¡Antes de que te comprometas en serio con Jesús, considera primero en qué grado vas a dar una buena imagen en el madero (de la cruz)! Daniel Berrigan escribió esas palabras, que expresaron bien quién era él y en qué creía. Murió a la edad de 94 años.
No cualquier tributo puede hacer justicia a Dan Berrigan. Desafía la rápida definición y la fácil descripción. Era, a la vez, el activista con un solo propósito, obsesionado, aun cuando era también una de las más complejas figuras espirituales de nuestra generación. Mostró tanto la fogosidad de Juan Bautista como la amabilidad de Jesús. Defensor de la justicia social internacionalmente conocido, sacerdote contrario a la guerra, poeta, escritor espiritual de primer rango, jesuita disidente… él, junto con su gran amiga Dorothy Day, fue, de nuestra generación, uno de los mayores defensores de la no-violencia. Como Dorothy Day, él pensaba que toda violencia, sin importar lo merecida que parezca en una determinada situación, siempre engendra más violencia. Para él, la violencia nunca se puede justificar alegando superioridad moral sobre la violencia que está tratando parar. La no-violencia, que él defendió inflexiblemente, es el único camino a la paz. Como Dorothy Day, nunca se pudo imaginar a Jesús con un fusil.
Berrigan vivió con el principio de la no-violencia y empleó su vida en convencer de su verdad a otros. Esto le supuso muchos disgustos, en la sociedad en general y en la iglesia. Y le llevó a la cárcel. En 1968, junto con su hermano, Philip, entró en un edificio federal de Catonsville (Maryland), cogió algunos proyectos de archivo y los quemó en el cubo de basura. Por esto, le retuvieron tres años y medio en la cárcel. Pero esto también lo marcó indeleblemente en la conciencia de una generación entera. Después fue para siempre conocido como miembro de los Nueve de Catonsville y apareció una vez en la portada de Time Magazine.
Yo estaba en el seminario durante esos tumultuosos años de final la década de los 1960, cuando las protestas anti-guerra en USA estaban movilizando a tan grandes muchedumbres y Daniel Berrigan era uno de sus fijadores de carteles. Además, yo estaba en un seminario donde casi todo en nuestros rasgos peculiares estaba pidiéndonos desconfiar de Berrigan y del movimiento anti-guerra. En nuestra visión de aquel tiempo, esto no era lo que se suponía que hiciera un sacerdote católico. Entonces, yo no era partidario de él. Soy un converso tardío.
Esa conversión comenzó cuando, como estudiante graduado, empecé a leer los libros de Berregan. Fui atrapado por tres cosas: Primera, por el desafío del evangelio que estaba descifrando tan claramente; después, por su profundidad espiritual; y finalmente -no lo menos-, por la brillantez y poesía de su lenguaje. Fue, sin descanso, un escritor muy bueno y un cristiano muy desafiante. Yo envidiaba su vocabulario, sus giros de frase, su inteligencia, su ingenio, su profundidad y su radical compromiso. Empecé a leer todo lo que él había escrito y comenzó a tener una creciente influencia sobre mi vida y ministerio. No había visto antes qué innegociable es el desafío de Jesús de actuar no sólo con caridad sino también con justicia.
El P. Larry Rosebaugh, compañero oblato que también fue a prisión por protestas anti-guerra y después fue matado a tiros en Guatemala, comparte en su autobiografía cómo, la noche antes de que llevase a cabo su primer acto de desobediencia civil que le llevó a prisión, pasó la noche entera en oración con Daniel Berrigan. El aviso que le dio entonces Berrigan fue éste: ¡Si no puedes hacer esto sin ponerte áspero y furioso con los que te arrestan, no lo hagas! La profecía consiste en hacer un voto de amor, no de alienación. Hay aquí una delgada línea que es cruzada con demasiada frecuencia cuando estamos tratando de ser proféticos.
Irónicamente, en atención a todo su consejo crítico sobre esto, Berrigan, aceptado por sí mismo, se esforzó fuertemente en ello, a saber, situar en adelante la razón de su protesta desde un centro de amor y no desde un centro de ira. A la edad de 62 años, escribió una autobiografía, Habitar en paz, en la que expresó con toda sencillez que nunca había gozado de una relación sana con su propio padre y que éste nunca le había bendecido a él ni a su hermano, Philip. Más bien su padre estaba siempre más amenazado por las energías y talentos de sus hijos que orgulloso de ellos. Con esta admisión, Berrigan continuaba preguntando si era extraño que él, Daniel, hubiera sido siempre una espina al lado de todas grandes autoridades con las que en ocasiones se había encontrado: presidentes, papas, obispos, superiores religiosos, políticos, policías. Le costó 60 años hacer la paz con la falta de bendición por parte de su padre; pero Dios escribe recto con renglones torcidos: la radicalidad encendida en él ayudó a desafiar a una generación.
En sus años posteriores, Berrigan empezó a trabajar en un hospicio, encontrando entre los moribundos una profundidad que lo cimentó contra lo que él tanto temía en nuestra cultura, la superficialidad.
Su propia generación le dará un juicio variado: amado por unos, odiado por otros. Pero la historia hablará bien de él. Siempre estuvo al lado de Dios, de la paz y de los pobres.
Daniel Berrigan RIP.