"La concupiscencia de la carne revela la soledad del alma."
Dag Hammarskjold, el antiguo Secretario General de las Naciones Unidas, escribió esas palabras, que iluminan parte de una intencionalidad más profunda del deseo sexual. Y esta intuición fue más que una simple teoría para Hammarskjold. Él conoció la soledad y el deseo no realizado.
Según se van publicando más y más en inglés sus diarios, llegamos a estar más convencidos de que Dag Hammarskjold era a la vez un hombre de extraordinaria integridad moral y extraordinaria profundidad espiritual. Y lo obtuvo legítimamente. Su padre, antaño Primer Ministro de Suecia, había sido un gran hombre de estado de inflexible integridad, y su madre había sido una mujer de gran fervor y profundidad espiritual. Hammarskjold heredó lo mejor de ambos, y eso hizo de él un sorprendente hombre de estado y un gran escritor espiritual. Sin embargo, no todo fue perfecto en su vida.
Mientras en su vida profesional se ocupó de asuntos de importancia mundial y en esto empeñó todas sus energías, el resto de su vida no fue tan completo. Cuando joven, había perdido a una mujer, a la que amaba profundamente, por otro hombre, y esto fue una herida que nunca lo abandonó. Nunca programó ni buscó el matrimonio de nuevo. Anheló estar casado, pero, por toda clase de razones -como sucede a millones de personas- nunca llegó a darse. Fue, en palabras de su biógrafo, Walter Lipsey, “derrotado, más bien que casado”.
Hammrskjold, en sus diarios, reflexiona con frecuencia sobre su “derrota” y el hueco que eso dejó en su vida. Hay una secante honestidad sobre su dolor y sobre el modo como trata de pelear con él. Por una parte, tiene claro que eso es un dolor que no se puede negar y que nunca se va; por otra parte, es capaz de redirigirlo de alguna manera, sublimándolo en un abrazo más amplio, en diferente clase de cama de matrimonio.
“Siento dolor, un ansia de compartir este abrazo (de esposo y esposa), de ser absorbido, de tener parte en este encuentro. Un ansia como deseo carnal, pero dirigido hacia la tierra, el agua, el cielo, y vuelto por el susurro de los árboles, la fragancia de la tierra, la caricia del viento, el abrazo del agua y la luz”. ¿Era esto satisfactorio? No del todo, pero traía cierta paz: “¿Contento? No, no, no; pero sí confortado, descansado, mientras quedo a la espera”.
En esto, en cómo experimentó el dolor de su inconsumación y en cómo trató de redirigir esas ansias, sus sentimientos corren parejos con los de Thomas Merton. A Merton le preguntó una vez un periodista cómo se sentía con el celibato. Merton replicó que “el celibato era el infierno”, que condenaba a uno a vivir en una soledad que el mismo Dios condenaba (“No es bueno que el hombre esté solo”), y que, de hecho, era un camino peligroso de vivir, ya que era un modo anormal de vida. Pero Merton siguió diciendo que, al indicar que era anómalo y peligroso, no quería decir que no pudiera ser maravillosamente fecundo y dador de vida, tanto para el que lo está viviendo como para los que están junto a él o ella. Y eso fue cierto, sin duda, en el propio caso de Merton, exactamente como fue cierto para Hammarskjold. Ambos infundieron más oxígeno en el planeta.
Además, Merton trató de sublimar su deseo de una cama de matrimonio de la misma manera como lo hizo Hammarskjold. “Yo había decidido casarme con el silencio del bosque. El dulce y oscuro afecto del mundo entero tendrá que ser mi esposa. Fuera del corazón de ese oscuro afecto viene el secreto que se oye sólo en el silencio, pero es la raíz de todos los secretos que son susurrados por todos los amantes en sus lechos a lo largo del mundo entero”.
Hammarskjold y Merton ansiaban ese profundo, altamente individualizado e íntimo abrazo sexual “uno a uno” que les fue negado por el puesto que ocuparon en la vida y que es negado a millones de nosotros por toda suerte de circunstancias y llamamientos. Merton escogió deliberadamente renunciar a la consumación sexual, para abrazar los votos religiosos; Hammarskjold lo había escogido para sí debido a las circunstancias. Al fin y al cabo, el efecto fue el mismo. Después, ambos trataron de sublimar esa necesidad y deseo de la intimidad congenital -son sus mismas palabras- desposándose de alguna manera con el mundo y haciendo el amor de una manera menos particularizada.
Sospecho que muchas personas casadas que gozan de esa única profundidad de la intimidad “uno a uno” por la que Hammarskjold y Merton ansiaron, deben de ansiar también en primer grado encontrar en su intimidad sexual ese abrazo más amplio del que nos hablan Hammarskjold y Merton, sabiendo que ellos desean eso también en su abrazo sexual.
Los pensadores siempre han meditado sobre el problema de uno y de muchos, la interrelación de lo particular y lo universal, porque esto no es precisamente una cuestión teórica de metafísica, algo para entretener a los filósofos; es algo que subyace implicado intrincadamente en el poderoso ímpetu de la sexualidad de los amantes en sus camas del mundo entero.