Hay una cosa chocante en la fe religiosa de Israel si se la compara a otros pueblos religiosos pero politeístas. Es su falta de esperanza más allá de la muerte, a pesar de ser el único pueblo monoteísta que ha hecho su opción por el Dios vivo como único Dios. Un horror especial se extendía entre ellos en referencia a la muerte y al lugar y destino de los muertos (el «sheol»). Allí iban a parar todos sin distinción de clases ni calificación ética o religiosa: pobres y ricos, sabios e ignorantes, poderosos y plebeyos, justos y pecadores. Allí eran como sombras, incapaces de hacer nada. La muerte los pastoreaba. Otros pueblos politeístas creían en la supervivencia de los muertos y hasta les rendían culto como dioses manes. Egipto, con quien tuvo Israel una relación de vida y muerte, había embalsamado a sus faraones y altos funcionarios como soporte a la inmortalidad de sus almas, que vagaban por el otro mundo hasta llegar a la morada inmortal de los dioses.
Grecia tuvo a filósofos como Sócrates y sobre todo Platón que propugnaron la fe filosófica en la inmortalidad del alma separada. El último escribió dos admirables diálogos -el Fedón y el Banquete- para colocar en boca del gran maestro Sócrates esta idea luminosa de la inmortalidad del alma. Israel, sin embargo, permanecía mudo y horrorizado ante la muerte, anclado a este mundo, aunque sin perder de vista su fe en Dios. La muerte para este pueblo monoteísta era el máximo escándalo de su fe en Yahvé. La muerte era el antípoda y la antítesis de Dios. Sólo en esta vida cifraba su experiencia y comunión de alianza con Dios. Aquí se percibían sus dones y bendiciones y eran fiables y verificables sus promesas. Probablemente rechazaron la esperanza egipcia en la inmortalidad, porque iba ligada al politeísmo y porque los dioses de Egipto habían legitimado la opresión y la esclavitud de los hebreos al legitimar a sus faraones y su sistema de dominación. Los hebreos odiaron una y otra cosa.
Más tarde y en otro contexto los hebreos a través de los iraníes o persas después de la cautividad babilónica se abrirán a la esperanza de la resurrección, pero pasando por su fe monoteísta y también a la inmortalidad de los griegos, como refleja el tardío libro de la Sabiduría, pero acoplándolo a su esperanza israelita.
En el entretanto, Israel respira por el salmo 88 su horror y su escándalo ante la muerte y esto en boca de un piadoso israelita. Hasta entonces desconoce qué relación y qué poder puede tener Yahvé con la muerte o el «sheol». El piadoso creyente del salmo experimenta a ésta como una triple excomunión: le aparta de Dios, de los suyos y de su tierra. Por eso exclama en un grito desgarrador: «¿Harás maravillas por los muertos? ¿Se alzarán las sombras para alabarte? ¿Se anuncia en el sepulcro tu misericordia o tu fidelidad en el reino de la muerte? ¿Se conocen tus maravillas en la tiniebla o tu justicia en el país del olvido?» (Sal 88,11 -13).
Estos gritos son súplicas y búsqueda de una más consoladora y victoriosa revelación del Dios de Israel sobre la muerte y el «sheol».
La crisis de Israel en el exilio
Si la enfermedad grave, la persecución por parte de los enemigos y sobre todo la misma muerte son los enemigos del alma o de la vida de un israelita creyente, el exilio babilónico, primero con la caída del reino del norte (Israel) en tiempos de Sargón II en el 721 a.C. y después el reino del sur (Judá) con Nabucodonosor en el 587 a.C, fue la hecatombe del pueblo. Conllevó la destrucción del país e incontables muertos y la destrucción de las instituciones religiosas y políticas, columna vertebral de Israel: el templo, el sacerdocio y la monarquía. Israel experimentó la ira de Dios, la antítesis del éxodo y de la entrada y posesión de la tierra prometida. El ángel exterminador, que antes asoló a los egipcios, ahora se cebó en las filas de los judíos, arrasando y sembrando la muerte. Era el precio del pecado e infidelidad de Israel y Judo a su Dios.
