1.-Derechos y deberes irrenunciables
Cuando hablamos de los derechos de la persona, y más concretamente de los derechos del religioso, que la autoridad debe defender y promover, se hace necesaria una distinción o un esclarecimiento conceptual, para evitar peligrosas y frecuentes confusiones.
La persona humana toda persona humana es, por voluntad de Dios, sujeto de unos derechos inalienables, a los que no puede renunciar por ningún motivo. Ante todo, el derecho y el deber ineludible de ser persona, con todo lo que ello implica, y a serlo en crecimiento permanente, hasta llegar a la estatura de la plenitud de Cristo (cfr Ef 4, l3). Por lo mismo, el derecho a pensar, a obrar en libertad responsable y a amar, que constituyen las tres dimensiones más profundas de la persona humana; y a ir creciendo ininterrumpidamente a esos tres niveles de su personalidad, a medida que crece en edad. Este derecho condensa, resume y contiene todos los demás derechos y deberes.
Con razón, se ha podido hablar de la «tarea -pendiente y, a la vez, urgente- de redactar una Declaración de los deberes del hombre (subtítulo que daba Simone Weil a una de sus obras), no para anular la Declaración de los derechos humanos, sino para darle identidad. Porque en el hombre no hay ningún derecho que no sea una responsabilidad, y no hay ningún deber que no sea también un regalo»1.
El religioso tiene derecho reconocido expresamente por la Iglesia y presentado incluso como un estricto deber de conciencia y como una exigencia de fidelidad a la formación integral: humana, cristiana, religiosa, apostólica y profesional. El derecho a ser y a saberse amado, encontrando en los hermanos, sobre todo en los superiores, la expresión sacramental del amor con que Dios le ama. El derecho a vivir en una comunidad creyente, fraterna y apostólica, que sea, a la vez, lugar y modo privilegiado de relaciones humanas, de participación activa, de corresponsabilidad, de apoyo y afectos mutuos, de auténtica caridad teologal: como el mejor servicio apostólico y el más auténtico testimonio evangélico. El derecho a la confianza, a la verdad, al respeto sagrado, a la sinceridad, a unas relaciones interpersonales sinceras y profundas. El derecho a ser consultado y escuchado en diálogo abierto y fraterno -con el correspondiente deber de consultar, de hablar y de escuchar, dejándose iluminar-, para discernir con garantía la Voluntad de Dios sobre él. El derecho a ser debidamente informado, ya que, como se ha dicho acertadamente, "un hombre mal informado es ya en el punto de partida un esclavo"2. El derecho a la corrección fraterna en privado, como pide el Evangelio (cf Mt l8, l5)-; el derecho a defenderse ante las acusaciones; el derecho a proteger su propia intimidad (cf canon 220, a la correspondencia reservada, a la comprensión, al estímulo y a la ayuda en la vivencia de su vocación, que es esencialmente ‘convocación’ y que, por eso, convierte la ‘responsabilidad’ en ‘corresponsabilidad’; el derecho a encontrar en el propio Instituto respuesta adecuada a sus mejores aspiraciones, etc.
Todo religioso y religiosa tiene el derecho de ser considerado y tratado por los demás, y el deber de considerar y tratar a los demás:
- como persona, que ha de realizarse a sí misma en la interrelación e intercomunión fraterna;
- como persona, que está destinada directa e inmediatamente a Dios;
- como persona, que es hija del Padre, en el Hijo, por la acción del Espíritu Santo;
- como persona, que no puede ser ‘dominada’ por nada ni por nadie, ni manipulada, ni utilizada como instrumento en orden a una empresa, aunque sea de apostolado, sino que debe ser admitida amorosamente a la intercomunión fraterna y a la colaboración advirtiendo que la verdadera colaboración es siempre de persona a persona, nunca de persona a instrumento en la misión apostólica.
En consecuencia, cada uno ha de tener y cultivar con respecto a los demás hermanos:
- Una viva conciencia de la dignidad del otro, como persona y como hijo de Dios, que lleva a respetarlo y a respetar su conciencia y sus intenciones, sus puntos de vista y sus ideas, aunque no se compartan; y que se traduce también en educación y en comprensión
- Una profunda sinceridad en las actitudes y en el trato con los demás, sobre todo en el amor.
- Un solícito espíritu de servicio y de disponibilidad, poniendo en favor de los hermanos las propias cualidades, aptitudes y demás bienes.
- Un sincero interés por comprender, en cada momento, las circunstancias personales en que se encuentra el otro.
- Una gran fidelidad a la palabra dada, y una justa valoración de los otros, sin ‘mitificar’ a nadie, reconociendo y aceptando las cualidades y las limitaciones de cada uno.
Estos derechos son, al mismo tiempo, deberes, que el religioso tiene que asumir y vivir. No son meros privilegios, sino compromisos y responsabilidades personales, que urgen, ante todo, al mismo sujeto que los tiene, y a los que no puede renunciar impunemente. Compromisos y responsabilidades, que urgen, de una manera especial, a las personas de gobierno y de formación.
Por eso, no atender debidamente a la defensa y promoción de estos derechos y no facilitar ni urgir el cumplimiento de estos deberes, es fallar en la esencia y en la finalidad misma de la institución religiosa, sobre todo, del gobierno o ejercicio de la autoridad. (Aunque es todavía mucho más grave y, por desgracia, no del todo infrecuente aún en la vida religiosa la flagrante violación y conculcación de algunos de esos mismos derechos).
