El sufrimiento nos pone en diálogo con nosotros mismos y con Dios. Lo que primero vivimos como dolor, miedo y gemido, se torna para el creyente en oración, comprometiendo así en el sufrimiento al mismo Dios.
Dice Maurice Blondel en un célebre pasaje de L’Action, que el corazón del ser humano se mide por la capacidad de acoger el sufrimiento. Porque es lo extraño, lo que no se reconoce jamás como propio, lo que nos visita cuando sufrimos.
Debemos reconocer la huella de algo distinto a lo nuestro, la visita molesta, el aguijón agudo del dolor. Aunque estemos alerta, siempre nos sorprende como algo nuevo, como algo inquietante y ajeno. A pesar incluso del deseo de la voluntad de acogerlo, de la advertencia de la razón que nos asegura que más pronto o más tarde no podremos librarnos de ello, aunque la experiencia de cada día nos dice que sobre los otros están cayendo desgracias o sufrimientos.
El sufrimiento no deja de ser un extraño y un importuno. Sus golpes son siempre a traición, cuando menos te lo esperas, cuando no puedes defenderte de él. Y es que siempre mata algo en nosotros para poner en su lugar otra cosa, algo que desconocemos. Por eso nos revela el escándalo de nuestro deseo, porque nosotros no lo queremos ya que creemos que no es nuestro y sólo podemos amar lo nuestro. Pero, sin embargo también él nos pertenece, también somos lo que no queremos y que el sufrimiento nos revela. Es como una semilla que recibimos a pesar nuestro, pero que debe fructificar en nuestro corazón. Quien no ha sufrido por alguna cosa, o por alguna persona, no la conoce ni la ama. El sufrimiento es un camino que nos revela lo que también somos, que nos desprende de nosotros para que otros se nos regalen y para invitarnos a darnos a otros.
«COMO OVEJA LLEVADA AL MATADERO NO ABRIÓ LA BOCA»
El sufrimiento, cuando es verdaderamente extremo, nos reduce al silencio. El que sufre calla, no es capaz de abrir la boca. Mudos, vencidos u olvidados, los que cargan con el peso del desamor o de la enfermedad o del fracaso están como en un abismo insuperable, alejados de los demás por una barrera infranqueable, de aquellos otros que parecen estar siempre felices o satisfechos con su suerte. Dice Dorotea Solle que la primera fase del sufrimiento se caracteriza por la mudez.
Quienes padecen difícilmente logran traspasar el silencio. Precisamente la primera respuesta a un padecimiento sobrevenido es callar. Como reducidos a una cierta insensibilidad, la implosión del dolor les deja sin palabras. 0, en todo caso, se intenta articular una queja casi animal, apenas humana, que se expresa mediante el gemido. Todos hemos conocido alguna vez esta opresión privatizada del sufrimiento, esta experiencia de estar aislado de los demás, incapaz de articular palabra. De-seamos mantenernos lejos de la chachara de los otros, que aunque pretendan consolarnos nos resultan molestos e inoportunos. Parece como si perdiéramos la autonomía del pensar, como si ningún razonamiento fuera adecuado para expresar la magnitud de lo que nos pasa. Ahuyentamos cualquier idea, cualquier palabra que nunca podrá decir cabalmente lo que sentimos. Y también nos deja mudos para actuar. No queremos hacer nada que no sea encerrarnos en el sufrir, porque no podemos proyectarnos hacia afuera, no podemos proponernos objetivos, organizar una conducta que nos polarice. Sólo podemos sufrir y, en todo caso, cualquier cosa que se nos sugiera para hacer nos parece inútil y hasta obscena. Estamos dominados de tal modo por la propia situación de desdicha que sólo podemos actuar reactivamente, volviendo sobre nosotros nuestras menguadas fuerzas, sumisos ante el dolor, impotentes para hacerle frente.
¿QUÉ HE HECHO PARA MERECER ESTO?