En un contexto más personalizado, pero suponiendo la doble crisis religiosa, individual y colectiva, se sitúan dos libros del Antiguo Testamento. La transmiten y ahondan. Son Job y el Qohelet o Eclesiastés. Corresponden a un período posterior al exilio: el siglo V a.C. para el primero y el siglo III a.C. para el segundo.
Job, un contencioso con Dios
Job es un jeque árabe o edomita, creyente, justo, no israelita, lleno de hijos y de rebaños, figura emblemática de la vida patriarcal de Israel. En un consejo de Dios con su corte de ángeles asiste también el adversario de Job, Satán. Representa algo así como «el rostro oscuro de Dios» que golpea al hombre. Se decide en el consejo divino a instancias del adversario Satán someter a prueba al justo Job. Existe una sospecha que la manifiesta aquél: Job es justo y creyente en Dios por puro interés, porque le va bien. Pero si cambiasen las tornas, si le menudeasen desgracias, es posible que dejase de creer en Dios y de bendecirle. Entonces pasaría a ser un difamador, adversario y blasfemo de Dios.
Están también en juego en este libro el porqué y el para qué de los sufrimientos y desgracias del fiel justo y creyente en Dios, mientras al malvado e impío le va viento en popa.
Satán arranca de Dios el permiso para probar a Job con diferentes desgracias, desde el robo de ganados por cuatreros y destrucción de sus alquerías hasta la muerte de sus hijos e hijas. Pero la última prueba, la peor de todas, que se reserva Satán, le afectará a su propia vida, le tocará la piel. Una lepra galopante irá corroyendo su piel y su carne hasta dar con él en un estercolero. Pero del justo y paciente Job no se oye ningún lamento contra Dios, sino por el contrarío una total sumisión a la voluntad soberana de Dios, que está por encima del mal y del bien: «Dios me lo dio, Dios me lo quitó, bendito sea Dios» (1,21). Algo así dirá Teresa de Jesús en fórmula propia y amorosa: «Sólo Dios basta». Job todavía se atreve a balbucear teológicamente: «Si aceptamos de Dios los bienes, ¿no aceptaremos también los males?» (2,10). Por donde pone a Dios fuera de toda sospecha y al reparo de la fe del creyente.
Pero, aunque Job aparece fiel y paciente en el texto en prosa, otra cosa es en sus diálogos en verso con los tres personajes amigos, Bildad, Elifaz y Elihú, que en líneas generales se mantienen ligados a la imagen tradicional de Dios, que premia a los buenos y castiga a los malos en esta vida. Para ellos Job es un recalcitrante que pretende ocultar ante Dios algún pecado, por mantener enhiesta su inocencia. Si confesara su culpa, de otra manera le irían las cosas. Dios le volvería a bendecir en esta vida. Pero Job prefiere seguir con su pleito con Dios, quiere llegar al fondo de su dolor. Con un grito de maldición para el día de su nacimiento (3,2) inicia su queja que abre su desconcierto por la serie sin fin de males que han caído sobre él y por la muerte que le ronda, sin haber causado mal a nadie y haber sido fiel a Dios. El se siente incomprendido de todos y lo que es peor, sin que Dios dé la cara en el asunto del justo castigado. Esto es lo que quiere arrancar de Dios: ¿Cuál es el motivo y sentido de sus males? ¿Por qué Dios se comporta tan duramente con el justo ¡nocente? ¿Qué sentido tiene el mal en esta vida y qué salida hay para él? (9,32-35; 13,8-16).
En este contencioso humano-divino con Dios, Job arranca de El una revelación o experiencia nueva. No es tematizada en forma de resurrección de los muertos como respuesta justa y salvadora de Dios al justo sufriente, perseguido por la injusticia o que sucumbe ante la enfermedad mortal, pero está en camino de ello. Es el texto más admirable, fruto de su búsqueda angustiosa, pero confiada, en Dios. Esta esperanza gozosa y triunfal en el Dios de la vida, plenamente justo y misericordioso, emerge a través del despliegue de la creación (Job 38-42,5). No es una respuesta teórica, no es un tópico ideológico. Es una experiencia reveladora y salvífica. Dirá: «Yo te conocía sólo de oídas, más ahora te han visto mis ojos. Por eso me retracto y me arrepiento en el polvo y en la ceniza» (42,5).
