Existe un viejo refrán que ofrece un sabio consejo: ¡Escoge inteligentemente a tus padres!
Es más fácil decirlo que hacerlo; pero el refrán es válido. Nosotros no somos del todo nuestras propias personas. Somos también producto de nuestros padres, los cuales no sólo nos dan nuestro ADN físico, sino, en compleja confluencia de cómo son ellos dentro de sus propias personas y cómo nos relacionan a nosotros y al mundo, también ayudan profundamente a determinar nuestra persona y nuestro carácter. Como adultos, puede ser a la vez liberante y emocionalmente mutilante reflexionar sobre lo que de hecho heredamos exactamente de nuestros padres. Ellos nos modelan.
Tengo esto en el interior de mi mente hoy, Día de la Madre, mientras reflexiono sobre mi propia madre y el ADN que heredé de ella. Murió hace cuarenta y tres años, pero dejó aquí gran parte de sí misma, con mis hermanos, conmigo. ¿Qué me dio, más allá de algunos de mis rasgos corporales?
Lo que ella me dio no cayó en el vacío. Fundó una numerosa familia, con la ayuda de un esposo que fue su gran soporte, mi padre; y mientras tenían un matrimonio hecho en el cielo, tenían que emplear la mayor parte de él intensamente dependiente del dinero, el tiempo y la energía. Las exigencias que recibía ella fueron siempre un poco más allá de aquello para lo que ella tenía recursos apropiados. Pero, de alguna manera, siempre se las arreglaba: siempre se las arreglaba para llevar la casa, siempre encontraba un modo de estirar todo, incluido el tiempo y la energía, para alimentarnos, vestirnos y cuidar de nosotros convenientemente.
Ella no siempre tenía el tiempo, la energía o la paciencia heroica para proporcionarnos el afecto individual y el calor que tan desesperadamente desea y necesita un niño, aun cuando era naturalmente una persona cariñosa y cordial. La presión de tantas necesidades pudo a veces disminuir su idealismo y atención. Y así, ella no era una madre de Hollywood, siempre perfectamente vestida y perfectamente cariñosa; pero nos dio la cosa más importante que a un hogar se le pide que dé: confianza y seguridad. En un niño, la única necesidad que sobrepasa a todas las otras es la necesidad de sentirse confiado y seguro.
Mi madre estaba frecuentemente agobiada en tantos sentidos que no podía darnos su pleno cuidado y cariñoso afecto, pero nos proveyó de lo que más necesitábamos: confianza y seguridad. Nos dio una casa y un hogar que siempre fue estable y robustamente sano, con frecuencia muy ruidoso. Dentro de ese ambiente, siempre estábamos seguros. Nadie me podía haber dado un regalo más grande o más grandes riquezas en mi juventud.
Por otra parte, en toda esa ocupación -luchando por proveer de lo necesario- y el deficiente desorden de la atención con que ella tenía que tratar habitualmente, nos enseñó algo más de cierta importancia, a saber, que, para celebrar y gozar un momento, tú no debes esperar hasta que todo esté perfecto, hasta que todas tus cuentas estén pagadas, estés rebosando salud, tengas derecho a tiempo de ocio y no haya grandes dolores de cabeza esperándote mañana. Ella sabía cómo celebrar lo provisorio. Cada día de fiesta, cumpleaños o domingo era ocasión para una comida especial y una especial celebración, sin importar si alguna cosa pudiera estar poniendo un desencanto en la vida. Y, tal vez lo más importante de todo, mi madre era mayormente responsable de darme la fe, aunque, en esto, tuvo a mi padre como fiel compañero; sin embargo, ella más que ningún otro, me empujó a abrirme a oír la llamada al sacerdocio.
Los antropólogos que estudian los ritos de iniciación de diferentes culturas nos dicen que el proceso de iniciación necesario para mover a alguien de ser niño a ser adulto, necesita inculcar cuatro verdades sobresalientes: Tu vida no te pertenece. La vida es dura. Tú morirás. Tu vida no se centra en ti.
La cultura y la iglesia de las que procedía mi madre ya habían grabado indeleblemente esas verdades dentro de ella. Para su generación, especialmente si tú eras pobre y vivías en área rural, la vida era naturalmente dura y las tasas de mortalidad eran altas. Mucha gente moría joven. Y el código de valores de su generación mantenía que la familia, la iglesia, el prójimo y el país podían pedir tu vida, y tu deber era entregarla, sin lamentarte ni condolerte. Era egoísta pensar primeramente en ti mismo. Ella había inhalado ese código de valores y luego lo había grabado en nosotros, particularmente la verdad sobre tu vida como no centrada en ti. Los otros hechos, que la vida era dura y que tú tenías que morir, se dejaron que hablaran por sí solos; pero desde el momento en que cambiabas gradualmente de los juguetes al colegio, el mensaje era claro: Tu vida no es de tu propiedad. Tu vida no se centra en ti. Los antropólogos podrían estudiar bien la visión y tácticas iniciáticas de mi madre.
Ninguna madre es perfecta, y tampoco lo fue la mía. Tenía sus defectos, y yo cargo con muchos de ellos también, junto con las mejores cosas que ella me dio. Pero, reflexionando sobre mi madre, yo sólo tengo buenos sentimientos y cordial gratitud.
¡En verdad, escogí inteligentemente a mi madre!