Un autobús sin cristales en las ventanillas, de madera casi por dentro y por fuera, en el que para recorrer treinta y dos kilómetros hemos tardado cuatro horas y media.
Y cómo un niño se llevaba la bolsa de té usado que había servido para mi desayuno.
Y ese otro, Henry, que come tierra, buscando inconscientemente sustancias que el organismo necesita.
Y los bichos en la barriga de mil niños, de los que he acariciado a algunos, saliéndoles a veces lombrices u otras especies por la nariz.
Y médicos que, algunas veces y cuando se les necesita, están borrachos, y se les ocurre poner antibióticos en vena…
Y más cosas. Cotidianidad… La ropa me la lavo para tenerla a punto en su momento, para aclimatarme a este mundo de la selva y descubrirlo.
Tan familiar… Poco a poco he ido entrando en sus casas. Pobres casas de suelo de tierra apisonada, de paredes ahumadas, de palos y cañas, de camastros en una única habitación que lo es todo. Se mueren mucho; se mueren de todas las edades. Y de tan habitual, la muerte ya no les asusta. Allí están los niños, tocando casi el ataúd (“cajón” lo llaman ellos), jugando con los despojos de cualquiera; viendo las reacciones de los mayores, preguntándose qué significa lo que el cura dice y hace sobre aquella pena yacente; hablando entre ellos mismos nadie sabe qué cosas, riendo incluso, correteando. Tan familiar la muerte, tan compañera.