«Se le presentaron [a Jesús] su madre y sus hermanos, pero no lograban acercarse por el gentío. Le avisaron: “Tu madre y tus hermanos están fuera y quieren verte”. Él les replicó: “Madre mía y hermanos míos son los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen”» (Lc 8,19-21).
La clave del parentesco
El evangelio de Marcos (Mc 3,31-35) presenta una versión algo más amplia de mismo episodio; además, son muchos los que relacionan este pasaje con otra noticia que aparece en Mc 3,20-21, un texto oscuro en que se dice que los familiares de Jesús fueron a sujetarlo y llevárselo consigo, pues decían (¿quién?, ¿la gente?, ¿ellos?) que estaba fuera de sí. Hemos elegido la versión de san Lucas porque en ella se habla expresamente de la palabra de Dios.
¿Habrá alguien con ventajas especiales para entrar en el reino de Dios y sentarse a la mesa? ¿Qué títulos valen, y cuáles son falsos y no cuelan? San Lucas señala alguno de los que no pasan el control; por ejemplo, el de los que digan al Señor: “hemos comido y bebido contigo y tú has predicado en nuestras plazas” (Lc 13,26); y san Mateo, en un pasaje paralelo, menciona otras acreditaciones inválidas: “¿No hemos profetizado en tu nombre?, ¿no hemos expulsado demonios en tu nombre?, ¿no hemos hecho milagros en tu nombre?” (Mt 7,22). Algo parecido hay que decir del parentesco o la consanguinidad: pertenecer a la misma fa- milia natural que Jesús, o a su misma tribu, no es credencial suficiente para ser de verdad familiar suyo. La única condición, suficiente y necesaria a la vez, es escuchar la palabra de Dios y cumplirla.
Dios “habla a sus criaturas” -si se permite la expresión- y Dios habla a su criatura humana. Habla sus criaturas, porque con su palabra las crea; habla a la criatura humana, convertida en interlocutora de Dios: habla a su pueblo Israel, habla a sus amigos. La palabra cobra muchas formas: revela el designio de Dios, anuncia, denuncia, promete, consuela; y también manda. El Salmo 119 expresa la admiración y gratitud del fiel por haberle dado Dios unos preceptos tan sabios, justos y amables. No son órdenes arbitrarias, sino dones que señalan el camino de la vida para el pueblo que quiere vivir la alianza con Dios.
Jesús es el mensajero final de la palabra de Dios. Esta pide ser acogida. Quien la recibe de verdad realiza estos gestos: la escucha, la escudriña para comprenderla mejor, la interioriza y se deja configurar por ella, la pone en práctica. Cuando se vive este proceso del comienzo al final, la palabra ha tomado posesión de la persona y hay verdadera comunión con Jesús; si no se vive, no hay parentesco con él.
María, oyente y cumplidora
Lucas narra en otro lugar que una mujer de la multitud exclamó: “Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te criaron”. Pero él repuso: “mejor: dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen” (Lc 11,27-28). De María podemos afirmar las dos formas de dicha. La primera y menor sería exclusiva de ella; la mayor la comparte con todos los que viven el proceso de acogida de la palabra. Pero, yendo más allá de las fórmulas explícitas de esta breve historia, podríamos decir que la dicha mayor envuelve a la menor y laleleva a su propio rango: María ejerció los menesteres de la maternidad porque acogió en fe la palabra de Gabriel y secundó el querer de Dios con la docilidad de una verdadera creyente…
Entre los mamíferos, las hembras crían a sus retoños: las mueve un prodigioso instinto. En la sociedad humana, las madres gestan, crían y educan a sus hijos, y aquí, en este nuevoj reino de la naturaleza que formamos los hombres, hay unas actitudes personales|q|ue .asumen y trascienden lo que sucede en el reino animal: el amor materno, los desvelos, la abnegación, la compañía en el camino de crecimiento del niño. Existe un tercer reino, el de las personas que escuchan la palabra de Dios y la cumplen, y de este modo se convierten en madres de Jesús. Escribía san Francisco de Asís5 en su Carta a los fieles: “Somos esposos de Nuestro Señor Jesucristo cuandlo, por el Espíritu Santo, el alma fiel se une a Jesucristo. Somos hermanos suyos cuando hacemos la voluntad de su Padre. Y somos sus madres cuando lo llevamos en el corazón y el cuerpo por una conciencia pura y sincera; yl lo damos a luz por medio de obras santas que deben brillar para ejemplo de los demás”.
Ese tercer reino ya no es reino de la naturaleza, sino de la gracia. En él ha vivido María, que responde al ángel: “cúmplase en mí según tu palabra”; María, que interioriza los hechos y palabras en que se manifiesta el misterio de Jesús; María, que, como “la creyente”, se ha dejado configurar por la palabra de Dios y la ha cumplido. Todos los que viven ese proceso de acogida forman parte de la familia de Jesús, al lado de María. Esa es la imagen que presentará el evangelista san Lucas en Hch 1,13-14. Allí nos dice que los Once, las mujeres, María, y sus hermanos perseveraban unánimes en la oración.
Añadamos un apunte sugestivo que proponen algunos autores. María amamantó al niño, y es feliz por haber cumplido con él ese cuidado materno tan singular. A la palabra de Dios se la ha identificado simbólicamente con la leche materna (cf 1 Pe 1,25 y 2,2). Jesús, al que María crió a sus pechos, la nutre a ella con la. palabra de Dios; podemos así contemplar a I María como hija de su Hijo, según la feliz expresión de Dante. Vive la reciprocidad: da y recibe; alimentajyl es .alimentada; lleva en su seno al niño e interioriza la palabra; lo nutre a sus pechos y acuna la palabra en su corazón.
Unión de voluntades
Decía el clásico latino Salustio: “querer lo mismo, rechazar lo mismo: en eso consiste justamente la verdadera amistad”. Y los santos han hablado de la unión de voluntades para explicar en quél consiste la vida teologal y el amor a Dios. La Escritura presenta a Abraham como amigo de Dios (Is 41,8; 2 Cro 20,7); y el libro de la Sabiduría declara que la sabiduría, en cada época, entra en las almas santas y hace amigos de Dios y profetas. La amistad con Dios no consiste en que él ajuste su voluntad a la nuestra, sino en que tratamos de conocer la suya y la acatamos de corazón. Desde esa clave vivía María. Dios es Dios, es el Señor, es soberano de todo, no una criatura de nuestro mismo rango y condición. La unión de voluntades consiste en que la nuestra rime con la de Dios, en buscar y cumplir lo que le agrada, en ser hijos de su beneplácito.
Se combina así una doble pregunta. La de Samuel, que al oír por tercera vez su nombre declara: “habla, Señor, que tu siervo escucha”, y la de Pablo, que pregunta: “Señor, ¿qué quieres que haga?”. Conocer la voluntad del Señor y obedecerla es alimento vital, camino y fuente de vida, prenda de amistad con Dios.
Pablo Largo, cmf. (IRIS DE PAZ)