Dejarse reconciliar por Dios . El sacramento de la reconciliación

    Jesucristo es el Salvador, con artículo determinado, en singular y con mayúscula. El único Salvador. Más aún, él es la Salvación. Porque no nos salva dándonos algo distinto de sí mismo, sino dándosenos él personalmente, haciéndonos su propio Cuerpo místico, comunicándonos su ‘propiedad divino-personal’, su misma vida, que es su filiación divina. Como proclamó solemnemente san Pedro: "No hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres, por el que nosotros debamos salvarnos" (Hech 4, 12). Y es el Salvador y la Salvación, en cuanto Hombre, es decir, en su Humanidad y a través de su Humanidad. Gracias a esa Humanidad, es no sólo el Sacramento primordial, sino el único verdadero Sacramento. Agota en sí toda la ‘sacramentalidad’, porque visibiliza eficazmente toda la Salvación de los hombres. Cuando, en virtud de su muerte y, sobre todo, de su resurrección, pierde ‘visibilidad’ -que es condición esencial del ‘sacramento’-, deja a la Iglesia como Sacramento de su presencia salvadora. La Iglesia no es simplemente una institución fundada por Cristo, es la presencia visible del Cristo invisible. Y la Iglesia expresa su ‘sacramentalidad’, de una manera especial, aunque no exclusivamente, por medio de los siete Sacramentos.

Los Sacramentos son acciones personales de Jesús, en la Iglesia y con la iglesia. Son las siete maneras ‘normales’ de ponerse en contacto salvador con nosotros, ahora, la Humanidad ya glorificada de Jesús.

De todos los Sacramentos, el más ‘necesario’, como punto de partida, ya que es el ‘nuevo nacimiento’ a la vida de la gracia, es el Bautismo. Pero el más importante de ellos, al que todos los demás se ordenan como a su fin, es la Eucaristía. La Eucaristía, como Sacrificio y como Sacramento -que prolonga el Sacrificio- no es sólo una acción de Jesús, sino Jesús mismo en Persona. La Eucaristía, en esa doble dimensión esencial, es el máximo Sacramento de la Reconciliación.

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos. Además de este máximo Sacramento de la Reconciliación -de los hombres con el Padre y con la Iglesia y de los hombres entre sí-, que es la Eucaristía, reconocemos y vivimos el sacramento de la penitencia-confesión-reconciliación, cuyo sentido profundo hemos de recuperar, en nuestra vida espiritual cristiana, como un ‘momento fuerte’ en el proceso de conversión, de reajuste y de conformación de nuestra ‘mentalidad’ y de nuestras ‘actitudes vitales’ con la mentalidad y con las actitudes vitales de Jesús. Para ello, es preciso:

  • Ejercitarse en la fe. El sacramento de la reconciliación es una acción personal de Cristo. Su Humanidad, ya gloriosa, se pone ahora en contacto salvador con nosotros por medio de este sacramento, para ‘salvarnos’, liberándonos de nuestro pecado. Es el mismo Jesús, personalmente, quien, a través del sacerdote ‑que actúa no sólo en su nombre, sino en persona suya‑, nos perdona.Y su perdón nos llega de modo connatural a nuestra condición de ‘espíritus encarnados’, mediante el gesto y la palabra sacramental del sacerdote. Se trata de un encuentro personal con Jesucristo, que se realiza en el sacramento y se vive en la fe. Deberíamos acudir a esta ‘cita’ con Jesús estremecidos de asombro y de alegría.
  • Avivar la conciencia de necesitar salvación. El mayor pecado es creerse justo. Y la más grave de las enfermedades espirituales es creerse sano. No tener necesidad de salvación es no tener salvación. Por eso, la conciencia viva, e incluso gozosa, de no podernos salvar por nosotros mismos y, por lo tanto, de necesitar ser salvados gratuitamente por Jesús ‑que es el Salvador y la Salvación‑ es la mejor actitud y la condición más indispensable para la salvación. El dolor cristiano de los pecados no puede ser un dolor amargo, sino filial, porque debe estar transido de confianza en Dios, nuestro Padre, y de fe en su amor personal y en su perdón. Por eso, más que detenernos en examinar doloridamente nuestra conciencia y en suscitar arrepentimiento y propósito de la enmienda en nuestro corazón, deberíamos alentar ‘una conciencia suave y general de ser pecadores’, que es lo que los antiguos llamaban ‘espíritu de compunción’. Y, mejor aún, avivar en nosotros la conciencia filial de necesitar salvación y alegrarnos de necesitarla, para que sea Jesús quien nos salve.
  • Confesar y renovar actitudes. Más que actos concretos, se deberían confesar actitudes. (A no ser en el caso de que se tuviera en la conciencia algún pecado realmente grave o así llamado ‘mortal’). Mejor que presentar ante el confesor una lista ‑larga, minuciosa y detallada‑ de ‘pecados’ o de defectos, que volveríamos a repetir inevitablemente, aunque nos confesáramos todos los días, sería confesar y, al mismo tiempo, renovar esas actitudes básicas de la vida cristiana, que son la filiación y la fraternidad. Estas actitudes encierran en sí todos nuestros deberes y derechos para con Dios y para con los hombres, y desgraciadamente, nunca las vivimos con la suficiente perfección y fidelidad. Por eso, siempre encontramos, en relación a ellas, ‘materia’ suficiente de confesión ‑de arrepentimiento y de propósito de la enmienda‑ y de renovación espiritual.

El sacramento de la reconciliación, así vivido, es un momento fuerte en el proceso de configuración con Jesucristo, en que consiste esencialmente la vida espiritual cristiana. Un momento ‘fuerte’ por la densidad de contenido y por la intensidad de las actitudes que supone y que crea.

Sin embargo, muchas veces se ha ‘trivializado’ el sacramento, porque no se ha ‘celebrado’ propiamente, y se ha convertido en simple ‘confesión’, repetida una y otra vez, más por costumbre, por cumplir una ley jurídica o para buscar con cierta obsesión la tranquilidad de conciencia, que para ‘convertirse’ y renovar de verdad la propia vida. En numerosas ocasiones, no ha sido fuente de paz y de alegría, sino de escrúpulos y hasta de tortura interior, a causa de los minuciosos exámenes de conciencia y de las otras ‘condiciones’ que se exigían desde una concepción casi ‘mercantil’ y burocrática del sacramento. El mismo cambio de nombre ‑reconciliación, en vez de penitencia, aunque éste último haya vuelto a aparecer en el nuevo código‑ es verdaderamente significativo. Y debería señalar una etapa nueva en la comprensión y en la vivencia de este sacramento.

Al decir penitencia o confesión, ponemos el acento en nosotros mismos y en nuestra propia acción; y, en definitiva, nos consideramos ‑con grave error‑ los ‘protagonistas’ del sacramento. En cambio, al decir reconciliación, acentuamos la acción de Dios y reconocemos explícitamente su iniciativa y que es él quien de verdad nos reconcilia en Cristo y nos mueve a ‘dejarnos reconciliar’ con él y por él (cf 2 Cor 18‑20).