CUARENTA Y DOS AÑOS DESDE AQUELLA PRIMAVERA

24 de septiembre de 2009

Recibí la Ordenación sacerdotal el 6 de agosto de 1967 en plena euforia postconciliar. De los 20 a los 25 años estudié la teología en Roma: considero una bendición muy grande haber visto y vivido de cerca el Concilio Vaticano II, acontecimiento muy singular en la historia de la Iglesia. Se hablaba con toda razón de una nueva primavera en la vida de la Iglesia y yo la viví con una ilusión enorme.

Salir de España en aquella época de fuerte emigración hacia Europa, fue para mi como una premonición de lo que desde hace once años estoy viviendo ahora acompañando a los emigrantes de lengua española en Zürich.

(JPG) Pero no todo estaba tan claro en mi camino sacerdotal. Estar disponible para los servicios que la Congregación Claretiana me pedía, me costó un gran esfuerzo. Se me pedía algo que nunca imaginé que tendría que hacer en aquellos primeros años de sacerdote, la promoción de vocaciones recorriendo los caminos de Aragón y, luego acompañar a los seminaristas. Fueron once años también.

Durante este tiempo creció incontenible en mi corazón el deseo de hacer realidad lo que tantas veces había explicado a los chavales hablándoles de los Misioneros y de las Misiones. A ellos tal vez los entretenía, pero el hablar tantas veces de lo mismo hacía que fuera madurando en mi con una fuerza incontenible el deseo de ir a las Misiones. La hora de partir sonó en el mes de octubre de 1978 para fundar una nueva Misión Claretiana en Paraguay.

Hoy me sorprendo al recordar la ilusión con que viví la espera del viaje hacia aquellas tierras guaraníes. En los meses previos al viaje todo me parecía fácil e interesante: compartir la Misión con compañeros nuevos, aprender otra lengua, adaptarme a una nueva cultura, realizar ministerios que prácticamente hasta entonces nunca había hecho. Toda la ilusión se necesitaría con creces para enfrentar los desafíos que suponía organizar algo nuevo en una tierra desconocida. Formábamos el equipo seis Claretianos y dos Misioneras Laicas.

La experiencia misionera es la que me ha ayudado a entender y vivir mi sacerdocio como un servicio a la comunidad. Justamente el lema de nuestras primeras actividades decía: “El Señor nos llama a formar la comunidad cristiana con su Espíritu”. Entendí que la Misión la hacíamos todos juntos sacerdotes y laicos; las diferencias culturales y de estudios tenían poca importancia cuando nos movíamos en el campo de la fe. Cada día contemplaba nuevos testimonios de humildes campesinos y campesinas que me daban ejemplo de servicio desinteresado a la comunidad, padres y madres de familia que eran capaces de dejar el trabajo en la chacra o las faenas de la casa para servir a la comunidad. Yo sabía más teología, pero ellos tenían más experiencia de Dios.

Algo que siempre me impresionó fue el cariño que sentían hacia el sacerdote. La primera vez que salí solo a visitar una “compañía”, hicimos la reunión en una escuelita, pues todavía no tenían “oratorio” en la comunidad. Era ya noche cerrada cuando terminamos y una familia que sabía hablar mejor el castellano, porque había emigrado unos años a Argentina, me invitó a su casita de tablas y techo de paja. Cenamos a la luz de unas velas y me invitaron a entrar en la “habitación”. Me extrañó que la cama fuera tan grande, pero, ya se sabe, la primera vez, “ver, oír y callar”. Durante la noche se levantó un viento fuerte como de tormenta. Yo oía la tos de un niño junto a las tablas de la pared de mi “habitación”, pero no era capaz de imaginarme lo que estaba sucediendo. Amaneció y observé con gran sorpresa que la única cama de la única habitación de la casita había sido para mi. ¡Qué vergüenza!

-  ¡Siento mucho haberles quitado la cama!, les dije.
-  No, Padre, es un honor muy grande que Usted haya venido a nuestra casita y dormido en nuestra cama.

Cuando vuelvo la vista atrás y recuerdo tantos y tantos momentos de lucha y de alegría, le doy gracias al Señor que me ha hecho descubrir en el estar con la gente y ayudarles en todo lo que he podido, el sentido de mi vida. Me siento feliz de ser sacerdote; me encantaría que hubiera más vocaciones, pero nuestra tendría que ser más coherente y nuestra entrega más generosa para merecerlas. Jesús nos dice: “Pedid al dueño de la mies que envíe obreros a su mies”. Pero les tenemos que hacer sitio a las nuevas vocaciones y, sobre todo, tenemos que demostrarles que vale la pena este servicio y que es necesario para el bien de los más pequeños, de los más pobres.

Carlos Latorre


Foto por Guerretto