Señor, déjanos escuchar el silencio,
alimentarnos de silencio,
convertirnos poco a poco en silencio:
no en el silencio de la muerte
sino en el silencio de la vida.
Tú sabes que la palabra última
y la música suprema
están más allá de toda palabra y de toda música;
que el lenguaje del corazón
sólo se fragua en un silencio hondísimo
-denso y fecundo,
vivo y misterioso-,
que no aísla sino que crea comunión.
¿No fue en Nazaret y en el desierto,
en el monte y en Getsemaní,
en tus ratos de soledad con el Padre,
donde maduró tu compromiso
de entregar tu vida por los hombres?
¿Por qué los contemplativos buscan tu silencio
-tu divino silencio inescrutable-
y cómo aciertan a descubrirlo
en la noche y en el día
en el canto de los pájaros,
y en el ruido de los motores,
en el dolor de un pobre,
en el llanto de un niño,
en los ojos de un moribundo?
Tú, Señor, eres el Silencio y la Palabra.
Danos ese oído espiritual
capaz de percibir
la palabra de tu silencio.
Déjanos escucharte, Señor,
escucharte y alimentarnos de ti
hasta identificarnos silenciosamente contigo.
Amén.