Por lo simple, resulta difícil contestar a esta pregunta. La teoría es maravillosa, ya lo sabemos todos, pero las realizaciones prácticas a veces se quedan envueltas en el frío gélido del invierno o en el calor del verano manchego.
En realidad, el primer encuentro con el día, el despertar de cada mañana, es ya una oportunidad de descubrir a Dios en mi vida. Lo que viene luego es el comienzo del trabajo que nos han encomendado. Lo mío es un eslabón en el trabajo de los demás y hacerlo bien es parte de mi responsabilidad en la obra común. No estamos solos, sino que formamos parte de una gran familia: la familia de los hijos de Dios. Y, por en medio de todo, el leer y aceptar las realidades de cada día. Sin creer que lo podemos solucionar todo, pero sabiendo que en «aquello», en lo que sea y donde ocurra, algo tengo que ver yo y algo se espera de mí.
Por eso, para mí es vital el encuentro con los «otros». Ellos resulta que son, nada más ni nada menos, «hermanos míos». Y eso a pesar de todos los pesares, de sus formas y maneras de ser y de mis formas y maneras de ser. El primer paso es acercarme a ellos y aceptarles, en cada ocasión y momento, en lo que son.
La Eucaristía, sencilla y participada, y la oración son otras formas de encuentro. El hermano mayor, Jesús, nos preside y en torno a él estamos de nuevo los hermanos. Es el momento en el que nos vemos con caras nuevas y sentimos que es posible volver a empezar más allá de nuestras posibilidades y desesperanzas.