A veces pienso que soy más famoso de lo que merezco. Y no sé quién ha movido los hilos de mi vida. Las broncas me han llovido a mí, pero creo que el guionista de la película has sido tú, Señor. Soy un mar de contradicciones. De joven fui feliz. Y no creas que no añoro los años en que todas las miradas se fijaban en mis ojos azules. Cuando bailaba «Hotel California» en la nocturnidad de la discoteca notaba una onda de vibraciones por encima de mi melena rubia. Mis dedos estaban entrenados para la exploración de pieles. Todo un artesano. Una sonrisa mía encendía un sueño. Y las piruetas con mi vieja Bultaco me abrían más corazones que una licenciatura en ICAI-ICADE.
No sé por qué me metí en política. Ahora, con la experiencia de los años, me dan ganas de echarte la culpa a ti. Entonces se la eché a los vecinos del barrio. Decían que con mi cara podía arrasar en las municipales. Todavía sigo sin creerme que a mis veintipocos años pudiera derrotar al alcalde de toda la vida. Sí, don Armando era un auténtico Goliat. Usó todas las estratagemas posibles para ganar, pero pude con él. Ahí empezó mi éxito y, en cierto sentido, mi ruina. El poder se me subió a la cabeza. Durante algún tiempo fui un fanático de «el fin justifica los medios», un precursor del tráfico de influencias y -me atrevería a decir- un aprovechado. Supe repartir prebendas para lograr mis objetivos. Y no hice ascos al sexo forzado cuando se me presentó la ocasión.
Siempre creí en ti. A mi manera, es verdad, pero tu nombre estaba con frecuencia en mis labios. Hasta se me ocurrió promover la construcción de una iglesia en tu honor. Naturalmente, en algún lugar hubiera figurado una placa con mi nombre para perpetua memoria y, sobre todo, para aumento de votos. Pero no llegó a realizarse. Se ve que no entraba en tus planes. La gente no ignoraba mis puntos negros, pero admiraba mi capacidad y mi fuerte liderazgo. Con trampas o sin ellas, conseguí muchas cosas que ninguno antes de mí había logrado. Y eso acaba imponiéndose.
La política me obligó a nadar y guardar la ropa. Un político -y tú lo sabes bien- es un experto en lo posible. Admiro a los grandes utópicos que sueñan con hacer un mundo mejor, pero me producen pavor cuando por accidente tienen que hacerse cargo de las cosas públicas. No saben convivir con la miseria humana. Son expertos en fraternidad universal, pero no tienen ni idea de cómo se confecciona un presupuesto. Defienden la paz a cualquier precio, pero se hunden cuando tienen que abordar un conflicto. En definitiva, que valen para soñar -y conste que también yo soy un aficionado a los sueños- pero son un desastre para gestionar. No digo que sea imposible ser un político honrado. Hasta creo que yo, en el fondo, lo he sido. Sólo quiero levantar acta de lo difícil que es separar el trigo de la cizaña.
No me arrepiento de haberme manchado las manos y de haber cometido grandes errores. Viendo las cosas con perspectiva creo que, miserias aparte, procedían de un noble deseo: vivir la vida con intensidad. En esto tengo pocos rivales. He puesto el corazón en todo lo que he hecho. He sido un gran amigo y un gran enemigo. Me han amado y odiado casi a partes iguales. Alguna vez he traicionado, pero pocos como yo han dado tanto valor a la fidelidad. Cuando ha habido que saltar a la arena he sido el primero en hacerlo. Por eso me revienta la gente que pasa por la vida como gato sobre ascuas. Es verdad que a veces he intentado esconder mis trapos sucios, pero tampoco me ha importado reconocerlos cuando la prensa los ha aireado o algún buen amigo me los ha presentado sin ambages.
Quiero añadir una cosa que me quema dentro. En medio de este mar de contradicciones, la barquichuela de mi vida sólo ha tenido un norte: tú. No te extrañes de que ahora, al cabo de muchos años, te lo diga como lo siento. Había días en que, cansado de batallar en mi despacho, abría la agenda y allí mismo, entre la lista de citas y teléfonos, escribía unos versos para ti. Brotaba en mí la vena poética y me salían palabras como de enamorado: "El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?". O: "Oh, Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo". No creo que pase a la historia de la literatura. Me basta con pasar a la lista de los que, a pesar de los pesares, hallaron gracia a tus ojos.