Un texto oportuno
Preparaba con una pareja de novios ilusionados la ceremonia de su boda. Les había avertido que eligieran las lecturas que se habían de proclamar. Me sorprendieron con un texto que nunca había oído leer en el sacramento del matrimonio. Pero me encantó. Lo habían encontrado en las reflexiones del sabio Qohélet:
«Mejor son dos que uno, pues juntos obtienen mejores resultados de sus afanes. Porque si caen, uno levantará al otro. Pero, ¡ay, si uno cae sin que nadie lo levante! De la misma manera, si dos se acuestan juntos se calientan, pero uno solo, ¿cómo se calentará? Si uno es atacado, dos resiten mejor, pues no se rompe fácilmente una cuerda de tres cabos» (Ecl 4,9-12).
La clave de la fortaleza
El papa y los obispos e incontables psicólogos denuncian la débil resistencia de los matrimonios ante la avalancha que ataca sus estabilidad. Mis jóvenes amigos me pusieron en la pista para hablarles del tercer hilo que junto a ellos dos, formaría la cuerda difícil de romper. Evidentemente es Jesús de Nazaret. Sólo él es el tercer cabo que da fortaleza al matrimonio cristiano. Lo afirma paladinamente el documento conciliar sobre la Iglesia y el mundo actual:
«El genuino amor conyugal es asumido en el amor divino y se rige y enriquece por la virtud redentora de Cristo… Por ello los esposos cristianos, para cumplir dignamente sus deberes de estado, están fortificados y como consagrados por un sacramento especial, con cuya virtud, al cumplir su misión conyugal y familiar, imbuidos del espíritu de Cristo que satura toda su vida de fe, esperanza y caridad, llegan cada vez más a su propia perfección» (GS 48).
El mayor acontecimiento
Todos los discípulos de Jesús somos conscientes de que nuestro encuentro con él es lo mejor que nos ha podido ocurrir en la vida. La beata Teresa de Calcuta lo expresó tremendamente bien y con naturalidad apabullante, cuando Martín Descalzo la entrevistó y falló el lazo que la tendía a los pies:
-Madre Teresa: ¿cuál es el mayor acontecimiento de su vida?
Tantas maravillas había vivido ya esa monja universal, que podría espontáneamente responder: el Premio Nobel de la Paz, la fundación de mi Congregación, el aprecio de los Papas…Pero la monja saltó enseguida como un volcán que se activa:
-¿Que cuál es el mayor acontecimiento de mi vida? ¡Haber conocido a Jesucristo!
Y el periodista, cazado en la trampa que había tendido, sin embargo comentaba gozoso: No les quepa duda, la razón por la cual esta viejecita arrugada y luminosa está llenando el mundo de ternura, es que está enamorada, apasionadamente enamorada.
El entrenador
Son muchos los títulos que adornan al Espíritu Santo. Es lástima que se olvide uno que viene de la Patrística, y es muy, pero que muy sugerente. Se le llama «Entrenador».
Sabemos de sobra que el entrenador es el responsable de que los deportistas estén en forma para poder competir. Con expresión exacta, la Iglesia de los primeros tiempos invocaba al Espíritu Santo para que entrenase a los mártires. Él ungía de fortaleza a los perseguidos por la causa de Jesús y hasta derramaba alegría en sus corazones. No todos eran dignos de padecer por Jesucristo.
Seréis mis testigos
Seguro que muchos discípulos de hoy no andamos con las ideas demasiado claras para amueblar nuestra cabeza con una auténtica jerarquía de valores evangélicos. Los primeros cristianos tampoco. Son sorprendidos con la impactante vivencia de la resurrección de su Maestro y Amigo. Y se vuelve a romper el orden de valores y vuelven a soñar mecidos en sus ambiciones terrenales:
«Los que le acompañaban le preguntaron: Señor, ¿vas a establecer ahora el Reino de Israel? Él le dijo: No os toca a vosotros conocer los tiempos que el Padre ha fijado con su poder. Vosotros recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos enferusalén, en todafudea, en Samaría y hasta los confines del mundo» (Hch 1,6-8). No sé si comprendieron del todo la respuesta. Y mejor si la comprendemos hoy. No estará de más que pidamos al Espíritu que nos envíe un rayo de su luz para iluminar lo que está oscuro.
Sólo las parejas que han trenzado su matrimonio con la presencia de Jesús -que es el tercer hilo- tienen asegurada la fuerza del Espíritu para ser testigos.
Y necesitamos con gran urgencia esos matrimonios que sean testigos de los valores evangélicos, y que digan con la fuerza de María: Hágase en nuestro hogar lo que tú quieres.