Concluyendo este capítulo sobre los desafíos que actualmente enfrenta la familia, el papa Francisco subraya la necesidad de poner atención a su función educativa.
Empecemos por reflexionar sobre la palabra educación. Su raíz latina es “educere” que significa encaminar y guiar. Hay autores que recalcan el prefijo exducere y enfatizan que implica “sacar” algo del otro para pro- curar que éste se desenvuelva en el mundo. Me atrevo a pensar que todos los padres hemos atravesado situaciones difíciles con nuestros hijos en esta tarea. Guiarlos y propiciar que se abran al mundo con confianza y seguridad es un desafío muy significativo que recorre desde los pequeños detalles cotidianos hasta situaciones extremas. Sin duda, pensar en nuestra responsabilidad educativa nos lleva a echar mano de todas nuestras habilidades y destrezas, especial- mente de empatía y paciencia. Pero también implica comprender a la función educativa de la sociedad y la cultura para integrarlos a
nuestro quehacer. Pero ¡ojo! Es justamente en esta integración que tenemos la obligación de asumir nuestra responsabilidad.
La proliferación de libros y consejos sobre cómo educar a nuestros hijos demuestra que los padres estamos cada vez más inseguros de qué hacer. Incluso, les confieso que una de las preguntas más recurrentes en consulta suele ser: ¿qué hago con mis hijos? Siempre res- pondo a esta pregunta con otra: – ¿te sirve que otra persona te lo diga?
Les explicaré la razón. Todas las personas si bien somos semejantes, somos también únicas e inéditas. Es decir que, aunque tenemos cosas en común, solemos tener cualidades específicas que merecen ser respetadas y reconocidas. Caso contrario, nos sentimos aturdidos o incluso atacados. Todos nos merecemos el respeto ante esa singularidad. Usted y su pareja son tan únicos e irrepetibles como sus hijos. Por tanto, la forma de educar, el estilo, los idea- les, etc. deben ser matizados en esa singularidad.
Cada familia es distinta, cada hijo y cada situación es diferente.
No voy a negar que las ciencias humanas han contribuido enormemente a la noción educativa, pero también han integrado prácticas de “asimilación”; es decir, han convertido muchas veces la educación en un medio de “adoctrinamiento” a los valores de una sociedad.
Bajo la premisa de que: “hay que adaptarse para sobrevivir en el mundo” se han cometido verdaderas atrocidades teóricas y prácticas.
Si bien es apropiado interesarnos por los consejos de expertos y dejarnos guiar cuando lo necesitamos, es indispensable asumir la responsabilidad de que nuestra tarea es absolutamente indelegable. Estamos ante un momento histórico en el que debemos preguntarnos si es necesario educar personas para una sociedad o educar personas para ser personas.
Al respecto, no dudemos que el amor posee la inteligencia más alta en temas educativos. Observémoslo en nosotros mismos y descubramos esa inteligencia. Sabemos que al amar no necesitamos recurrir al poder o a la violencia. El amor nos enseña a escuchar, permite opiniones diferentes, respeta incluso los errores; disculpa, abraza, empieza de nuevo todos los días, limpia resentimientos, abre actitudes, etc.
El amor contagia. Nuestros hijos lo sabrán si lo conocen en casa y lo buscarán. Por eso es tan importante que construyamos nuestros vínculos con mucha atención y diligencia. Ofrezcámonos tiempo para ello. Dejemos la prisa del mundo actual y los valores egoístas que propugna. Interesémonos por conocer sus amistades, por sus miedos y sueños. Respetémoslos sin “torcer” a nuestro antojo su identidad. Estimulemos que crean en sí mismos e interroguen a la sociedad. No dudemos que el amor tiene sentido común. Un ¡no! radical y oportuno; normas y reglas claras;
disciplina y orden son necesarios porque explicitan los valores de la convivencia.
La familia no es sólo un agente de socialización que garantiza la inclusión de los niños en la cultura en la que le ha tocado vivir, es ¡mucho más que eso! La familia es la primera escuela de amor de los seres humanos porque en ella, aprendemos a ser padres, a ser hijos, a ser hermanos, a confiar y a ser respetados.
¡¡No lo olvidemos!!
No temamos educar a nuestros hijos conforme nuestros valores nos dictan, confiemos en que somos las personas más adecuadas para hacerlo porque los amamos. Y si un día, tiene que enfrentar algo que no comprende, pida ayuda, pero jamás delegue su responsabilidad. Sus hijos merecen contar con usted en un 100 por ciento en este tema.
Ojalá toda educación tuviese como fundamento la inteligencia que recorre la profundidad de esa frase de Jesús: “Así pues, hagan ustedes con los demás como quieran que los demás hagan con ustedes”.
Eliana Cevallos