El primer paso para soportar el sufrimiento es romper la mudez y el silencio. Del gemido podemos pasar a la queja, que es la primera expresión humana frente al dolor. Quejarnos supone rebelarnos frente al intruso, no reconocerle nuestro, y a la vez salir de ese núcleo esclerotizado adonde nos ha recluido el silencio. Quejarnos es hacernos conscientes de que podemos hablar, de que el sufrimiento no ha secado del todo la fuente de la conciencia, supone que nos hacemos cargo, al menos por momentos, de que podemos separarnos de su acción destructiva, aunque solamente sea porque nos hacemos capaces de nombrarlo. Con la queja le damos rostro humano al sufrimiento, le asignamos un perfil, le podemos mirar, al fin, a la cara. Además, en la queja estamos expresándonos ante otro, todavía sin nombre, pero que puede acoger nuestro dolor, que quizá nos tienda una mano, que nos posibilite la comunicación y el afecto. De la opresión privatizada del sufrimiento de la fase anterior, pasamos ahora a una opresión sensibilizada, al traducir al lenguaje nuestro sufrir, al hacerlo voz y palabra en nuestra garganta. Ahora el dolor ya no es el mismo, ya no es la opresión muda y solitaria, ahora se convierte en palabra proferida, en queja. «¿Qué he hecho yo para merecer esto?» Hay tantos tipos de queja como clases de sufrimiento. Pero todas tienen algo en común: son el primer paso que nos arranca del silencio victimizado, del aislamiento encogido del dolor. Todas ellas suponen una cierta capacidad de articular en palabras una experiencia muda y, por tanto, inhumana. Sufrir y quejarse es propio de seres humanos que expresan lo que son y lo que viven. Mediante la palabra humanizamos el sufrimiento, o al menos damos el primer paso para hacerlo.
DEL GEMIDO AL SALMO: QUEJARNOS ANTE DIOS
Y todo depende de saber a quién dirigimos nuestra queja. Quién es el que nos va a escuchar, o el que puede hacerse receptor de ella. Saber ante quién nos quejamos es algo importante para delimitar el origen de nuestro dolor, para poder comenzar a discernir el por qué de nuestro sufrimiento. La experiencia que vivimos puede ser clarificada por la queja, puede ser expuesta ante los ojos de quien la ha provocado o de quien, al menos no ha hecho nada para evitarlo. Es cierto que todavía no podemos discernir con claridad, que no sabemos por qué nos ha tocado a nosotros sufrir esto, pero, ¡cómo nos descansa quejarnos ante cualquiera cuando sentimos el zarpazo del dolor desgarrando nuestro corazón o nuestro cuerpo!
Quejarnos ante Dios es ya rezar. Los salmos nos ilustran acerca de esta oración esencial, primera. En el lenguaje salmódico el que sufre expresa con radicalidad su dolor, muestra la angustia de su corazón, protesta frente a la maldad ajena que nos ha puesto en esta situación desdichada, o se rebela simplemente ante el Dios que le está tratando tan injustamente. Hace oración de su propia situación vital, sin querer maquillar piadosamente el dolor, sin avergonzarse de su condición de sufriente y desesperado. Es cierto que propone unos objetivos aún utópicos, que quizá no analizamos racionalmente nuestro sufrir, que apenas buscamos discernir nuestra culpa o distribuir adecuadamente la responsabilidad por los males que nos afligen. Pero podemos expresar nuestra situación, diseñar nuestra geografía del dolor, mostrar los perfiles de una experiencia que así se va configurando como algo nuestro pero también ya fuera de nosotros, proyectada en palabras, diferenciada y por tanto objetivable.
Además quejarse ante Dios es mostrar la pasión por la que sufrimos. Los salmos nos ilustran con una fuerza inmensa sobre la pasión del salmista, sobre el núcleo ígneo de su vida, sobre los por qué y los para qué que le atraviesan. Contra la sumisión y la impotencia ante el destino inevitable, el salmista muestra la fuerza de su corazón, la rebeldía que le habita. El salmo nos recuerda lo que somos ante Dios: sus hijos muy queridos, objeto de su amor y destinatarios de su alianza. No somos gusanos, aunque así nos vean los demás y vuelvan con asco su rostro. Somos privilegiados, amados, reconocidos, aunque solamente podamos mostrar nuestra primogenitura en la desnudez de nuestra queja. Como nos recordó María Zambrano, Job habla en primera persona, sus palabras son plañidos que nos llegan al mismo tiempo que fueron pronunciados, es como si hablara a viva voz. Ha descubierto su existencia desnuda en el dolor, en la angustia y en la injusticia. Y su grito es la expresión de una pasión contenida. Su queja es una apelación directa a la divinidad. Job no pide dejar de sufrir sino salir de la pesadilla, saber la razón de su sufrimiento, pide una revelación de su vida.
