Para decir Dios no hay que elevarse hasta las nubes ni perderse en los libros y enciclopedias, en bibliotecas y sermones, en discursos y pensamientos. Para decir Dios,
sólo basta nuestra palabra dicha desde dentro. Su nombre se repite milagrosamente en cada latido, en cada pecho, en cada nacimiento. Su presencia de asombro, de silencio,
de protesta, de belleza, de llanto…se hace historia de un río subterráneo –caudal de dolor y piedras- A Él acudimos como eterna hoguera buscando afecto, consuelo, calor, sosiego.
Esta mañana he vuelto a oír su voz en las risas de los niños, en el duro campo, en las casas dolientes, en los cuerpos sanos, en los jóvenes voluntarios que están construyendo una escuela en una aldea pobre, en las madres que preparan el menú de siempre a su numerosa familia, en el hogar de ancianos, en los que esperan trabajo, en los que cargan pesos pesados, en los que llevan la felicidad en sus manos y la reparten sin medida, en los que se esfuerzan en preparar un futuro más justo y humano.
Hoy he vuelto a escuchar su palabra en el viento y en el suelo, en la música y en el silencio, en sus hijos y en el grito de los que se llenaron de duelos y desconsuelos.
Para decir Dios, me quedo a solas con Él solo, con su mirada, empapado de amistad, envuelto en suave amor, naciendo una vez más.