2.-Sacrificio, sí; frustración, no
Hay que distinguir, sin duda, entre un determinado derecho y el ejercicio de ese mismo derecho. Aunque existen derechos, tan fundamentales y tan inherentes a la persona, que la constituyen en cuanto tal, y cuyo ejercicio es, por lo tanto, absolutamente irrenunciable, como lo son esos mismos derechos. Todos los que acabamos de señalar, en los párrafos anteriores, pertenecen a esta categoría. Son, por eso, inalienables. Y uno tiene el deber de vivirlos, de reclamarlos, de exigirlos y de hacerlos valer y respetar por los demás.
Existen, además de éstos, otros derechos fundamentales, que tampoco nadie puede arrebatar a nadie. Pero, a cuyo ejercicio renuncia el religioso, en virtud de una peculiar llamada a seguir e imitar a Jesucristo en su mismo proyecto humano de vida, reviviendo de una manera especial su misterio de kénosis o ‘anonadamiento’3. Esta renuncia renunciar al ‘ejercicio’ de estos derechos, por las mismas motivaciones evangélicas de Cristo, es decir, siempre en favor de los demás no deteriora la personalidad humana, sino que contribuye eficazmente a su plena realización.
Lo verdaderamente importante es ‘tener’ el derecho, no precisamente ejercitarlo. Lo decisivo, por ejemplo, es ser capaz de proyectarse en otra persona y con otra persona, viviendo en matrimonio: fundar un hogar, tener unos hijos y saberlos educar. Y ser capaz de ello, de una manera real y concreta, no sólo en abstracto o en línea de principio. Hacer, después, voto de castidad consagrada, en respuesta a una vocación divina, para seguir e imitar más de cerca a Jesucristo, y renunciar abiertamente al ejercicio de ese derecho, siendo plenamente libre y consciente de esa real capacidad será un verdadero sacrificio, pero no será una frustración, ni supondrá el mínimo deterioro de la personalidad humana. Muy al contrario, será una nueva y más elevada forma de autorrealización personal.
En cambio, hacer un voto de castidad virginidad, sin haber alcanzado el ‘derecho concreto’, es decir, la capacidad real de vivir en matrimonio, con todo lo que esto lleva consigo, no puede llamarse propiamente sacrificio cristiano aunque lo sea en la intención de la persona , sino frustración, que no se parece en nada a la virginidad de Jesucristo.
Lo mismo hay que afirmar de los votos de obediencia y de pobreza. Lo importante lo irrenunciable es ser capaz de programar la propia vida; y a crear y a cultivar esta ‘capacidad’ debería orientarse la formación y el gobierno en la vida religiosa. Una vez que la persona es realmente capaz de ello, puede renunciar al ejercicio explícito de ese ‘derecho’, incluso mediante un voto, que la configura con el Cristo obediente y ‘anonadado’ en favor de los demás. Esta renuncia no entraña ningún peligro para la persona y para su plena realización humana. Más aún, como reconoce el mismo Concilio, "la obediencia religiosa, lejos de menoscabar la dignidad de la persona humana, la lleva, por la más amplia libertad de los hijos de Dios, a su madurez" (PC l4). Pero, si se confunde la obediencia religiosa con la ciega sumisión, el voto de obediencia contribuye a que el religioso sea un perpetuo adolescente y no alcance nunca la auténtica libertad y el sentido de responsabilidad. Y, en ese caso, el voto de obediencia implicaría una verdadera frustración.
También es irrenunciable el derecho a saber y poder enfrentarse, sin miedo, a los problemas de la vida y a las responsabilidades que a uno le competen como hombre en el mundo y como ciudadano; el derecho al señorío autónomo sobre las cosas temporales, etc. Pero, quien está y se sabe capacitado para desempeñar esta tarea, puede muy bien renunciar a su ‘ejercicio’, para imitar a Jesucristo pobre, sin el más pequeño riesgo para su personal realización.
"Los religiosos tienen derechos inalienables por ser seres humanos, criaturas de Dios… Los religiosos tienen el derecho a ser tratados como seres humanos, maduros y libres, sin que contra ello pueda ser invocada su renuncia. La autoridad que promueva el infantilismo, la imposición sin diálogo, la decisión sin razonamiento, y mucho más las insidias, acusaciones no probadas, el secretismo, viola los derechos humanos del religioso porque viola el modo de proceder de Dios con los seres humanos"4.
1 José Ignacio González Faus, S.I., Simone Weil (19O9-1943). Un paradigma para la izquierda, en "Sal Terrae", Julio-Agosto 1993, pp. 57O-571. Y añadía: "Olvidar esto es reducir la humanidad a un gallinero de reivindicaciones insolidarias"
2 I. Iglesias, S.I., Los religiosos ante la manipulación de la libertad del hombre, en "Religiosos en un mundo inhumano", Madrid, 1982, p. 158.
3 Cf Severino-María Alonso, C.M.F., Los votos religiosos como proceso de identificación con el Crucificado, en "Para Dios y para los hombres", Madrid, 199O, 2ª ed., pp. 139-152. Cfr LG 42; PC 5; ET 17; RD 1O; etc.
4 Jon Sobrino, S.I., Cómo abordar los derechos humanos desde Dios y desde Jesús, en "Vida Religiosa", 66 (1989), 111.