De san Tarsicio a la revista People: nuestra evolución en admiración e imitación.

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.Cuando yo era un niño que crecía en una comunidad católica, la catequesis de entonces trataba de animar los corazones de los jóvenes con historias de mártires, santos y otros que vivieron grandes ideales en términos de virtud y fe. Recuerdo una historia en particular que captó mi imaginación y me animó: la historia de un mártir cristiano del siglo tercero, san Tarsicio.

Como cuenta la leyenda (o la verdad), Tarsicio era un acólito de doce años en el tiempo de las primeras persecuciones cristianas. En ese tiempo, los cristianos de Roma solían celebrar la Eucaristía secretamente en las catacumbas. Después de esas misas secretas, alguien -un diácono o un acólito- llevaba las especies eucarísticas -el Santísimo Sacramento- a los enfermos y los prisioneros. Un día, después de una de esas misas secretas, el joven Tarsicio estaba llevando el Santísimo Sacramento camino de una prisión cuando fue abordado por un grupo de jóvenes paganos. Él se negó a entregar el Santísimo Sacramento, lo protegió con su propio cuerpo y, como resultado, fue golpeado hasta la muerte.

Siendo yo un niño de doce años, esa historia me encendió mi romántica imaginación. Quería tener esa especie de gran ideal en mi vida. En mi joven imaginación, Tarsicio era el mayor héroe al que quería parecerme.

Nosotros hemos recorrido un largo camino desde entonces, tanto en nuestra cultura como en nuestras iglesias. Ya no somos movidos románticamente mucho por los santos de antaño ni por los de hoy. Sí, aún reservamos un lugar oficial para ellos en nuestras iglesias y en nuestros más altos ideales, pero ahora somos movidos románticamente mucho más por las vidas de los ricos, los famosos, los guapos, las estrellas del pop, los atletas profesionales, los dotados físicamente y los dotados intelectualmente. Son ellos los que ahora encienden nuestras imaginaciones, atraen nuestra admiración y a los que más nos gusta imitar.

A comienzos del siglo diecinueve, Alban Butler, un convertido inglés, recogió historias de las vidas de los santos y al fin las juntó en una colección de veinte volúmenes, famosamente conocida como Butler´s Lives of the Saints. Durante cerca de doscientos años, estos libros estimularon a los cristianos, jóvenes y ancianos. Nada más. Hoy, Butler´s Lives of the Saints ha sido reemplazado de hecho por la revista People, Sports Illustrated, Rolling Stone, la revista Time y las otras múltiples revistas que  narran las vidas de los ricos y los famosos, y nos miran fijamente desde los quioscos y la línea de salida de la tienda de comestibles.

Efectivamente, nos hemos movido: de san Tarsicio a Justin Bieber; de Teresa de Lisieux a Taylor Swift; de Tomás de Aquino a  Tom Brady; de santa Mónica a Meryl Streep; de san Agustín a Mark Zuckerberg; de Juliana de Norwich a Marianne Williamson; y del  primer santo afro-americano (san Martín de Porres) a LeBron James. Son estos los que ahora están encendiendo nuestra romántica imaginación e incitando nuestra imaginación.

No me entendáis mal, no es que estas personas sean malas o que haya algo malo en admirarlas. En verdad, les debo algo de admiración porque toda belleza y talento tienen su origen en Dios, que es el autor de todas cosas buenas. Desde la virtud de un santo hasta la belleza física de una estrella de cine, hasta la gracia de un atleta, hay sólo un autor en el origen de toda esa gracia: Dios. Tomás de Aquino señaló correctamente que retener un cumplido de alguien que lo merece es un pecado porque estamos reteniendo la comida de alguien que la necesita para seguir viviendo. La belleza, el talento y la gracia necesitan ser reconocidos y expresados. La admiración no es el problema. El problema es más bien que, mientras necesitamos admirar y reconocer los dones de los dotados de talento y los dotados de belleza, estos no siempre son las vidas que debiéramos estar imitando, a no ser que también irradien virtud y santidad. Nosotros no deberíamos identificar demasiado fácilmente la gracia humana con la virtud moral. Pero eso es un problema.

También, una de las debilidades de nuestras iglesias hoy es que, mientras nosotros hemos mejorado y refinado grandemente nuestra imaginación intelectual y ahora tenemos mejores y más sanos estudios teológicos y bíblicos, luchamos por tocar los corazones. Luchamos por lograr que la gente se enamore de su fe y especialmente de su iglesia. Luchamos por encender nuestra romántica imaginación como lo hicimos una vez recurriendo a las vidas de  los santos.

¿Adónde podríamos ir con todo esto? ¿Podemos encontrar de nuevo santos para encender nuestros ideales? ¿Puede el buen trabajo hecho hoy por Robert Ellsberg sobre hagiografía (sobre las vidas de los santos y otros gigantes morales que han vivido antes que nosotros) llegar a ser el nuevo Butler’s Lives of the Saints? ¿Pueden las biografías seculares de algunos gigantes morales de nuestra propia edad atraer nuestra imitación? ¿Hay un san Tarsicio que pueda estimular a los jóvenes?

Hoy, más que nunca, necesitamos historias estimulantes sobre mujeres y hombres, jóvenes y ancianos, que han vivido heroicamente la virtud. Sin tales ideales que emular, nosotros también identificamos rápidamente la virtud moral con la gracia humana y nos despojamos de ideales espirituales más elevados.