Reflexión
El evangelio de san Juan nos describe hoy la piscina de Betesda. El ambiente y la vida. Grupos de amigos y afines que, ante la necesidad y el dolor, también saben ayudarse. En medio de esa escena, Jesús repara en alguien que está solo. Su parálisis no solo es incapacidad para moverse, sino incapacidad relacional: no tengo a nadie que me meta en la piscina, le dice a Jesús. Y esa es la cuestión. La opción de vida cristiana que construye fraternidad no permite que nadie esté solo, se sienta solo o se sepa solo. La soledad es, paradójicamente, una de las consecuencias más evidentes de nuestra sociedad híper-comunicada. Infinidad de hombres y mujeres en nuestro mundo esperan la salvación que se manifieste en una palabra amiga, un gesto cercano, una caricia o una mirada de apoyo. Así un día y otro. Así cada instante. Los cristianos que escuchan la Palabra y la hacen vida encuentran en ella el impulso para ofrecerse como signo, real o impostado, de una fraternidad universal que recuerde a cada enfermo de soledad que su vida es importante y tiene sitio en la comunión.
Oración
Un día escogí ser
reflejo sin sol,
agua sin fuente,
voz sin garganta
y me perdí en mí.
Tú me guardaste,
sol en tus ojos,
agua en tus manos,
voz en tu oído
y me encontré en ti.
Desde entonces,
Tú me iluminas,
Tú me fecundas,
Tú me pronuncias
y te encuentro en mí.
Yo solo, ¿qué puedo ser?
(Benjamín González Buelta, sj)