SUFRIR SOLIDARIAMENTE: «SUS HERIDAS NOS CURARON»
Dice Dolores Aleixandre que toda la Biblia da testimonio de cómo la fe busca, en cada situación de aprieto, una salida hacia la anchura. Desde la raíz de la protesta, desde la queja ardiente, el que sufre busca, pregunta, anhela. Junto a los canales de Babilonia se canta, aunque en la canción se nos diga precisa-mente que no se puede cantar en tierra extraña. Pero se canta y el lamento abre en una comunidad desalentada una perspectiva de liberación. Así es como la figura del Siervo sufriente y humillado nos acompaña en el paso decisivo frente al dolor: en la desfiguración del sufriente se nos anuncia ya una transfiguración. La fidelidad y el amor de Dios no se rompen con sufrimiento, el que ama puede dirigir su mirada hacia la aridez en donde la vida humana está.
Sólo el crucificado nos libera del dolor de creernos solos ante el sufrimiento que nos rodea perpetuamente amenazada. Y podemos mirar desde el sufrimiento del inocente a la realidad y reconocer que, a pesar de la paralización en que el dolor nos sume, descubrimos energías de solidaridad y de compasión que nos dinamizan para salir de nosotros mismos y mirar otra vez hacia el futuro.
Es una misteriosa comunión lo que se da aquí. No hay miseria que no sea fruto del despojo y por eso el sufrimiento del inocente nos pertenece, porque por definición no puede ser suyo, ya que es un ¡nocente despojado y excluido de la tierra de los vivos. Son nuestras rebeliones, nuestros crímenes los que lo traspasan. Y sólo si asumimos ese sufrimiento como propio, si luchamos contra nosotros mismos por él y por nosotros nos curaremos, nos enriqueceremos en su sufrimiento y podremos llegar a ver la luz. La salida a nuestro estéril sufrimiento se nos da en el reconocimiento de que el sufrir puede vivirse solidariamente asumido con el del inocente, y que esa solidaridad nos enriquece. Nuestra percepción de la realidad desde el propio sufrir se tiñe de desesperación, de pesimismo, de desaliento como una marea negra que se derrama por las roturas que se producen en el barco de nuestra vida. Y sólo cuando nos abrimos al sufrir de los otros, sobre todo de los que padecen sin culpa las consecuencias de la falta de amor y de justicia, que también son nuestras, podemos ver que se abre una perspectiva de luz y de esperanza.
EL RETORNO DE ABEL: ACOGER AL CRUCIFICADO
James Alison cuenta una extraña historia que no deja de ser conmovedora y que quizá pueda ayudarnos a comprender este misterio del sufrimiento compartido y enriquecedor. Nos sitúa ante la contemplación de Caín ya viejo, perdido en su errancia, incapaz de encontrar un hogar acogedor y atenazado por el miedo a la venganza. Imaginémoslo, nos dice, con la conciencia de que las cosas están llegando a su fin, agazapado en su choza y perdido. Un intruso, joven y fuerte, hace su aparición y se le acerca en la oscuridad. Tiene en el rostro la señal de unas cicatrices, y ante el asombro y el temor del anciano Caín le dice con calma: "No temas, soy Abel, tu hermano, ¿recuerdas?". Caín apenas puede recoger de su memoria los trazos de aquel muchacho a quien mató por envidia una tarde en el campo. Siente pavor ante la aparición, porque le hace presente los extraños mecanismos de amor y odio que le llevaron a abalanzarse sobre él y derramar su sangre.
Además toda su historia de muerte y violencia, de éxodo y errancia se le presenta de golpe en su conciencia. A cada paso su hermano le permite ver todo lo que él ha sido. No le permite zafarse de este extraño proceso, pues Abel es a la vez víctima, juez y abogado. Poco a poco Caín comprende que el fin ya ha llegado, pero no como amenaza sino como perdón. Comienza a vislumbrar el fin de su vida, pero desde lo más íntimo de su corazón, que se va rejuveneciendo, lo que quiere es abalanzarse entre sus brazos y besar a su hermano antes de morir.
En el retorno de Abel descubrimos así una presencia que nos da tiempo para recuperar nuestra historia y para construir otra nueva. Y nos enseña a mirar a Jesús con confianza en su regreso al final de los tiempos. El Crucificado es el que nos perdona y nos salva. En su entrega generosa el padecer se hace fecundo y nos regala la reconciliación y la vida. Jesús es hombre nuevo que nos abre a la realidad de un deseo renovado y nos rehabilita sacándonos del sufrimiento, de la vergüenza y de la muerte, para orientarnos hacia la vida.