nos acercaremos al milagro de la transformación reconciliadora.

III. Hacia la transformación

Existen diversas formas de afrontar los conflictos.

  • Unos tienden a no abordarlos a causa del miedo o el disgusto que nos producen. Permanecen pasivos y asumen la dosis de sufrimiento causan.
  • Otros asumen el desafío del conflicto, lo encaran, se comprometen con él, siguiendo el camino que acabamos de exponer.
  • Hay finalmente otros, que, ante el conflicto, descubren cómo se despierta en ellos o ellas el lado más batallador y polémico y deciden afrontar el conflicto, no para transformarse, sino para resolverlo por la vía de la victoria destruyendo al otro.

Cuando observamos la realidad de nuestra humanidad, en este momento histórico, descubrimos que nos envuelve una gran y seria conflictividad global: política, económica, religiosa. Todos somos hermanos y hermanas y, sin embargo, ¡cuánta desigualdad! ¡cuánto desconocimiento y desatención mutuas! La misma conflictividad se descubre en las familias, donde se esconde tanto sufrimiento anónimo. La conflictividad está también presente en el trabajo, en las organizaciones y se muestra en relaciones sumamente deterioradas y excluyentes.

La conflictividad está también presente en la Iglesia y en sus comunidades. La historia de Jacob y Esaú sigue presente. Y, a pesar de que ¡todos somos hermanos y hermanas!

Como los conflictos son tan omnipresentes, ¿no será el momento de acentuar muchísimo más en nuestra misión la dimensión reconciliadora? O dicho quizá mejor: ¡en este momento el Espíritu Santo nos pide que colaboremos en su Misión reconciliadora, en que seamos facilitadores de reconciliación allí donde estemos, en los contextos más difíciles de la humanidad [5].

Entremos progresivamente en el camino de la reconciliación transformadora, que Dios no espera para hacer posible el milagro. Es el momento del “let go” – “let come”. Del salto del trapacista que abandona la tabla en la que se balancea para arrojarse el vacío y esperar la llegada de la otra tabla que le hará continuar su balanceo.

“Que brille en nuestro rostro la irradiación de la complejidad, que los vientos del cambio bueno soplen en nuestras espaldas, que nuestros pies se encaminen por sendas de autentividad, que la red del cambio comience ya” (John Paul Lederach).[6]


[1] Cf. John Paul Lederach, Reconcile: conflict transformation for ordinary Christians, Herald Press, Harrisonburg, 2014. Cf. el cap. 2: “Turning toward the Face of God”: Jacob and Esau.

[2] Me mueve a ello una reciente lectura de John Lederach, profesor de procesos internacionales de paz en la Universidad de Notre Dame; y que ha influido en intentos de reconciliación y paz tanto en América Latina, como en Asia, África y Norteamérica: cf. John Paul Lederach, The Little Book of conflict transformation, Good Books, New York, 2014; Id., Reconcile: Conflict Transformation for ordinary Christians, Herald Press, Harrisonburg, 2014.

[3] Hablo de “porvenir” y no de “futuro” porque como acertadamente dice Jacques Derrida, el futuro es aquello que va desde nosotros hacia delante, el porvenir es aquello que nos sobreviene desde adelante hacia nosotros: el futuro está bajo nuestro control y posibilidades; el porvenir es incontrolable; es necesario estar abierto a él en su imprevisibilidad.

[4] No es lo mismo “lo complicado” que “lo complejo”, como explica Edgar Morin. Lo complicado responde al esquema causa-efecto. Lo complejo responde al reino de la libertad, lo imprevisible e im-programable: así es la vida, la libertad humana.

[5] Cf. Robert J. Schreiter, Reconciliation: Mission and Ministry in a changing social order, Orbis Books, Maryknoll – New York, 1992; Robert A. Baruch Busch – Joseph P. Folger, The promise of Mediation: the transformative approach to Conflict, Josse-Bass, 2005.

[6] J.P. Lederach, Little Book of Conflict Transformation. Conclusion.

 

Extraído del blog Ecología del Espíritu