Durante muchos años he tenido un prejuicio contra el Día de las Madres. No estoy contra el concepto; es simplemente un resentimiento personal. Mi madre murió hace cuarenta años y el no hacer caso del Día de las Madres ha sido para mí una reacción contra el universo, por esa muerte, percibida como una injusticia: ¡Que celebre el mundo, pero que no cuente conmigo!
Pero el tiempo cura heridas y de vez en cuando nos vuelve más sabios. Ahora, en el Día de las Madres, siempre recuerdo conscientemente a mi propia madre y encuentro muy buenas razones para celebrar. No tienes que estar vivo precisamente para criar a alguien, y así ocurre con mi madre. Jesús nos dijo que recibimos el espíritu de alguien con mayor pureza después que nos ha dejado, y sé que eso es cierto. Cuarenta años después de su muerte, estoy ahora más consciente de quién fue mi madre y de lo que me dio, que durante todos los años de mi infancia, cuando ella vivía y su maternidad me abrazaba tangiblemente.
De lo que mis hermanos y yo somos conscientes ahora, más claramente que cuando ella vivía, es de que tuvimos la inmensa suerte de tener una buena madre. Así de simple. En todo lo considerado esencial, ella nos dio lo realmente importante: seguridad, protección, sentido de ser queridos, sentido de ser valiosos, alimento y vestido adecuados, sentimiento básico de que la vida es buena, y, sobre todo, el sentimiento de que estamos siempre en las manos de un Dios en quien podemos confiar totalmente.
Nada de esto, por supuesto, se logró a la perfección. Mi madre no era Dios. Era limitada, y también eran limitados la energía y los recursos que desarrolló para criarnos y formarnos. Éramos familia numerosa y estábamos crónicamente atrapados por la escasez económica. Teníamos lo suficiente, pero justo, justo lo suficiente. Nunca había extras. Ocurría lo mismo con respecto a la atención y al afecto que nuestra madre pudiera mostrarnos individualmente a cada uno de nosotros. No tenía ella tiempo, energía o lujo para mostrarnos especial afecto a cada uno de nosotros, individualmente, mientras por otra parte ninguno de nosotros jamás dudó de que obteníamos de ella tanto afecto como si cada uno de nosotros hubiéramos sido su hijo único. Pero aun así, todos nosotros sentimos sus limitaciones y vivimos hoy las consecuencias.
Pero su crónica y excesiva carga era también su don especial: Como Jesús, ella también multiplicaba los panes y los peces. Del modo que fuera, siempre encontró lo suficiente en todo, alimento, vestido, material escolar, un bizcocho o tarta, o una cinta o cualquier cosa (lo que fuera) para una ocasión especial. No sé cómo, pero siempre tuvimos lo que necesitábamos, aun cuando de alguna manera ella hizo alargarse nuestra mesa familiar lo suficiente para alimentar a todos -vecino, maestro, sacerdote, vendedor o tío afortunado- que casualmente merodeaban por casa a la hora de comer. Ella creía en algo en que la mayoría de nosotros no creemos, a saber, que cuando estás con el Pan de Vida siempre tienes los recursos que necesitas, por más escasos que parezcan. Ella confiaba en que siempre habría suficiente, y, efectivamente, siempre lo había.
Y ella y mi padre se complementaban perfectamente. No podías haber encargado un matrimonio mejor, sea en Hollywood o en un servicio católico de citas prematrimoniales. Se encontraron el uno con el otro, como almas gemelas, en un día de campo de la parroquia; y su afecto y respeto mutuo fue, tal vez más que otra cosa, lo que nos dio a nosotros, sus hijos, un sentido inicial de seguridad, estabilidad y fe. Mi padre era la brújula moral, mi madre era el corazón; pero podían invertir esos roles y ella podía ofrecer el reto moral mientras él proveía la sensibilidad. De cualquiera de las dos maneras, todo lo hicieron juntos, y cuando murieron, dejando atrás una familia que se sentía demasiado joven para valerse por sí misma, nos habían dado lo que ellos debían darnos, todos los instrumentos fundamentales para poder construir nuestras propias vidas y para vivir con un cierto optimismo y alegría.
Nuestra madre murió por inflamación del páncreas y por fallo cardíaco, justamente tres meses después de haber cuidado a mi padre durante un año largo, perdiendo la batalla contra el cáncer. Mientras mi papá yacía difunto, uno de mis hermanos y yo la llevamos a una tienda para comprar un vestido para el funeral. Ella derrochó y se compró el vestido más caro que nunca jamás había comprado. Cuando se estaba probando el vestido la dependienta le dijo: “¡Está usted tremenda con ese vestido! ¡Espero que goce usted llevándolo puesto!” Lo llevó exactamente dos veces, la primera para el funeral de su esposo y la segunda para el suyo propio. La ironía del comentario de la dependienta no había caído en saco roto.
Por la razón que fuera, a ella no le gustaba su propio nombre, Matilde. Sus amigas lo abreviaron llamándola Tilly, que le gustaba menos todavía. No estoy seguro de cómo la llamaba mi papá en el terreno privado de su intimidad, pero me sospecho que no era ninguno de esos nombres.
Los antropólogos nos dicen que nuestras madres son nuestro enlace simbiótico a la vida. Tienen que informarnos que el universo nos quiere, que somos dignos de amor simplemente por lo que somos, que el amor no tiene que ganarse o merecerse. Mi madre estaba a veces demasiado ocupada como para poder criar a cada uno de sus hijos de forma individual con aquel sentimiento de que éramos únicos, bellos y valiosos; pero ella nos cuidó y mimó de tal forma que la vida misma y el Dios que fundamenta la vida, nos dan ese regalo tan valioso.