Esta esperanza experimentada en el Dios creador, que todo lo puede y es sabio y bueno, le impulsa a Job a explayarla con tal vigor y belleza que la liturgia cristiana de la muerte se adueñó de ella para expresar la esperanza del cristiano en la resurrección en virtud del Cristo resucitado, su Redentor: «Yo sé que está vivo mi redentor («Go’el», el vengador y defensor) y que al final se alzará sobre el polvo; después que me arranquen la piel, ya sin carne, veré a Dios; yo mismo lo veré y no otro, mis propios ojos lo verán» (Job 19,25ss). El texto de Job ha dicho menos que la liturgia cristiana, pero ha abierto la brecha de la esperanza que con creces corroborará Jesús con su pasión y resurrección.
Qohelet o el escepticismo creyente
El Qohelet o Eclesiastés no hace más que abundar en la crisis del exilio desde una perspectiva particular. Esta vida está sometida a la alternancia de los contrarios (nacer-morir, plantar-arrancar, guerra-paz, verano-invierno, día-noche…) y además no se ve clara la frontera entre el bien y el mal en esta vida. Por eso los justos no siempre prosperan en esta vida, mientras que a los impíos y malvados les va bien. Por eso ante este desnivel, ante esta ambigüedad en los grandes éxitos por los que se desviven los hombres -riquezas, sabiduría, placeres- el Qohelet proclama que todo eso es «cazar viento» y que es «vanidad de vanidades». En cambio, sólo mantiene la fe inquebrantable en Dios, cuyos secretos son inescrutables. Más allá de la fe en Dios nada se sabe con seguridad. Y menos acerca de la muerte y su más allá (Ecl 12,7). Frente a su escepticismo ante los grandes valores ofrece su estima por los goces caseros: la mujer, los hijos y la tierra. Una «áurea mediocritas» baña suavemente sus dudas y la basa en su fe en Dios (12,13).
La salida del túnel: esperanza en la resurrección final Al final de este largo y azaroso trayecto, expuesto a la crisis colectiva y personal, cuando parecía que todas las compuertas de la vida se cerraban, sale Israel triunfante y esperanzado en su Dios en gran parte por los profetas, pero también por los místicos de la alianza y por los mártires.
Dios ofrece a su pueblo sufriente y maltratado la promesa de la resurrección. La promesa de la vida se amplía, se abre a una promesa mayor y más definitiva. Y así Israel, el pueblo más madrugador en el Dios vivo,pero más tardío en formular la esperanza en la otra vida, suficientemente probado aquí después de estimar como ninguno los bienes de esta vida como bienes de la alianza, se abre por fin a una esperanza trascendente en Dios.
La experiencia totalmente gratificante del amor de Yahvé La muerte y el «sheol» no son obstáculos irremontables para Dios que ha creado de la nada, que ha «llamado del no ser a la existencia» a todo cuanto existe. Resurrección de los hombres y «unos cielos nuevos y una tierra nueva» (Is 65,17; 66,22; cf 2 Pe 3,13) son la promesa y la salida que nos ofrece el Dios creador, que es al mismo tiempo el Dios remunerador y resucitador. El hombre sometido a la angustia de la muerte, herido por el pecado y las injusticias, el mundo sometido a la corrupción, al drama y a la vanidad, la historia final amenazada de muerte y de destrucción encuentran en Dios la clave de su esperanza, la razón para la lucha por la justicia y la paz. Israel en sus profetas, sabios, apocalípticos y mártires ofreció desde Dios una esperanza en que confiar.
