Aquel hijo de María era una preciosidad. Cómo jugaba, reía y corría por la casa en aquellos días tranquilos de Nazaret. Atendía a cualquier indicación de su madre. Daba gloria verle rezando, se quedaba extático, como perdido en la lejanía. Los días eran plácidos. Uno detrás de otro. El niño iba aprendiendo cómo la flor del heno dura muy pocas horas, los pájaros, que no siegan ni tejen, viven contentos, y las mujeres se alegran y convocan a sus compañeras cuando encuentran la dracma perdida. Todo aquello era maravilloso.Un día sucedió lo inevitable. Había viajado toda la familia a Jerusalén con motivo de la fiesta. En aquellos momentos la ciudad santa era un hervidero de gentes. Eran de temer accidentes y violencias de todas clases. Dice el texto sagrado: \»Al volverse a casa, pasados los días, el niño Jesús se quedó en Jerusalén sin saberlo sus padres. Pero creyendo que estaría en la caravana, hicieron un día de camino y le buscaban entre los parientes y conocidos; pero al no encontrarlo se volvieron a Jerusalén en su busca. Y sucedió que al cabo de tres días, lo encontraron en el templo sentado en medio de los maestros, escuchándolos y preguntándoles. Cuando le vieron quedaron sorprendidos y su madre le dijo: \’Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira, tu padre y yo, angustiados andábamos buscando\’. El les dijo: \’Y, ¿por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debo estar en la casa de mi Padre?\’ Pero ellos no comprendieron la respuesta que les dio\».María no entiende. María no comprende. María vislumbra, por vez primera que el hijo, centro de su vida, está envuelto en una divina lejanía. La madre no logró nunca entender la profundidad de su vida. ¡Cómo iba a entender el misterio de Dios viviente! María, sin embargo, creyó, se fió de El, se entregó amorosamente a su voluntad. Ni en los momentos más difíciles estuvo lejos de su Hijo. María nítida, exquisita, exacta, madre, no se separó jamás de su Hijo. Hoy lo ve radiante y luminosa en el Reino de la luz. Madre, enséñanos a creer.
San Juan, apóstol y evangelista
Jn 20,2-8. El otro discípulo corría más que Pedro y llegó primero al sepulcro.