Consideraciones más sencillas sobre un asunto penoso

18 de noviembre de 2024

Hace algunos años, una amiga mía iba a afrontar el nacimiento de su primer hijo. A pesar de que estaba ilusionada porque pronto iba a ser madre, manifestó abiertamente sus temores sobre el procedimiento real del parto, los dolores, los peligros, lo desconocido. Pero se consolaba con el pensamiento de que cientos de millones de mujeres habían vivido la experiencia de dar a luz y lo habían asumido. Ciertamente, ella sintió que también podía asumirlo.

En ocasiones, tomo esas palabras y las aplico a la prospectiva del morir. La muerte es el asunto más descorazonador, desconcertante y opresivo que tenemos, al margen de nuestra fingida bravuconada ocasional. Cuando alardeamos de que no tenemos miedo a morir, mayormente estamos silbando en la oscuridad y, aun entonces, la pretensión sale más fácil cuando nuestra propia muerte se queda todavía en idea abstracta, algo en un futuro incierto. Por decir todo, mis propias consideraciones sobre el morir cuadran sin duda con esa descripción, silbar en la  oscuridad (=pretender torpemente mostrar una inexistente serenidad). Pero, ¿por qué no? Sin duda, silbar en la oscuridad es mejor que torturarnos con miedo innecesario.

Y así, empleo la metodología de mi amiga para intensificar su coraje de cara a tener que dar a luz y afrontar lo desconocido. Expresado simplemente, millones y millones de personas han asumido la prospectiva de morir, así que ¡yo también debería ser capaz de asumirla! Por otra parte, a diferencia de dar a luz a un niño, que afecta a menos de la mitad de la raza humana, en el caso de morir, cada uno -yo incluido- va a tener que asumirlo. Pasados cien años, todo el que lea estas palabras habrá tenido que asumir su muerte.

Por tanto, he aquí una manera de considerar nuestra propia muerte: Miles de millones y miles de millones de personas han asumido esto, hombres, mujeres, niños, incluso bebés. Algunos eran viejos, otros jóvenes; algunos estaban preparados, otros no; algunos la acogieron bien, otros con amarga resistencia; algunos murieron por causas naturales, otros violentamente; algunos murieron rodeados de amor, otros solos sin amor humano que los rodeara; algunos murieron pacíficamente, otros gritando de miedo; algunos murieron a una avanzada edad madura, otros en la flor de su juventud; algunos sufrieron durante años de una demencia aparentemente sin sentido con los que estaban a su alrededor preguntándose por qué Dios y la naturaleza parecían crueles al mantenerlos vivos, otros en robusta salud física aparentemente con todo aún por vivir se quitaron la vida; algunos murieron llenos de fe y esperanza, otros sintiendo sólo oscuridad y desesperación; algunos murieron mostrando gratitud, otros mostrando resentimiento; algunos murieron en el abrazo de la religión y sus iglesias, otros murieron completamente fuera  de ese abrazo; y algunos  murieron como la Madre Teresa, otros como Hitler. Pero cada uno de ellos lo asumió de alguna manera, que es el gran misterio, el mayor de todos los misterios. Parece que eso puede ser asumido.

Además, nadie ha regresado del otro mundo con historias de horror acerca del morir, lo que parece indicar que todas nuestras películas de horror sobre seres atormentados después de la muerte, duendes y casas encantadas son pura ficción, de cabo a rabo.

La mayoría de la gente -según sospecho- tiene una experiencia idéntica a la que tengo yo cuando pienso sobre los muertos, particularmente sobre personas de las que he sabido que han fallecido. La pena y tristeza iniciales a causa de su pérdida se borran finalmente y son  reemplazadas por una primera sensación de que eso es lo correcto, de que ellos están bien y de que la muerte, algo extrañamente, ha dejado las cosas limpias. Al fin, tenemos una  sensación bastante satisfactoria sobre nuestros queridos difuntos y sobre los muertos en general, incluso si su partida de esta tierra resultó lejos de ser la ideal, como por ejemplo, si murieron airados o por inmadurez, o porque cometieron un crimen, o por suicidio. De alguna manera, al fin todo queda claro y lo que permanece es la sensación inicial, una sólida intuición de que, dondequiera que estén ahora, se encuentran en mejores y más seguras manos que las propias nuestras.

Cuando yo era un joven seminarista, en una ocasión tuvimos que traducir del latín al inglés el tratado de Cicerón sobre el envejecer y el morir. Yo tenía diecinueve años por entonces, pero quedé muy impactado por las reflexiones de Cicerón sobre la razón por la que no deberíamos tener miedo a la muerte. Él era un renombrado estoico; pero, al final, el estar carente de miedo a la muerte era un poco como el acceso de mi amiga al parto, esto es, dado lo universal que resulta, deberíamos ser capaces de asumirlo.

Hace no poco perdí mis anotaciones sobre Cicerón tomadas siendo estudiante de primer grado, así que recientemente busqué el tratado en internet. He aquí un fragmento de ese tratado: “¡La muerte no debería ser tenida en cuenta! Porque sin duda el impacto de la muerte es inapreciable si aniquila totalmente al alma, o incluso deseable si conduce al alma a un espacio donde va a vivir para siempre. ¿Qué temer, entonces, si después de la muerte estoy destinado a ser o no desgraciado o feliz?”

Nuestra fe nos asegura que, dado el amor y la benevolencia del Dios en quien creemos, sólo nos aguarda la segunda opción, la felicidad. Y nosotros ya lo intuimos.

Traducido al Español para Ciudad Redonda por Benjamín Elcano, cmf

Artículo original en inglés.

Fuente de imagen: Depositphotos