Así lo confiesan los salmos místicos (16,49,73) los cuales no pueden concebir que la alianza de Dios con el justo y piadoso creyente se rompa o interrumpa por la muerte. Ese amor experimentado en la alianza de Yahvé encierra ya aquí un gozo inefable. Es el lote del justo y su heredad. La fidelidad de Dios y su amor es más fuerte que la muerte. Así se canto en el Cantar de los Cantares 8,6-7. Y el piadoso salmista puede expresar su confianza en Yahvé de esta forma: «por eso mi carne descansa serena, porque no dejarás a tu siervo conocer la corrupción (del sepulcro)» (Sal 16,9-10). No es extraño que este salmo se haya visto en la primitiva comunidad apostólica como Histológico y mesiánico y se le haya aplicado a la resurrección de Jesús (Hch 2,25-28). Pero además ven en estos salmos (49,16; 73,23-24) motivos para pensar en el mismo destino de Menoc y de Elias. El primero «por andar con Dios desapareció, porque Dios se lo llevó» (Gn 5,24; Sb 4,10-11). Y Elias, el profeta luchador por la fe monoteísta de su pue-blo en Yahvé frente a los Baales, mereció ser «arrebatado al cielo» (2 Re 2; Eclo 44,16; 48, 9-11). En los tiempos de Jesús la creencia popular tenía a estos dos personajes como vivientes con Dios.
Los profetas de la resurrección de Israel
Los profetas, que experimentaron la muerte y el exilio de su pueblo, encontraron en el mismo Dios que los había herido y castigado, al que les podía vendar la herida y sanar del todo. Así lo profetiza Oseas con palabras como estas: «al tercer día nos resucitará y viviremos en su presencia» (6,1-2). Palabras que le sirvieron a Jesús para auto-biografiar su ministerio y profetizar su fin, cuando recibió un aviso de parte de los fariseos advirtiéndole que Herodes Antipas andaba buscándole para matarlo: «Decidle a ese zorro que hoy y mañana curo a los en-fermos y expulso demonios y al tercer día me consumo» (Le 13,32). Ahí está también esa impresionante profecía de Ezequiel (37,1-14), que inspiró las escenas de Miguel Ángel en el Juicio Final de la Capilla Sixtina. Todo el pueblo de Israel en el exilio es un montón caótico de huesos calcinados en un inmenso cementerio que es la estepa. Sobre ellos se vuelve el profeta por mandato de Dios para que los ponga en pie, los articule, los revista de carne y tendones y finalmente les insufle un espíritu de vida. Es como una nueva creación. Esa profecía se cumplió en el retorno de su pueblo después de la cautividad. Pero esta resurrección histórica tan importante no agotó todo su sentido. Una vez pasada, siguió siendo este texto uno de los preferidos por Israel y por los cristianos (Mt 27,52-53) para representar la resurrección final y universal (escatológi-ca). En esta misma linea están los apocalipsis de Isaías (26,19) y sobre todo el de Daniel (12,2-3).
Serán los mártires de Israel los que, como los siete hermanos y la madre viuda refrenden con su sangre la esperanza en la resurrección final, cuando Yahvé los resucite y les devuelva la vida a los que han muerto por él (2 Mac 7). Esto último es sumamente elocuente para rebatir a los maestros de la sospecha y de la secularización, Freud y Feuerbach, que interpretan que la fe en la resurrección es un impulso burgués por prolongar esta vida, una supervivencia como revanchismo o como premio a la consolación de una vida frustrada. Fue, en cambio, una generosa entrega de la vida, que en el caso de Jesús, que convalida y supera toda la esperanza del Antiguo Testamento, entrega su vida libremente, sin retener nada de ella, en favor de Dios y de sus hermanos, los hombres pecadores. Este hombre que es el Hijo lo ha dejado todo en su muerte en manos de su Padre. Y Este le respondió con un amor más fuerte que la muerte, resucitándolo de entre los muertos y constituyéndolo Señor de vivos y muertos.
Al final resume muy bien Pablo toda esta esperanza victoriosa de Jesús: «La muerte ha sido absorbida por la victoria. ¿Dónde esta, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón?» (1 Cor 15,55). La muerte ha sido colocada contra las cuerdas de la vida y resurrección de Jesús y lo mortal se ha revestido de la inmortalidad de la resurrección de Jesús «primicias de los resucitados».