Mientras con toda la humanidad se acerca al confín de los dos milenios, la Iglesia, por su parte, con toda la humanidad de los creyentes y en unión con todo hombre de buena voluntad, recoge el gran desafío contenido en las palabras de la antífona Alma Redemptoris Mater sobre el «pueblo que sucumbe y lucha por levantarse» y se dirige conjuntamente al Redentor y a su madre con la invocación: ¡Socorre! (RM, 52).
Hace dos mil años nació la nueva Eva. Un nuevo mundo comenzó su alborada. La luz fue venciendo a las sombras. El alba tenía rostro de mujer. Y Dios iba en ella sembrando gérmenes de vida. Y el Espíritu la hacía crecer en gracia, en belleza. Hace dos mil años la historia comenzó a ofrecer los primeros síntomas de su plenitud. Aunque María pasase inadvertida en Israel, a través de ella Dios preparaba la mayor revolución de la historia. Después de dos mil años, María, la nueva Eva, no se ha alejado de nosotros. María, mujer resucitada, sigue en comunión con nosotros y participa de la intercesión constante de Jesús en favor nuestro. Por su resurrección quedó eclesializada, de manera que podemos decir con toda verdad: «Reunidos en comunión, veneramos la memoria, ante todo, de la gloriosa siempre Virgen María». El pueblo que sucumbe y lucha por levantarse se dirige a Jesús y a María pidiéndoles ayuda, socorro. La Iglesia ve a María «maternalmente presente y participe en los múltiples y complejos problemas que acompañan hoy la vida de los individuos, de las familias y de las naciones; la ve socorriendo al pueblo cristiano en la lucha incesante entre el bien y el mal, para que no caiga, o, si cae, se levante» (RM, 52).Ante el tercer milenio no cabe la angustia. Dios lo ha hecho preceder de un signo benéfico: «Una gran señal apareció en el cielo: Una mujer…» (Ap 12, 1).
Padre nuestro y Señor de nuestro futuro, en Jesús y en el Espíritu has dado un futuro maravilloso a nuestra humanidad y a cada uno de nosotros, el Reino de la gran comunión y de la perfecta felicidad; en la medida en que este futuro se aproxima, pones ante nuestros ojos el signo de la mujer, acercas a nosotros a María, para que aliente nuestra esperanza, nos devuelva el vigor de la fe y la sonrisa: ¡gracias por ella!, y gracias, sobre todo, a vosotros, indivisa Trinidad. Tanto amor, tanta gracia merece nuestra alabanza por los siglos de los siglos. Por Jesucristo, nuestro Señor.