Los Evangelios nos cuentan que, después de la muerte del rey Herodes, un ángel se apareció en sueños a José en Egipto y le dijo: “Levántate. Toma al Niño y a su Madre y vete a la tierra de Israel, porque ya han muerto aquellos que atentaban contra la vida del Niño” (Mt. 2, 19-20). El ángel, al parecer, habló prematuramente; el Niño Jesús estaba todavía en peligro, está aún en peligro, está amenazado de muerte y todavía le siguen la pista, aun hoy día.
Dios todavía se halla vulnerable e indefenso en nuestro mundo y está siempre bajo amenaza. Todas formas de violencia, de agresión, de intimidación, de acoso, de desfile del ego, de la obtención de ventajas, aún están tratando de matar al niño. Y el Niño es amenazado también de formas menos evidentes, a saber: Siempre que hacemos la vista gorda sobre los que se hallan indefensos y expuestos a la guerra, la pobreza y la injusticia económica, continuamos matando al Niño. Tal vez Herodes esté muerto, pero tiene muchos amigos. El niño está por siempre amenazado.
Muchos de nosotros estamos familiarizados con la historia de los monjes trapenses de Argelia que fueron martirizados por terroristas en 1996. Algunos meses antes de ser tomados cautivos y ejecutados, habían sido visitados por los terroristas; irónicamente, la víspera de Navidad, justo mientras se estaban preparando para celebrar la Eucaristía de Nochebuena. Los terroristas, bien pertrechados con armas, se marcharon después de un tenso callejón sin salida en donde los monjes no accederían a darles las provisiones médicas que estaban demandando. Pero los monjes fueron zarandeados de mala manera. ¿Cuál fue su respuesta? Marcharon inmediatamente a su capilla y cantaron la misa de Navidad, poniendo especial énfasis en cómo Jesús entró radicalmente vulnerable e indefenso en este mundo, y estuvo inmediatamente bajo amenaza. Su calculada y eventual respuesta honró esta inmediata reacción: Viviendo bajo la amenaza de muerte, rehuyeron armarse o aceptar protección militar, creyendo que había una infranqueable incongruencia entre lo que ellos habían votado y la presencia de armas dentro del monasterio. Además, después de este inicial encuentro con terroristas armados, su abad, Christian de Cherge, introdujo un especial mantra en su oración diaria: ¡Desármame, Señor, desármame! Viviendo bajo la amenaza de armas, él instó diariamente por permanecer desarmados, físicamente indefensos contra el posible ataque, para ser como un niño recién nacido, como el recién nacido Jesús, expuesto e indefenso ante la amenaza de violencia.
Pero eso no es algo fácil de imitar, dado que especialmente hoy casi todo en nuestro mundo nos señala hacia su contrario, a saber, a armarnos, a responder a toda amenaza, arma por arma, a hacer frente a toda posible amenaza con la resistencia armada. Son los tiempos: Como Christian de Cherge y su comunidad de monjes, nosotros también vivimos bajo la amenaza del terrorismo y la violencia generalizada. Y nuestra paranoia se acrecienta mientras, diariamente, nuestras nuevas informaciones nos dan imágenes de disparos terroristas, bombardeos, decapitaciones, tiroteos masivos, violencia callejera y violencia doméstica. Vivimos en tiempos de violencia. Comprensiblemente, hay una cierta comezón por armarnos.
Así, ¿qué realista es renunciar a armarnos? ¿Qué realista es orar por estar desarmados?
La Cristiandad siempre ha defendido la justificada auto-defensa y la justa guerra. Incluso más allá de esto, ninguna sociedad prudente elegiría nunca desarmar su fuerza policial y militar, y estas, necesariamente, llevan pistolas y otras armas. En verdad podría decirse que aquellos que arguyen a favor de un pacifismo radical pueden hacerlo solamente porque están ya protegidos por la policía y soldados con armas. No es demasiado difícil decir que, excepto por las armas que nos protegen, todos nosotros quedamos indefensos ante los criminales y psicópatas de este mundo. Pero eso necesita algún matiz.
Entre otras cosas, aún hay un caso poderoso que ser hecho por permanecer personalmente desarmado. El antiguo cardenal de Chicago, Francis George, arguyó de esta manera: Necesitamos pacifistas del mismo modo que necesitamos célibes religiosos con votos, esto es, necesitamos personas inspiradas en el evangelio para dar un particular -a veces singular- testimonio de lo que el Evangelio finalmente señala, a saber, un lugar más allá de nuestra imaginación corriente, un cielo en el que nos relacionaremos unos con otros en una intimidad que aún no podemos imaginar y donde no habrá armas. En el cielo, estaremos totalmente indefensos ante unos y otros. No habrá armas en el cielo.
Esta realidad está ya figurada en el Cristo recién nacido, indefenso y vulnerable, y ya tan amenazado.
Está también figurada en los pacifistas de nuestros días; de Dorothy Day a Martin Luther King, de Madre Teresa a Christian de Cherge, de Daniel Berrigan a Larry Rosebaugh, hemos sido agraciados por el testimonio de personas inspiradas en el Evangelio, las cuales, ante la amenaza y violencia físicas, eligieron arriesgar sus vidas antes que empuñar un arma. Los tiempos están forzándonos también a escoger: ¿Nos armamos o no?
Porque esos que buscan la vida del niño aún están a nuestro alrededor, gente paranoica, como el rey Herodes, que matan indiscriminadamente por miedo a que un niño indefenso pudiera amenazar pronto su trono y su privilegio.