Pasada ya la primera década del siglo XXI el ministerio ordenado se ha de desplegar en una serie de atenciones y actividades que hacen de él un servicio exigente y difícil. Debido a la escasez de clero, algunos presbíteros han de atender pastoralmente a más de una parroquia; incluso necesitan el apoyo de diáconos, religiosas o laicos, que les suplen en no pocas tareas, menos en las celebraciones sacramentales –reservadas exclusivamente para ellos-. Dentro de la Iglesia católica los ministros ordenados son varones. En otras confesiones cristianas existe ya un número creciente de mujeres.
Es muy importante un liderazgo bueno y fiel para configurar la vida de una comunidad cristiana. Decía san Gregorio Magno, padre de la Iglesia y teólogo, que
“cuando la cabeza languidece, los miembros no tienen vigor. En vano se apresura tras su líder un ejército, que pretende contactar con su enemigo, si el líder ha perdido el camino”.
El liderazgo en las distintas denominaciones religiosas varía según su constitución y forma de ser; pero hay ciertas tareas fundamentales del clero que son relativamente similares en todas las tradiciones (cristianas, no-cristianas).
Las comunidades cristianas van teniendo una gran influencia social; de ahí la importancia de sus líderes. No solo el culto, también iniciativas sociales, basadas en la fe y contribuciones especiales al bienestar de la sociedad[1]. A través los creyentes se manifiesta el inmenso poder de Dios; las comunidades de la Iglesia son la expresión del cuerpo de Cristo, presente.
No obstante, hay comunidades cristianas que:
- no ofrecen a la sociedad un rostro atractivo, o que deben afrontar un futuro incierto;
- otras tienen dificultades en el contexto en que se encuentran,
- otras están minadas por conflictos interiores (entre sus miembros o con el ministro ordenado que los lidera).
Si el liderazgo de las comunidades cristianas es, por una parte, un servicio exigente, interpelante, plenificador, que demanda creatividad y flexibilidad, por otra parte, puede resultar frustrante, deprimente, extenuante.
El liderazgo de las comunidades cristiana se presenta complejo y difícil en tiempos tan fluctuantes como el nuestro. En los años 60 se redefinió el papel de los clérigos y de los laicos: se superó el viejo modelo cúltico que ponía al clero en un pedestal y dejaba reducido al laicado a un pasivo seguidor de sus propuestas u órdenes; se instauró un mayor sentido de corresponsabilidad y mutualidad con el peligro –en algunos casos- de una difuminación excesiva del rol distintivo de cada uno de ellos.
A mitad de los años 70 se inició en las iglesias hermanas la ordenación de mujeres para el ministerio y liderazgo lo cual aporta nuevos tonos a las comunidades cristianas. En la iglesia católica también la mujer reivindica un lugar eclesial propio, lo cual no deja de plantear nuevos problemas y reacciones antagónicas. El Papa Francisco está decidido a ofrecer a la mujer el lugar que le corresponde en la Iglesia católica: ¡no hay que esperar tanto!
Los católicos encaramos a partir de los años 90 una creciente disminución del clero: tendemos a resignarnos, sin tomar medidas drásticas y contentándonos con mantener la configuración tradicional del ministerio. También nos hemos preguntado por la causa: ¿ha perdido atractivo para los jóvenes el ministerio ordenado? A esto se unen las acusaciones de pedofilia en un clero a quien se le atribuyen por otra parte estándares éticos “muy altos” o “elevados”[2].
El ministerio nunca acontece en el vacío. El mayor desafío de los ministros ordenados es cómo cómo llevar y comunicar el Evangelio en el mundo actual, cómo hacer posible la experiencia cristiana, cómo ayudar a la emergencia de la Iglesia de la posmodernidad.
Howard Gardner –profesor de psicología en Harvard- decía que aquello que hace que un trabajo sea bueno es que combine la excelencia y la ética.
Buen trabajo es el realizado por quienes conectan con las fuerzas del amplio contexto en el que trabajan, especialmente con los valores y expectativas. Este tiempo está siempre en cambio: es una especie de objetivo flotante. Ahí está el paso de una sociedad rural a otra urbana, la inmigración, la longevidad que hace más numerosa la población anciana, la pluralidad étnica, las diferencias intergeneracionales, las mujeres trabajadoras, los procesos de secularización de nuestras sociedades. Todo esto hace muy complejo el liderazgo de la comunidad. Requiere una gran capacidad para dar nuevas respuestas a los nuevos desafíos[3].
La gente se lamenta de la falta de excelencia en el liderazgo pastoral práctico de muchos presbíteros: un ministerio de baja calidad. Hoy nos preguntamos en qué consiste esa excelencia, para no caer en el modelo poco evangélico de la excelencia en los negocios. Se trata de la excelencia configurada por la cruz de Jesús y la resurrección; se trata también de la adecauda respuesta al contexto.
[1] En las comunidades cristianas se encuentra con frecuencia un notable capital social: cf. Robert D. Putnam, Bowling Alone: the collapse and revival of American Community, Simon and Schuster, New York 2000, p. 66. Capital social quiere decir “conexiones entre los individuos, redes sociales y normas de reciprocidad y credibilidad que nacen de ellas” (p. 19).
[2] En un sondeo Gallup del 2004 se halla que el 56% de la populación encuestada consideraba al clero de “muy alta” o “alta” honestidad y estándares éticos. Aunque el porcentaje parece relativamente elevado, es considerablemente más bajo que el de las enfermeras (79 %), los oficiales militares (72%) y los médios (67%): David W. Moore, Nurses top list in honesty and ethic Poll, The Gallup Organization, Princeton 2004.
[3] Cf. Jackson W. Carrol & Becky R. McMillan, God’s Potters (pastoral leadership and the Shaping of Congregations (Pulpit & Pew), William B.Eerdmans Publishing Company, 2006. 296 pp.
Extraído del blog "Ecología del Espíritu"