El difunto Malcolm X se educó como cristiano, pero, en un momento de su vida, se hizo musulmán. Sin embargo, tanto en su propia mente como en su ministerio, nunca dejó de ser cristiano. Solía llevar consigo el Nuevo Testamento junto con el Corán. Sentía la necesidad de ambos. Así lo explicaba él mismo:
La mayoría de la gente con la que trabajo necesita la dura disciplina de Alá para lograr un cierto orden en sus vidas, especialmente en su vida moral y religiosa. Después, una vez han conseguido lo esencial, será el momento de vivir el amor más liberal de Jesús.
Lo que Malcolm X yuxtapone aquí con brillantez es la tensión que de siempre existe entre la disciplina prescrita y la madurez personal, entre la letra de la ley y su espíritu, entre conservadores y liberales.
Es triste reconocer que hoy esta clase de voz resulta rara a ambos lados del espectro ideológico. Liberales y conservadores, tanto en la iglesia como en la sociedad, tienden a “demonizarse” y a odiarse unos a otros y a carecer de respeto básico, empatía, comprensión e incluso simple cortesía hacia los otros. Cada bando posee su propia verdad y, a diferencia de Malcolm X, no pueden percatarse de la necesidad que tienen de cualquier otra verdad. Permíteme un ejemplo:
En los círculos de la iglesia hoy, los conservadores y los liberales estarían de acuerdo en reconocer que las cosas tal como están no son ideales, que se necesita hacerlas de otra manera. Sin embargo tienen percepciones muy diferentes de la realidad del problema y de cómo habría de abordarse.
Los conservadores tienden a fijarse en la falta de fundamentos básicos. Ven toda una generación entera de cristianos que nunca han recibido catequesis esencial, que carecen de un entendimiento básico de lo que constituye la identidad cristiana y lo que conforma las fronteras o límites propios religiosos y morales. De ahí que insistan enérgicamente, algunas veces hasta un punto rayano en intolerancia, sobre la identidad clara, sobre los propios límites y su distinción de los otros, y sobre normas y regulaciones, con la correspondiente impaciencia y (con frecuencia) hasta con enojo contra quien desafíe esta opinión.
Los liberales, por su parte, se centran en algo diferente. Cuando observan hoy a la iglesia, ven al grupo de fieles como al más educado teológicamente, el más conocedor e ilustrado que haya existido jamás en los dos mil años de historia cristiana. Por tanto, su insistencia, con frecuencia tan intensa y amargada como la de los conservadores, aboga por una apologética y una inclusividad abierta, que va directamente en contra del llamado y del gran deseo de los conservadores de alzar fronteras más duras y líneas más claras de identidad. Los liberales se dan cuenta de los millones de personas que se sienten marginadas de sus iglesias (por ejemplo, el segundo grupo religioso más numeroso hoy en Estados Unidos se compone de ex-católicos romanos) y argumentan que lo que se necesita para ablandar estos corazones y actitudes es no una catequesis más clara o fronteras más estrictas, sino un énfasis renovado justamente sobre el evangelio del amor, una inclusividad más amplia y una clara madurez personal ante las leyes y regulaciones.
Y… ambos tienen razón. En esencia lo que observamos hoy en la tensión entre conservadores y liberales en la iglesia y en la sociedad es la tensión que Malcolm X trató de resolver por sí mismo llevando consigo los dos libros, el Corán y los Evangelios. También nosotros necesitamos llevar con nosotros mismos algunos principios, tanto conservadores como liberales, a la vez.
Se necesita hoy perfilar vigorosamente la identidad y trazar fronteras claras. La experiencia nos está mostrando que nos falta con frecuencia madurez personal y fuerza interior para vivir un evangelio de amor, sin excesivas regulaciones. Para aceptar y asumir muchas de nuestras debilidades y confusiones necesitamos la disciplina de la ley, la claridad de un catecismo y la exclusividad y protección plasmada en el sentido original de la palabra “seminario” (semillero). Pero no es eso todo lo que necesitamos. Para vivir nuestra fe de tal forma que, al fin, respete el amor universal de Dios para con todos y que respete nuestras propias personas, necesitamos también corazones que no sean guetos y una religión de libertad y de madurez personal. Necesitamos, pues, a ambos: a los conservadores y a los liberales.
Pero, dada la actual polarización en la iglesia y en la sociedad, no va a ser fácil entrar por el camino de la empatía, de la comprensión, del respeto y de la cortesía de unos para con otros.
Cada grupo está tan convencido de que Dios está de su parte, de la importancia de su propia visión y de su propio lugar crítico en la historia, que sólo puede percibir al otro como insincero, ignorante, egoísta; lo ve como amenaza, como alguien contra quien hay que luchar en nombre de Dios.
Pero la dura verdad es que nos necesitamos mutuamente, unos de otros. Los liberales necesitan de los conservadores; los conservadores necesitan de los liberales; la sociedad y la iglesia necesitan de ambos. Los conservadores miran con razón a las raíces y, con razón, observan que hoy nuestras raíces son todo menos fuertes y nutritivas. Los liberales miran también con razón a la madurez, y observan, con razón, que somos todo menos maduros, generosos y de buen corazón. Quizás, qué bueno sería que, imitando a Malcolm X, camináramos juntos llevando con nosotros a la vez el catecismo y el evangelio de Juan, tanto en nuestros bolsillos como en nuestros corazones.
Foto por §Áick Harris