El poeta Hafiz escribió un poema, hace aproximadamente 700 años, titulado “Deberíamos Hablar sobre Este Problema”. En ese poema Dios se dirige a un alma herida:
que vive en un antro que has cavado…
y yo con frecuencia canto,
pero aun así, querido,
tú no sales del antro.
Me he enamorado de Alguien
que se esconde dentro de ti mismo”.
Ese es el sentimiento de Dios, y quizás el nuestro también, cuando alguien sufre una depresión suicida. Pocas cosas pueden apabullarnos tanto como el suicidio de un ser querido. Está ahí el choque horroroso de perder tan de repente a un ser querido, que, por sí mismo ya, puede humillarnos; pero, con el suicidio, irrumpen otros sentimientos que destrozan también el alma, como confusión, culpabilidad, ocultas sospechas, ansiedad religiosa. ¿Dónde y en qué le fallamos a esta persona? ¿Qué podríamos haber hecho todavía? ¿En qué condición se encuentra ahora esta persona ante Dios?
¿Qué habremos de decir acerca de esto? En primer lugar, que el suicidio es una enfermedad y, por lo general, la más incomprendida de todas las enfermedades. El suicidio arrebata a una persona fuera de la vida contra su voluntad, el equivalente emocional de un cáncer, de un derrame cerebral, de un infarto de miocardio. En segundo lugar, nosotros, los que quedamos aquí, no tenemos que gastar indebida energía intentando adivinar cómo le pudiéramos haber fallado a esta persona, qué hubiéramos de haber notado, y qué pudiéramos haber hecho para prevenir el suicidio. El suicidio es una enfermedad y, como con cualquier otra enfermedad, podemos amar mucho a alguien, pero aun así no poder salvarle de la muerte. Dios amaba también a esa persona, y, al igual que nosotros, tampoco pudo él hacer nada, de este lado de la eternidad. Finalmente, no debiéramos inquietarnos demasiado sobre cómo Dios encontrará a esa persona al otro lado de la eternidad. El amor de Dios, a diferencia del nuestro, puede atravesar puertas cerradas y tocar a quien no permitiría que le tocáramos nosotros.
¿Acaso significa esto que damos poca importancia al suicidio? No. Cualquiera que haya tratado alguna vez, sea a la víctima del suicidio antes de su muerte o sea a los que lloran después esa misma muerte, sabe que es imposible tomarlo a la ligera y no darle importancia. No hay sufrimiento como el causado por el suicidio. Nadie, sano y en sus cabales, quiere morir, y nadie sano intenta cargar a sus seres queridos con esta clase de sufrimiento. Se trata, entonces, de esto: El suicidio se lleva a cabo cuando alguien no está sano mentalmente, cuando está enfermo. Algo nos querrá decir el hecho de que una medicación oportuna puede con frecuencia prevenir el suicidio.
El suicidio, en la mayoría de los casos, es una enfermedad, no un pecado. Nadie sano y en sus cabales decide de buen grado cometer suicidio y cargar a sus seres queridos con esa muerte. Como nadie elige de buen grado morir de cáncer y así causar dolor y sufrimiento a sus seres queridos. La víctima de suicidio (en la mayoría de los casos) es una persona atrapada, totalmente inmersa en un apasionado caos personal, que echa sus raíces tanto en su psique como en su contextura bio-química. El suicidio, en la mayoría de los casos, es un intento desesperado de acabar con un sufrimiento insoportable, semejante al de quien se precipita de un alto edificio porque su ropa está ardiendo, en llamas.
Muchos de nosotros hemos conocido a víctimas de suicidio y sabemos también que, prácticamente en todos los casos, esa persona no se sentía llena de orgullo, ni de arrogancia, ni del deseo de herir a nadie. Por lo general ocurre lo contrario. La víctima tiene problemas como de cáncer, precisamente porque se siente herida, bruta y sin refinar, y demasiado destrozada como para tener la resistencia y el aguante necesarios para abordar la dureza de la vida. Los que hemos perdido seres queridos a causa del suicidio sabemos muy bien que no se trata de un problema de fuerza, sino de debilidad; la persona se siente demasiado “en carne viva” como para permitirnos que la toquemos.
Recuerdo un comentario que oí casualmente en un funeral por una víctima de suicidio. El sacerdote había predicado fatal, insinuando que aquel suicidio era de alguna manera culpa propia del suicida y que el suicidio es siempre un último acto de desesperación. En la recepción que siguió al funeral un vecino de la víctima expresó así su disgusto por la homilía del sacerdote: “Hay cantidad de gente en este mundo que debería suicidarse”, lamentó, “pero los amables y bondadosos ¡nunca deberían hacerlo! Este hombre era la última persona que debiera haberse suicidado, porque era una de las personas más sensibles y afables que jamás encontré en mi vida”. Sobre esta afirmación se podría escribir todo un libro. Con demasiada frecuencia son los mansos y dóciles los que, al parecer, pierden la batalla en este mundo.
Finalmente, no debiéramos inquietarnos demasiado sobre cómo se encontrará Dios con nuestros seres queridos que han caído víctimas del suicidio. Dios, según nos asegura Jesús, guarda un cariño especial para los que estamos demasiado golpeados y heridos por la vida como para que se nos toque. Jesús nos asegura también que el amor de Dios puede penetrar a través de puertas cerradas y alcanzar ámbitos rotos, liberar totalmente lo que está paralizado y ayudar eficazmente cuando ya no hay nada que hacer. Dios no está boqueado cuando y como lo estamos nosotros. Dios puede abrirse paso.
Así pues, nuestros seres queridos que han caído víctimas del suicidio se sienten ahora dentro del abrazo de Dios, gozando de una libertad que nunca pudieron gozar del todo aquí en la tierra, y sintiéndose curados por medio de un suave roce amoroso de Dios, que ellos nunca pudieron del todo aceptar viniendo de nosotros.