Desde mi ventana

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.'Desde mi ventana', aunque real y cierta, en es­te caso es una metáfora útil, que me permito. Por ella miro la noche, los campos, la calle, los cam­bios del tiempo, toda la meteorología; la abro o la cierro; juego con ella. Mi ventana se abre de for­mas distintas: a la derecha o como caída desde arriba. En la ventana abierta al cielo busco el es­pacio adecuado para perderme sin utilidad, que es una gracia que ayuda a orar sin egoísmo. El espa­cio abierto en mi ventana me permite pensar y en­sayar un modelo de oración en la que uno apren­de a estar sin otra razón de ser que el simple estar (hoy una manera de contracultura), cuando nadie parece poderse estarse quieto.

Deseo ofrecer una serie de mini artículos sobre cómo crear espacios donde mirar sin límites: espacios de contemplación donde el hacer no predomine y deje de ser la gran tela de araña de nuestra vida siempre ocupada; donde la utilidad ya no sea útil o sólo una utilidad. Un espacio que, como la felicidad, sea absurdo, desatinado, el pre­guntar para qué sirve. Hemos de aprender a desaprender y a dejar de tender, de for­ma ya compulsiva, a llenar los espacios con lo que sea. Los grafitis, que llenan todo, pueden ser artísticos en ocasiones. Malo es que llenemos de gratiñs hasta nuestro es­pacio para Dios. La belleza, tal vez, de lo que podemos garabatear, mata la belleza de lo que podemos mirar en nuestro espacio callado.

Nuestro comportamiento, hoy día, y frecuentemente, refleja disimulados de ausen­cia. Cuando escribimos una carta, la escribimos para, de alguna manera, hacernos pre­sentes. Paradójicamente, revela nuestra manera de ausencia. Hoy necesitamos acercar­nos al Dios vivo y simplificar, siquiera en nuestra oración, la mera información: ideas de Dios, discursos bien alineados, imágenes. En el fondo, todo eso —sin ser necesaria­mente malo- pertenece a lo que hoy podemos llamar realidad virtual. Y Dios no es una realidad virtual. Por no ser, no es lo que pienso de Él. Es más lo que me puede ocu­rrir cuando, sin pensar, sencillamente, lo miro silenciosamente en esa extraña facilidad que me da mi fe.

Voy a tratar de abrir con mucho recato mi ventana -la ventana existe en realidad-y dar cabida al instante contemplativo. Entonces, Dios podrá ocurrir… ¡Ojalá que Dios me ocurra…! ¡Con Él ocurriré yo…!