Quizás la realidad más dura de aceptar en la vida es el hecho inalterable de que todo lo que nos es precioso y muy querido, finalmente, de un modo u otro, se nos arrebatará. Nuestros hijos crecen y dejan el hogar, nuestros amigos se mudan y van a vivir a otro sitio, nuestros seres queridos fallecen, nosotros vamos perdiendo la salud y, finalmente, también morimos. Además, aun lo más precioso y querido de nuestra fe y de nuestros valores sufre también de la misma manera: las cosas se modifican, los pensamientos y sentimientos cambian, los fundamentos sólidos que antes nos sujetaban sin posible agresión externa ceden, la duda se infiltra sigilosamente, el fondo cae en vertical, y nosotros nos quedamos preguntándonos en qué creemos verdaderamente y en qué podemos confiar realmente.
Afortunadamente esto es sólo la mitad de la ecuación: Todo lo que perdemos lo recuperamos finalmente, y de una manera más profunda. Nuestros peques se vuelven estupendos adultos que comienzan a cuidarnos, nuevos nudos de amistad se forman aun a distancia, volvemos a conectar de una manera más profunda y permanente con nuestros seres queridos difuntos ya, descubrimos algo más profundo y más permanente que la salud física, la muerte nos abre hacia el infinito y el fondo de nuestras antiguas creencias que se cuartea nos envía en caída libre a un lugar donde aterrizamos en roca de fondo, dura, sobre una base tan segura que ya nunca más podrá estremecerse de nuevo.
El diseño y modelo de esto lo vemos en la Escritura, en concreto en la historia de la comunidad judía y del exilio en Babilonia. Éste es el fondo:
Después de llegar a Palestina (“La Tierra Prometida”) fueron necesarias varias generaciones para establecer el control de la tierra, para unir todas las diferentes tribus en una sola nación y construir un templo en Jerusalén como centro de culto. Los grandes reyes, David y Salomón, llevaron a cabo este proyecto y el pueblo experimentó un gran sentido de seguridad, tanto política como religiosa. Los israelitas se sentían fuertes, especialmente en el ámbito religioso. Dios les había prometido una tierra, y ahora tenían una tierra; Dios les había prometido un rey, ahora tenían ya un rey; y Dios les había prometido un templo, y ahora tenían un templo. Percibieron ellos en esas tres realidades -tierra, rey y templo-, una prueba segura de la existencia de Dios y de la providencia de Dios en su favor. Las promesas de Dios se podían verificar empíricamente.
Pero, precisamente cuando los israelitas se sentían más satisfechos por esa seguridad, los Asirios irrumpieron y conquistaron la tierra, deportaron a todos a Babilonia, mataron al rey y destruyeron el templo de modo que no quedó piedra sobre piedra. Con eso -con la pérdida de la tierra, del rey y del templo-, el hondón de su mundo cayó hecho añicos, religiosa y literalmente. Todo lo que antes había fundamentado su seguridad se les había arrebatado y se sintieron exiliados no sólo de su tierra madre, sino también de su Dios y de su religión. Si la presencia de Dios se daba por segura gracias a la tierra, al rey y al templo, y esto se les ha arrebatado, ¿dónde está Dios? ¿Cómo continuar creyendo, confiando y viviendo con alegría, cuando se les ha arrebatado todo lo que antes fundamentaba esas actitudes?
La respuesta de Dios fue ésta: Me encontraréis de nuevo, cuando me busquéis de una manera más profunda, con todo vuestro corazón, con toda vuestra mente y con toda vuestra alma. — Dios nos da a nosotros hoy esa misma respuesta, siempre que nos sintamos traicionados, huérfanos y desorientados de esa misma manera.
Y ésta es la lección profunda: Con respecto a nuestra fe y a nuestros valores, todo lo que no sea Dios, aunque sea siempre tan auténtico y maravilloso, se nos arrebatará finalmente. ¿Por qué? Esas cosas no son Dios. Podrían servirnos de modo maravilloso durante un tiempo como iconos, pero, si asimos esos iconos demasiado fuerte o durante demasiado tiempo, se convierten en ídolos de los que debemos liberarnos.
Esto es así hasta en lo más precioso para nosotros en el ámbito religioso –la Escritura, los credos de nuestra fe, la Iglesia misma, los grandes santos, los grandes mentores morales. Al fin, por muy maravillosos que sean, no son dioses. Pueden resultar excelentes vehículos hacia Dios, iconos, como presentaciones en “power point” sobre Dios, pero no son Dios, y siempre al fin, de un modo u otro, va a ocurrir una sana acción iconoclasta; y esto lo aprenderemos a través de penosa experiencia, no sin profundo dolor y desilusión. Toda buena literatura espiritual, incluyendo la misma Escritura, nos lo advierte claramente.
Los iconos nos ayudan a dirigirnos hacia Dios, mientras que los ídolos nos ayudan a bloquear nuestro acceso a Dios. Un ídolo es simplemente un icono al que nos hemos adherido con demasiada fuerza y por demasiado tiempo. Y así se da una dinámica purificadora escrita en el DNA de la fe misma: Recibimos ciertas gracias o dones a los que nos adherimos durante algún tiempo, como un cierto lenguaje, ciertos rituales, ciertos credos y dogmas, una determinada comprensión de nuestra fe, santos y santas como modelos, literatura espiritual que nos nutre, y, no el menos importante, un cierto sentido interior de confianza y seguridad de que todo eso es bueno, es correcto, y es de alguna manera Dios.
Bien, esto es bueno por un tiempo. Pero llegará un día, normalmente ocasionado por gran pérdida y sufrimiento profundos, en el que el fondo se desplome, nos encaminemos a una caída libre en la que, por mucho que tratemos de asirnos, no nos aguantaremos, hasta que por fin aterricemos en piso sólido, en roca firme, en Dios mismo.