con plena salud, diría sin vacilar: me quedo
hasta el final de mis días entre mis leprosos”
Querido padre Damián:
Hay cartas que se deben escribir de rodillas. Ésta, por ejemplo. Ya sé que hoy todo el mundo se conmueve al recordar tu itinerario. Pero entonces, en aquel tiempo de soledad en el corazón del Pacífico, hasta algunos de quienes menos se podía esperar, no acertaron a comprenderte del todo. Todavía en 1886 se te llegará a acusar de «egoísta y falto de delicadeza y caridad» porque te habías retirado a descansar unos días en la cercana Honolulu, agotado como estabas por trece años de atención a los leprosos y con un cuerpo marcado ya por los síntomas de la enfermedad. «Los bacilos de la lepra» -habías escrito- «han anidado por fin en mi pierna izquierda y en la oreja. Muy pronto, creo, toda mi persona estará completamente descompuesta». Ya por entonces te dirigías a tu gente no sólo en su lengua hawaiana, sino sobre todo en ese peculiar idioma de quien comparte el mismo dolor y se siente unido por el mismo destino: «Nosotros los leprosos…». No necesitabas muchas palabras más: «Hijos míos», les tenías dicho, «estaré con vosotros hasta mi muerte».
Tu vida fue una locura, una versión inacabada pero auténtica del evangelio o, si me permites, una llamada personalísima de Dios, a la que supiste responder desde el primer momento. “Cuando sea mayor”, decías de chico, “dejaré Bélgica e iré a otros países para ayudar a los demás y darles a conocer la vida de Jesús”. No podías imaginar, ni de lejos, lo que te esperaba. ¿Qué sentiste al verte confinado en aquella ciudad maldita, miembro de una familia que se agarraba a ti como a su único asidero? ¿Qué pensabas al ver la iglesia llena de aquellos hermanos “con aspecto horrible”, despidiendo un hedor que te forzaba a salir un momento a respirar aire puro para poder terminar la celebración? Lo tenías dicho: “Tienen un alma rescatada al precio de la sangre de nuestro Salvador”. Por su parte, ellos te veían como sacerdote, enfermero, amigo, confidente, compañero de fatigas que les acompañaba a bien morir, pero que además les proporcionaba instrumentos musicales para que alegraran sus tertulias y tuvieran la alegría de sentirse vivos.
Leo el subtítulo de tu epistolario: “Cartas del padre Damián leproso”, y el título que lo precede: “Una extraña felicidad”, y me parece que ahí está resumida tu asombrosa y emocionante aventura. ¿Me permites devolverte hoy algunas de tus frases? Confieso que me han sacudido la conciencia y, más de una vez, han hecho que se me nublaran los ojos.
- Aunque fuese posible marcharme de aquí con plena salud, diría sin vacilar: me quedo hasta el final de mis días entre mis leprosos.
- Intento subir despacio el camino de la cruz y espero encontrarme en la cima de mi Gólgota… Los Sagrados Corazones me bendicen con tal alegría y paz de corazón, que me siento el misionero más feliz del mundo.
- Sin la oración, un trabajo como el mío sería insostenible. Pero teniendo a nuestro Señor a mi lado, puedo estar siempre feliz y contento.
- Si yo aceptase el más pequeño salario por mi trabajo, mi madre no me reconocería como hijo suyo.
- Una gran bondad hacia todos, una tierna caridad para con los necesitados, una dulce compasión para con los enfermos y moribundos: ésta ha sido mi pedagogía.
A tus 49 años, el 15 abril de 1889, lunes santo, pronunciaste las últimas palabras de Jesús: “Todo se ha cumplido”, y cerraste los ojos en aquella zona de Molokai rodeada, de una parte, por el Océano y, de otra, por una cadena de rocas infranqueables. Un millar de leprosos se deshacía en lágrimas. Años después, 32.864 leprosos acudían a Pablo VI solicitando tu beatificación. Hoy se espera que muy pronto serás canonizado.
¿Existe el milagro? No hay fuerza humana que pueda aceptar, amar y agradecer una historia como la tuya. Ghandi y Teresa de Calcuta te propusieron como modelo. El 1 de diciembre de 2005 fuiste elegido el belga más grande de todos los tiempos por la televisión abierta flamenca. Con razón se hizo célebre la invitación de aquel protestante berlinés que escribía: “Viajeros de todas las naciones que pasen ante el peñón de Molokai: ¡Saluden!”. Pero lo importante para ti no eran los títulos sonoros sino la vivencia evangélica que te llevó a darte del todo por tu gente, cumpliendo lo que tu Obispo Maigret había dicho al presentarte a los habitantes de aquella ‘colonia de la muerte’: "Será un padre para todos, los ama de tal manera que no vacilará en volverse uno de ustedes".
Querido Padre Damián, son muchos los que al leer tu historia han sentido que ya no podían vivir como antes.